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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Corazón de Tinta (15 page)

Desde el momento en que Dedo Polvoriento le había hablado de Capricornio, Meggie se había imaginado cientos de veces su rostro: en el trayecto a casa de Elinor, cuando Mo todavía se sentaba a su lado; en la cama gigantesca, y finalmente también durante el viaje hasta allí. Había intentado imaginárselo cien veces, qué digo, mil, invocando para ello la ayuda de todos los personajes malvados que había encontrado en sus lecturas: Hook, de nariz torcida y flaco; Long John Silver, siempre con una sonrisa taimada en los labios; el indio Joe con su cuchillo y su grasiento pelo negro, con quien se había topado en tantas pesadillas…

Sin embargo, Capricornio era completamente distinto.

Meggie desistió enseguida de contar las puertas que atravesaron antes de que Basta se detuviera al fin ante una de ellas. Pero sí contó a los hombres vestidos de negro. Eran cuatro y permanecían quietos en los pasillos con cara de aburrimiento. Cada uno tenía a su lado una escopeta apoyada en la pared enfoscada de blanco. Ataviados con aquellos estrechos trajes negros parecían grajos. Sólo Basta llevaba camisa blanca, de la blancura del jazmín, como había asegurado Dedo Polvoriento, y en el cuello de su chaqueta lucía una flor roja, a modo de advertencia.

La bata de Capricornio también era roja. Cuando Basta entró con los tres visitantes nocturnos estaba sentado en un sillón, y ante él se arrodillaba una mujer que le cortaba las uñas de los pies. El sillón aparentaba ser demasiado pequeño para él. Capricornio era un hombre alto y enjuto, parecía como si hubieran tensado su piel sobre los huesos. Su tez era pálida como el papel, y llevaba el pelo cortado a cepillo. Meggie no habría acertado a decir si era gris o rubio claro.

Cuando Basta abrió la puerta, alzó la cabeza. Sus ojos eran casi tan pálidos como su piel, incoloros y claros como monedas de plata. La mujer que estaba a sus pies también levantó brevemente la cabeza cuando entraron, pero después volvió a concentrarse en su trabajo.

—Perdonad, pero la ansiada visita ha llegado —informó Basta—. Pensé que querríais hablar enseguida con ellos.

Capricornio se reclinó en el sillón y lanzó una fugaz ojeada a Dedo Polvoriento. A continuación, fijó sus ojos inexpresivos en Meggie. La niña, sin querer, estrechó aún más fuerte contra su pecho la bolsa de plástico. Capricornio clavó sus ojos en la bolsa como si conociese su contenido. Hizo una seña a la mujer que estaba a sus pies. Ella se incorporó de mala gana y mientras alisaba su vestido negro como el carbón lanzó una mirada poco amistosa a Elinor y a Meggie. Con su pelo gris recogido en un austero moño y la nariz puntiaguda que desentonaba en su rostro arrugado parecía una urraca vieja. Tras inclinar la cabeza ante Capricornio, abandonó la habitación. Era una estancia grande. No contenía muchos muebles, sólo una mesa larga con ocho sillas, un armario y un pesado aparador. No había una sola lámpara en todo el cuarto, sólo velas, docenas de velas en pesados candelabros de plata. A Meggie le parecía que, en lugar de iluminar la estancia, la llenaban de sombras.

—¿Dónde está? —preguntó Capricornio. Sin querer, Meggie retrocedió un paso cuando él empujó el sillón hacia atrás—. No me digáis que esta vez sólo me habéis traído a la chica —su voz impresionaba más que su rostro. Era dura y tenebrosa y Meggie la odió desde que pronunció la primera palabra.

—Ella lo ha traído. Está en la bolsa —Dedo Polvoriento contestó antes que Meggie. Mientras hablaba, sus ojos vagaban inquietos de una vela a otra, como si sus llamas danzarinas fueran lo único que le interesase—. Su padre de hecho ignoraba que tenía el libro equivocado. Esa a la que llama su amiga —Dedo Polvoriento señaló a Elinor— lo cambió sin que él lo supiera. Creo que ella se alimenta de letras. Toda su casa está abarrotada de libros. Ella los prefiere claramente a la compañía de las personas. — Las palabras brotaban a raudales de la boca de Dedo Polvoriento, como si tuviera prisa por librarse de ellas—. Me resultó insoportable desde el principio, pero ya conocéis a nuestro amigo Lengua de Brujo. El siempre piensa bien de la gente. Confiaría hasta en el mismo diablo en persona si le sonriera con amabilidad.

Meggie se volvió hacia Elinor, que parecía haberse tragado la lengua. Llevaba escritos con toda claridad en la frente sus remordimientos de conciencia.

