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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Corazón de Tinta (35 page)

—¡Espera!

Basta se volvió hacia Meggie.

—¡Tú no te metas! De ti me encargaré más tarde, sabandija —le advirtió.

Fenoglio se había apretado las manos contra el cuello y miraba a Basta desconcertado. Era obvio que había comprendido al fin que frente a su navaja no estaba seguro.

—¡En serio! ¡No puedes matarlo —gritó Meggie—o…!

Basta acarició con el pulgar la hoja de su navaja.

—¿O qué?

Meggie buscó, desesperada, las palabras adecuadas. ¿Qué debía responder? ¿Qué?

—O… o también morirá Capricornio —balbució—. ¡Sí! Justo! Todos vosotros moriréis, tú, y Nariz Chata, y Capricornio… ¡Si matas al viejo, moriréis todos, porque él os ha creado!

Basta esbozó una mueca burlona, pero apartó la navaja. Y durante un instante Meggie creyó descubrir en sus ojos algo parecido al miedo.

Fenoglio lo miró, aliviado.

Basta retrocedió, observó con detenimiento la hoja de su navaja como si hubiera descubierto alguna mancha, y la frotó con el pico de su americana negra.

—¡No creo una sola palabra, que os quede claro! —exclamó—. La historia es tan disparatada que a lo mejor también le gusta escucharla a Capricornio. Por eso —lanzó una última mirada a la navaja reluciente, la cerró y volvió a metérsela en el cinto— nno sólo nos llevaremos el libro y a la niña, sino también a ti, viejo.

Meggie oyó resoplar a Fenoglio y le entró tal miedo que sintió que se le paralizaba el corazón. Basta pensaba llevársela. «¡No! —se dijo—. De ninguna manera.»

—¿Llevar? ¿Adónde? —preguntó Fenoglio.

—Que te lo cuente la niña —Basta señaló con una mueca de burla hacia Meggie—. Ella y su padre ya han tenido el honor de ser nuestros invitados. Alojamiento, comida, todo incluido.

—¡Pero eso es una locura! —exclamó Fenoglio—. ¡Creía que lo importante era el libro!

—Pues te has equivocado. Nosotros ni siquiera sabíamos que quedaba uno. Sólo teníamos que llevar de vuelta a Lengua de Brujo. A Capricornio no le gusta que sus invitados se vayan sin despedirse, y Lengua de Brujo es un invitado muy especial, ¿verdad, tesoro? —Basta guiñó un ojo a Meggie—. Pero no está aquí y yo tengo cosas mejores que hacer que esperarlo. En consecuencia, me llevaré a su hija y de ese modo él nos seguirá por propia voluntad aunque sea a trompicones. —Basta se acercó a Meggie y le colocó el pelo detrás de las orejas—. ¿A que es un señuelo precioso? — preguntó—. Créeme, viejo, con la pequeña en nuestro poder, tenemos a su padre agarrado por el aro de la nariz como a un oso de feria.

Meggie apartó su mano de un manotazo. Temblaba de rabia.

—¡No vuelvas a hacerlo! —le susurró Basta al oído.

Meggie se alegró de que en ese momento Nariz Chata bajase con estrépito por la escalera. Apareció sin aliento en la puerta de la cocina con un montón de libros debajo del brazo.

—¡Toma! —exclamó mientras los descargaba encima de la mesa—. Todos empiezan con ese medio círculo, y después viene siempre el redondel. Tal como tú lo dibujaste.

Colocó un papel pringoso junto a los libros. Sobre él estaban garabateadas una C desmañada y una O. Las letras parecían haber sido trazadas por una mano que se había tenido que esforzar mucho porque no sabía escribir.

Basta extendió los libros sobre la mesa y los separó con la navaja.

—Falsos —dijo empujando dos hacia el borde de la mesa hasta que aterrizaron en el suelo con las páginas dobladas—. Y éstos también. —Otros dos fueron a parar al suelo, y finalmente Basta también empujó los restantes fuera de la mesa—. ¿Estás completamente seguro de que no queda ninguno? —preguntó a Nariz Chata.

