Respecto al verdugo de Basta, Meggie no se enteró de nada más, salvo lo que le había contado Fenoglio y algunas cosas que había retenido en la memoria cuando la Urraca la había obligado a leer. No era mucho, pero las voces que resonaban al otro lado de la puerta dejaban traslucir el miedo y el respetuoso horror que embargaba a todos al mencionar el nombre del innombrable. No todos conocían a la Sombra, sólo quienes, como Capricornio, procedían del libro de Fenoglio, pero era obvio que todos habían oído hablar de ella… y se la imaginaban con los colores más sombríos abalanzándose sobre los prisioneros. Respecto al modo exacto de matar a sus víctimas existían opiniones muy diversas, pero las sospechas que escuchó se tornaban más horrendas a medida que se aproximaba la noche. Meggie, incapaz de seguir escuchando, se sentó junto a la ventana tapándose los oídos con las manos.
Eran las seis —el reloj de la torre de la iglesia comenzaba a dar las campanadas—cuando Fenoglio soltó de pronto el bolígrafo y contempló con expresión satisfecha lo que había trasladado al papel.
—¡Ya lo tengo! —susurró—. Sí, así es. Así sucederá. Será maravilloso. —Y ardiendo de impaciencia indicó a Meggie que se acercase, colocando la hoja ante sus ojos.
—¡Lee! —cuchicheó dirigiendo una mirada nerviosa hacia la puerta.
Al otro lado, Nariz Chata se pavoneaba de haber envenenado las provisiones de aceite de oliva de un campesino.
—¿Eso es todo? —Meggie contempló con incredulidad la hoja escrita.
—¡Claro! Ya verás, no hace falta más. Sólo se necesitan las frases correctas. Pero ¡lee de una vez!
Meggie obedeció.
En el exterior los hombres reían y le costaba trabajo concentrarse en las frases de Fenoglio. Al final lo consiguió. Pero apenas había terminado la primera frase, se hizo un repentino silencio fuera y la voz de la Urraca resonó por el pasillo:
—Pero ¿qué es esto, una reunión de damiselas tomando café?
Fenoglio agarró a toda prisa la valiosa hoja y la deslizó debajo del colchón. Estaba alisando la colcha cuando la Urraca abrió la puerta de un empujón.
—Tu cena —le dijo a Meggie colocando un plato humeante sobre la mesa.
—¿Y qué hay de la mía? —preguntó Fenoglio con voz ronca.
El colchón había resbalado un poco cuando ocultó el papel debajo, y él se apoyaba contra el lecho para evitar que lo viera Mortola, pero por suerte ésta no se dignó mirarle. Lo consideraba un mentiroso, nada más, de eso Meggie estaba segura, y era muy posible que la irritara que Capricornio no coincidiera con ella en ese punto.
—¡Cómetelo todo! —ordenó a Meggie—. Y después cámbiate de ropa. Tus vestidos son horribles y además están mugrientos.
Hizo una seña a una criada que la acompañaba. Era una chica joven, cuatro o cinco años mayor que Meggie como mucho. No había duda de que los rumores sobre los supuestos poderes de brujería de Meggie también habían llegado a sus oídos. Portaba un vestido blanco como la nieve colgado del brazo, y evitó mirar a la niña cuando pasó a su lado para colgarlo en el armario.
—¡No quiero vestidos! —bufó Meggie a la Urraca—. Me pondré esto. —Y cogió de su cama el jersey de Mo, pero Mortola se lo arrancó de las manos.
—Tonterías. Capricornio pensará que te hemos metido en un saco. Él ha escogido este vestido para ti, y te lo pondrás. O lo haces tú misma o lo hacemos nosotras. En cuanto oscurezca, vendré a buscarte. Lávate y péinate, que pareces un gato callejero.
La chica volvió a pasar encogida junto a Meggie con cara de preocupación, como si temiera quemarse con el roce. La Urraca la empujó con impaciencia hasta el pasillo y la siguió.
—¡Cierra la puerta! —ordenó con tono rudo a Nariz Chata—. Y ordena a tus amigos que se marchen. Tú tienes que montar guardia.
Nariz Chata se acercó a la puerta despacio con expresión de tedio. Meggie vio cómo hacía una mueca a la Urraca a sus espaldas antes de cerrar la puerta de la estancia.
Después se acercó al vestido y acarició la inmaculada tela.
—¡Blanco! —murmuró—. No me gusta el blanco. La muerte tiene perros blancos. Mo me contó una historia sobre ellos.
—Oh, sí, los perros blancos con ojos rojos de la muerte. —Fenoglio se situó detrás de ella—. También los fantasmas son blancos y los antiguos dioses saciaban su sed de sangre con animales blancos, como si la inocencia les resultara exquisita. ¡Oh, no, no! —añadió deprisa al ver la mirada despavorida de Meggie—. No, créeme, Capricornio no pensaba en nada de eso cuando te envió el vestido, te lo aseguro. ¿Cómo va a conocer él semejantes historias? Blanco es también el color del principio y del final, y nosotros dos —bajó la voz—, tú y yo, nos encargaremos de que éste sea el fin de Capricornio y no el nuestro.
Con delicadeza condujo a Meggie junto a la mesa y la obligó a sentarse en la silla. El olor de carne asada llegó hasta la nariz de la niña.
—¿Qué carne es ésta? —preguntó ella.
—Parece ternera. ¿Por qué?
Meggie apartó el plato.
—No tengo hambre —murmuró.
Fenoglio la contempló, compasivo.
—¿Sabes, Meggie? —le dijo—, creo que lo próximo que haré será escribir una historia sobre ti, de cómo nos salvaste a todos con sólo tu voz. Seguramente sería la mar de emocionante…
—Pero ¿acabaría bien?
Meggie miró por la ventana. Dentro de una hora, dos a lo sumo, oscurecería. ¿Qué pasaría si también Mo acudía a la fiesta? ¿Si intentaba liberarla de nuevo? Porque él ignoraba lo que ella y Fenoglio se proponían. ¿Y si volvían a dispararle? ¿Si esa última noche daban en el blanco? Meggie cruzó los brazos sobre la mesa y se tapó la cara.
Notó cómo Fenoglio acariciaba sus cabellos.
—Todo saldrá bien, Meggie —musitó—. Créeme, mis historias siempre acaban bien. Cuando yo quiero.
—El vestido tiene unas mangas estrechísimas —apuntó la niña en voz baja—. ¿Cómo voy a sacar de ahí la hoja sin que lo note la Urraca?
—Yo la distraeré. Confía en mí.
—¿Y los demás? Todos me verán sacarla.
—Bobadas. Lo conseguirás. —Fenoglio le puso la mano bajo la barbilla—. ¡Todo saldrá bien, Meggie! — repitió mientras le limpiaba una lágrima de la mejilla con el índice—. No estás sola, aunque te lo parezca. Yo estoy contigo y Dedo Polvoriento deambulará por algún lugar de ahí fuera. Créeme, lo conozco y sé que vendrá, aunque sólo sea para ver el libro, acaso para recuperarlo… y además está tu padre… y ese chico que te miraba tan transido de amor en la plaza, cuando me encontré con Dedo Polvoriento.
—¡No digas eso! —Meggie le dio un codazo en la barriga, pero no pudo evitar reírse, a pesar de que las lágrimas seguían difuminándolo todo, la mesa, sus manos y el rostro arrugado de Fenoglio. Le parecía como si en las últimas semanas hubiera gastado todas las lágrimas de su vida.
—¿Por qué? Es un chico muy guapo. Yo no vacilaría en interceder en su favor ante tu padre.
—¡Que calles te digo!
—Sólo si comes algo. —Fenoglio volvió a colocarle el plato delante—. Y esa amiga vuestra… ¿cómo se llama?
—Elinor.
Meggie se introdujo una aceituna en la boca y la mordió hasta sentir el hueso entre los dientes.
—Justo. A lo mejor también está ahí fuera, con tu padre. Dios mío, bien mirado somos casi mayoría.