—¡Sí!

—Ay de ti si te equivocas. Créeme, no seré yo quien se busque problemas, sino tú.

Nariz Chata lanzó una mirada inquieta a los libros caídos a sus pies.

—Ah, sí, otro pequeño cambio: ¡también nos llevamos a éste! —Basta señaló con su navaja a Fenoglio—. Para que le cuente al jefe sus bonitas historias. Créeme, son muy interesantes. Y por si acaso guarda algún libro escondido, en casa tendremos tiempo de sobra para preguntárselo. Tú no pierdas de vista al viejo, yo vigilaré a la pequeña.

Nariz Chata asintió y tiró de Fenoglio, levantándolo de su silla. Basta agarró a Meggie por el brazo. Volver con Capricornio… Mientras Basta la arrastraba hacia la puerta de la cocina de Fenoglio, se mordió los labios para no echarse a llorar. No. Basta no la vería derramar ni una sola lágrima, no le daría ese gusto. «¡Al menos no han cogido a Mo!», pensó. Y de repente la asaltó otro pensamiento: ¿qué sucedería si se cruzase con ellos antes de abandonar el pueblo? ¿Qué pasaría si saliera a su encuentro en compañía de Elinor?

De pronto le entró muchísima prisa por marcharse, pero Nariz Chata se había detenido en la puerta abierta.

—¿Qué hacemos con la cría y con el llorón del armario? —inquirió.

El lloroso Pippo enmudeció y Fenoglio se quedó más blanco que la camisa de Basta.

—Bueno, viejo, ¿qué crees que voy a hacer con esos dos? —le preguntó Basta sarcástico—. No te será difícil adivinarlo, ya que presumes de saberlo todo sobre mí.

Fenoglio no lograba proferir palabra. Seguramente le pasaban por la cabeza todas las atrocidades que había inventado para su personaje.

Durante unos exquisitos minutos, Basta disfrutó del pavor que se reflejó en su rostro; luego se giró hacia Nariz Chata.

—Los niños se quedan aquí —le advirtió—. Con una mocosa es suficiente.

Fenoglio recuperó la voz a duras penas.

—¡Paula, marchaos a casa! —gritó mientras Nariz Chata lo obligaba a caminar por el pasillo—. ¿Me oís? ¡Marchaos a casa ahora mismo! Decidle a vuestra madre que estaré de viaje un par de días. ¿Entendido?

—Pasaremos de nuevo por tu casa —ordenó Basta en cuanto salieron a la calle—. He olvidado dejar a tu padre una nota. Al fin y al cabo tiene que saber dónde estás, ¿no te parece?

«¿Qué nota será ésa, si tú casi no sabes escribir bien dos letras seguidas?», pensó Meggie, pero evidentemente no lo dijo. Durante todo el trayecto la aterrorizó que pudieran encontrarse con Mo. Pero cuando llegaron a la puerta de casa, solamente una anciana bajaba por la callejuela.

—¡Una sola palabra y doy media vuelta y les retuerzo el pescuezo a los dos niños! —susurró Basta a Fenoglio cuando la mujer aminoró el paso.

—Hola, Rosalía —saludó Fenoglio con voz ronca—. Ya he encontrado otros inquilinos para mi casa, ¿qué te parece?

La desconfianza desapareció del rostro de Rosalía, y unos instantes después desapareció al final del callejón. Meggie abrió la puerta y dejó entrar por segunda vez a Basta y a Nariz Chata a la casa donde ella y Mo se habían sentido tan seguros.

En el pasillo recordó al gato gris. Escudriñó a su alrededor buscándolo, preocupada, pero no logró descubrirlo por ninguna parte.

—También tiene que salir el gato —dijo cuando se adentraron en el dormitorio—. De lo contrario se morirá de hambre.

Basta abrió la ventana.

—Ahora saldrá —anunció.

Nariz Chata soltó un resoplido desdeñoso, pero esta vez no hizo el menor comentario sobre las supersticiones de Basta.

—¿Puedo coger algo que ponerme? — preguntó Meggie.

Nariz Chata se limitó a soltar un gruñido. Fenoglio bajó los ojos mirándose con aire desdichado.

—Yo también necesitaría algo que ponerme —dijo, pero nadie le prestó atención.

Basta estaba ocupado dejando su nota. Con sumo cuidado, la punta de la lengua entre los dientes, grabó con la navaja su nombre en el armario. BASTA. Mo entendería de sobra el aviso.

Meggie guardó a toda prisa unas cuantas prendas en su mochila. Se dejó puesto el jersey de Mo. Cuando quiso meter los libros de Elinor entre la ropa, Basta se los arrebató de las manos con un gesto brusco.

—¡Éstos se quedan aquí! —vociferó.

No se toparon con Mo mientras se dirigían al coche de Basta. Ni tampoco durante el resto de aquel trayecto interminable.

EN LAS ALFOMBRADAS COLINAS

—Déjalo en paz —aconsejó Merlín—. A lo mejor no quiere hacerse amigo tuyo hasta que te conozca mejor. Con los búhos no da resultado la arrogancia.

T. H. White
,
Camelot

Dedo Polvoriento contempló el pueblo de Capricornio. Parecía al alcance de la mano. El cielo se reflejaba en algunas ventanas y en uno de los tejados uno de los chaquetas negras cambiaba un par de tejas rotas. Dedo Polvoriento lo vio limpiarse el sudor de la frente. Esos cretinos no se quitaban las chaquetas ni siquiera con ese calor. Por lo visto, sin su uniforme negro tenían miedo de desmoronarse. En fin, tampoco las cornejas se quitaban las plumas al sol, y ¿qué eran ellos sino una bandada de cornejas, de ladrones, de carroñeros, que hundían, complacidos, sus picos afilados en la carne muerta?

En un principio al chico le inquietó lo cerca que estaba del pueblo el escondite elegido por Dedo Polvoriento, pero éste le había explicado por qué en ningún paraje de las colinas circundantes estaban más seguros que allí. Los muros carbonizados apenas se vislumbraban ya. La lechetrezna, la retama y el tomillo silvestre se habían aferrado a las piedras ennegrecidas por el hollín, ocultando con sus ramas verdes el dolor y la desgracia. Los secuaces de Capricornio habían incendiado la casa poco después de haber tomado posesión del pueblo abandonado. La anciana que vivía en ella se había negado a marcharse, pero Capricornio no toleraba ojos curiosos tan cerca de su nueva guarida. Así que había soltado a sus cornejas, a los hombres negros, y éstos habían prendido fuego al gallinero y a la casa, que se componía de una única habitación. Tras pisotear los bancales plantados con esfuerzo, le habían pegado un tiro al burro, que era casi tan viejo como su dueña. Habían llegado al amparo de la oscuridad, como siempre. La luna alumbraba con especial claridad aquella noche, según refirió a Dedo Polvoriento una de las criadas de Capricornio. La anciana salió tropezando de la casa, llorando y chillando. Después los maldijo a todos ellos, pero mientras lo hacía sólo miraba a uno, a Basta, que se había mantenido algo apartado porque le tenía pánico al fuego, con su camisa inmaculada a la luz de la luna. Quizá sospechaba que ocultaba una cierta inocencia o un buen corazón. Obedeciendo a una indicación de Basta, Nariz Chata le había tapado la boca mientras los otros reían… y de repente cayó muerta. Yació sin vida entre sus bancales pisoteados, y desde aquel día a ningún lugar de las colinas temía tanto Basta como a aquellos muros carbonizados que asomaban por encima de la lechetrezna. Cierto, no había un lugar mejor para observar el pueblo de Capricornio.