Meggie casi se atragantó con el hueso de aceituna. Fenoglio sonreía satisfecho de sí mismo. Cada vez que Mo conseguía hacerla reír, enarcaba las cejas y ponía cara de asombro, como si no acertase a comprender ni con su mejor voluntad de qué se reía su hija. Su rostro se dibujó con tal claridad ante sus ojos que Meggie estuvo a punto de alargar la mano para tocarlo.
—¡Pronto volverás a ver a tu padre! —le manifestó muy bajito Fenoglio—. Y entonces le contarás que has encontrado a tu madre y la has salvado de Capricornio. ¿Algo es algo, no?
Meggie se limitó a asentir.
La ropa le picaba en el cuello y en los brazos. No parecía el vestido de una niña, sino más bien el de una persona adulta, y a Meggie le estaba un poco grande. Al dar unos pasos con él puesto, se pisó el bajo. Aunque las mangas eran estrechas, logró deslizar dentro sin dificultad la hoja de papel, fina como el ala de una libélula. Lo intentó unas cuantas veces: meter, sacar. Al final la dejó dentro. Cuando movía las manos o levantaba el brazo, crujía un poco.
La luna pendía, pálida, sobre la torre de la iglesia. Cuando la Urraca regresó a buscar a Meggie, la noche exhibía su resplandor como un velo sobre el rostro.
—¡No te has peinado! —constató, enojada.
Esta vez la acompañaba otra criada, una mujer baja de cara colorada y manos enrojecidas que a todas luces no mostraba el menor temor a los poderes mágicos de Meggie. Pasó el peine por el pelo de la niña con tal tenacidad que casi la hizo gritar.
—¡Zapatos! —exclamó la Urraca cuando vio asomar los dedos de los pies desnudos por debajo del vestido—. ¿Es que nadie ha pensado en los zapatos?
—Bien podría ponerse ésos —la criada señaló unas deportivas desgastadas—. El vestido es bastante largo y no se le verán. Además, ¿las brujas no van siempre descalzas?
La Urraca le lanzó una mirada que le provocó un escalofrío.
—¡Exacto! — afirmó Fenoglio que había estado todo el rato observando con mirada burlona cómo ambas mujeres adecentaban a Meggie—. Siempre van descalzas. Y yo, ¿he de cambiarme también para tan señalada y festiva ocasión? ¿Qué se suele llevar en una ejecución como ésta? Supongo que me sentaré al lado de Capricornio, ¿no?
La Urraca adelantó el mentón. Era tan blando y pequeño que parecía proceder de un rostro distinto, más dulce.
—Tú puedes quedarte como estás —contestó mientras colocaba en el pelo de Meggie un prendedor cubierto de perlas—. Los prisioneros no necesitan cambiarse. —Sus sardónicas palabras destilaban veneno.
—¿Prisioneros? ¿Qué significa eso? —Fenoglio corrió un poco su silla hacia atrás.
—Sí, prisioneros. ¿Qué otra cosa sois si no? —La Urraca retrocedió para observar a Meggie—. Ya está —afirmó, tras apreciarla con la mirada—. Qué raro, con el pelo suelto me recuerda a alguien —Meggie agachó deprisa la cabeza, y antes de que la Urraca pudiera reflexionar con más detenimiento sobre esa observación, Fenoglio atrajo su atención.
—¡Yo no soy un prisionero corriente, señora mía, eso vamos a dejarlo bien claro de una vez! —exclamó escandalizado—. Sin mí, todo esto no existiría, incluyendo su persona, que no me resulta precisamente grata.
La Urraca proyectó sobre él una postrera mirada de desprecio y agarró el brazo de Meggie, por fortuna no aquel cuya manga ocultaba las preciadas frases de Fenoglio.
—El guardián vendrá a buscarte cuando llegue la hora —anunció mientras arrastraba a la niña hacia la puerta.
—¡Piensa en lo que te dijo tu padre! —gritó Fenoglio cuando Meggie estaba ya en el pasillo—. Las palabras no adquieren vida hasta que las saboreas en tu boca.