Dedo Polvoriento solía sentarse en una de las encinas que en el pasado quizás habían proporcionado sombra a la anciana cuando se sentaba delante de su casa. Las ramas lo protegían de cualquier mirada curiosa que se perdiera ladera arriba. Hora tras hora se acurrucaba allí, inmóvil, para observar con los prismáticos el aparcamiento y las casas. Había ordenado a Farid que permaneciera siempre un poco más lejos, en la hondonada situada detrás de la casa. El chico había obedecido a regañadientes. Le gustaba pegarse como una lapa a los talones de Dedo Polvoriento. La casa quemada le resultaba inquietante.

«Seguro que su espíritu sigue aquí —solía repetir—, el de la vieja, quiero decir. ¿Qué pasaría si era una bruja?»

Dedo Polvoriento, sin embargo, se limitaba a reírse de él. En este mundo no había espíritus. Al menos no se dejaban ver. La hondonada estaba tan protegida que la noche anterior se había arriesgado incluso a encender una hoguera. El chico había cazado un conejo; colocaba los lazos con habilidad y era más despiadado que Dedo Polvoriento. Cuando éste cazaba un conejo no se acercaba hasta estar seguro de que el pobre animal había dejado de patalear. Farid desconocía esa compasión. Quizás había pasado hambre con demasiada frecuencia.

Con qué admiración contemplaba a Dedo Polvoriento cuando encendía fuego con un par de delgadas ramitas. El muchacho ya se había quemado todos los dedos jugueteando con las llamas. El fuego había mordido su nariz y sus labios, y a pesar de todo Dedo Polvoriento siempre lo sorprendía fabricando antorchas con algodón y ramitas, o jugando con las cerillas. En una ocasión había incendiado la hierba seca, y Dedo Polvoriento lo agarró y lo sacudió como a un perro desobediente hasta que al muchacho se le saltaron las lágrimas.

—¡Escúchame, porque no volveré a repetírtelo! ¡El fuego es un animal peligroso! — gritó enfadado—. No es tu amigo. Si lo tratas mal te matará y con el humo te delatará a tus enemigos.

—¡Pero es tu amigo! —balbució el chico con un deje de obstinación en la voz.

—¡Bobadas! Lo que ocurre es que tengo cuidado. ¡Yo presto atención al viento! Te lo he repetido cientos de veces: no enciendas fuego cuando haga viento. Y ahora, lárgate a buscar a
Gwin.

—Digas lo que digas, ¡es tu amigo! —murmuró el chico antes de marcharse—. En cualquier caso te obedece más que la marta.

En eso tenía razón. Lo que no significaba gran cosa, porque una marta sólo se obedece a sí misma, y tampoco el fuego obedecía a Dedo Polvoriento en este mundo ni la mitad de bien que en el otro. Allí las llamas adoptaban la forma de flores cuando él quería. Se ramificaban como árboles en medio de la noche y proyectaban sobre él una lluvia de chispas. Gritaban y susurraban con voz crepitante, y bailaban con él. Aquí las llamas eran dóciles y testarudas al mismo tiempo, unos animales taciturnos y extraños que de vez en cuando mordían la mano que les daba de comer. A veces, en las noches frías, cuando el fuego era lo único que ahuyentaba la soledad, creía oír sus cuchicheos, pero no entendía sus palabras.

A pesar de todo, el muchacho seguramente tenía razón. El fuego era su amigo, pero también tenía la culpa de que Capricornio hubiera mandado que lo condujeran a su presencia en su otra vida.

«Enséñame a jugar con el fuego», le había dicho después de que sus hombres arrastrasen hasta él a Dedo Polvoriento, y éste había obedecido.

Hoy aún lamentaba lo que le había enseñado, pues a Capricornio le gustaba soltar las riendas al fuego y no volver a refrenarlo hasta que se había hartado de engullir cosechas, establos, casas, todo lo que no pudiera escapar con bastante rapidez.

—¿Aún sigue ausente? —Farid se apoyaba en la corteza rugosa del árbol.

El chico era sigiloso como una serpiente. Dedo Polvoriento aún se sobresaltaba cada vez que aparecía tan de improviso.

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