La Urraca propinó a Meggie un empujón en la espalda.
—¡Vamos, continúa! —ordenó cerrando la puerta tras ellas.
Pero entonces Bagheera saltó de repente.
—¡No! ¡Ya lo tengo! Corre raudo al valle, a las cabañas de los hombres, y coge la Flor Roja que ellos plantan allí. Entonces, cuando llegue tu hora, tendrás un amigo más poderoso que Baloo, yo, o cualquier otro de un grupo que te quiera. ¡Coge la Flor Roja!
Al hablar de la Flor Roja, Bagheera se refería al fuego; nadie en la selva lo llamaba por su nombre, pues todos lo temían tanto como a la muerte.
Rudyard Kipling
,
El libro de la selva
Cuando la oscuridad se abatió sobre las colinas, se pusieron en camino. Dejaron a
Gwin
en el campamento. Tras los sucesos acaecidos durante su última excursión nocturna al pueblo de Capricornio, hasta Farid comprendía que era mejor así. Lengua de Brujo lo dejó ir delante. Ignoraba su pavor a espíritus u otros fantasmas nocturnos, Farid había sabido ocultárselo bien, mucho mejor que a Dedo Polvoriento. Lengua de Brujo tampoco se burlaba de él por su temor a la oscuridad, como había hecho Dedo Polvoriento, y curiosamente eso disminuía el miedo, obligándolo a encogerse hasta alcanzar el tamaño que tenía a plena luz del día.
Cuando Farid descendía por la empinada pendiente, con paso firme pero cauteloso, oía susurrar a los espíritus en los árboles y matorrales al igual que todas las noches, pero no se acercaban. De repente parecían temerle y obedecer sus órdenes, igual que el fuego obedecía las de Dedo Polvoriento.
El fuego. Habían decidido prenderlo justo al lado de la casa de Capricornio. Así no alcanzaría tan deprisa las colinas, pero amenazaría lo que era más caro a Capricornio: sus tesoros.
Esa noche el pueblo no estaba tan tranquilo ni solitario como en las pasadas. Zumbaba como un avispero. En la plaza del aparcamiento patrullaban nada menos que cuatro guardianes armados, y alrededor de la verja de malla metálica que rodeaba el campo de fútbol se veía una hilera de coches aparcados. Sus faros proyectaban sobre el campo una luz deslumbradora. El asfalto parecía un paño claro que alguien había extendido con la llegada de la oscuridad.
—Así que el espectáculo se celebrará allí —susurró Lengua de Brujo mientras se aproximaban a las casas—. ¡Pobre Meggie!
En el centro de la plaza habían erigido una especie de estrado, y frente a él había una jaula, quizá para el monstruo que la hija de Lengua de Brujo tenía que traer leyendo en voz alta, o para los prisioneros. En el borde izquierdo del campo, con la valla de tela metálica y el pueblo a la espalda, habían colocado largos bancos de madera; algunos chaquetas negras ya se habían acomodado en ellos como cuervos que hubieran encontrado un lugar diáfano y calentito para pasar la noche.
Por un momento pensaron en adentrarse en el pueblo cruzando el aparcamiento. Entre tantos forasteros, nadie repararía en ellos; pero luego optaron por dar un rodeo amparados por la oscuridad. Farid iba en cabeza, cauteloso. Ocultándose detrás de los troncos de los árboles, procuraba mantenerse siempre por encima de las casas, hasta que surgió a sus pies la zona deshabitada del pueblo, que parecía haber sido pisoteada por un gigante. Aquella noche patrullaban por allí más centinelas que de costumbre, y continuamente se veían obligados a buscar cobijo entre las sombras de un portón, acurrucarse detrás de un muro o trepar por una ventana para esperar allí, conteniendo el aliento, a que pasara de largo la guardia. Por fortuna, en el pueblo de Capricornio abundaban los rincones oscuros, y los centinelas caminaban por las callejuelas aburridos y seguros de que no les amenazaba ningún peligro.