Capricornio respondió con un leve gesto de asentimiento a las explicaciones de Dedo Polvoriento. Tras ceñirse con más fuerza el cinturón de la bata, cruzó los brazos a la espalda y se aproximó despacio a Meggie. Esta se esforzó con toda su alma por no retroceder, por mirar fijamente y sin temor esos ojos incoloros, pero el miedo le hacía un nudo en la garganta. ¡Menuda cobarde estaba hecha! Intentó acordarse de alguno de los héroes de sus libros con el que pudiera identificarse para sentirse más fuerte, más grande, más temeraria. ¿Por qué mientras la observaba Capricornio sólo se le ocurrían historias de terror? Con lo fácil que le solía resultar desaparecer en otros lugares, deslizarse en animales y personas que sólo existían sobre el papel… ¿Por qué no ahora? Porque tenía miedo. «Y es que el miedo lo mata todo —le había dicho su padre en cierta ocasión—, la inteligencia, el corazón y, en cualquier caso, la fantasía.»

Mo… ¿Dónde estaba? Meggie se mordió los labios para que no le temblasen, pero sabía que llevaba prendido el miedo en los ojos y que Capricornio lo percibía. Deseó tener un corazón de hielo y sonreír en lugar de temblar como una niña a la que le habían robado el padre.

Capricornio se encontraba justo delante de ella, observándola con atención. Nunca la habían mirado así. Se sentía como una mosca pegada en una de esas tiras aceitosas, esperando que la maten de un golpe.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó Capricornio a Dedo Polvoriento, como si creyera a la niña incapaz de responder por sí misma.

—¡Doce! —contestó ella en voz alta. No le resultó fácil hablar con los labios temblorosos—. Tengo doce años. Y ahora quiero saber dónde está mi padre.

Capricornio hizo caso omiso de la última frase.

—¿Doce? —repitió con una voz tenebrosa que se colaba en los oídos de Meggie—. Dos o tres años más y será una cosita útil y bonita. Aunque habría que alimentarla mejor.

Apretó su brazo con sus largos dedos. Llevaba anillos de oro, nada menos que tres en una mano. Meggie intentó soltarse, pero Capricornio la sujetaba mientras la examinaba con sus ojos pálidos. Como a un pez. Un pobre pez retorciéndose.

—¡Deje en paz a la niña!

Por primera vez Meggie se alegró de que la voz de Elinor sonase tan ruda. De hecho, Capricornio soltó su brazo.

Elinor se situó detrás de ella con gesto protector y le puso las manos encima de los hombros.

—No sé lo que está ocurriendo aquí —le espetó con aspereza a Capricornio—. No sé quién es usted ni a qué se dedican todos esos hombres armados con escopetas en este pueblo dejado de la mano de Dios, y tampoco me interesa. Estoy aquí para que esta niña recupere a su padre. Le entregaremos el libro que tanto le interesa… aunque me duela en el alma. Lo tendrá en cuanto el padre de Meggie esté sentado en mi coche. Y si por alguna razón deseara quedarse aquí, tendremos que oírlo de sus propios labios.

Capricornio le dio la espalda sin pronunciar palabra.

—¿Por qué has traído a la mujer? —preguntó a Dedo Polvoriento—. La niña y el libro, ésas fueron mis órdenes. ¿Qué diablos voy a hacer con la mujer?

Meggie miró a Dedo Polvoriento. Las palabras resonaban como un eco en su cabeza, una y otra vez. «La niña y el libro, ésas fueron, mis órdenes.» Meggie intentó mirar a los ojos a Dedo Polvoriento, pero él rehuía su mirada como si quemase. Le dolía sentirse tan tonta. Tan terriblemente tonta.

Dedo Polvoriento se sentó en el borde de la mesa y apagó con los dedos una de las velas encendidas con desesperante lentitud, como si esperase el dolor, el pequeño mordisco de la llama.

—Ya se lo expliqué a Basta: no conseguimos disuadir a la querida Elinor de que se quedase —informó—. Se negaba a permitir que la niña viajase sola conmigo, y el libro sólo lo soltó muy, pero que muy a disgusto.

—¿Y qué? ¿Acaso no tenía razón? —La voz de Elinor se volvió tan estridente que Meggie dio un respingo—. ¡Escucha, Meggie, a este comecerillas de lengua viperina! Tendría que haber llamado a la policía cuando reapareció. Sólo fue por el libro, sólo por eso.

«Y por mí —pensó Meggie—. La niña y el libro.»

Dedo Polvoriento parecía dedicar todas sus energías a quitarse un hilo de la manga de su abrigo. Pero sus manos, por lo general tan hábiles, temblaban.

—¡Y usted! —Elinor apuntó con el índice al pecho de Capricornio.

Basta dio un paso adelante, pero Capricornio lo detuvo con un ademán.

—La verdad es que tratándose de libros he visto de todo. A mí misma me han robado algún que otro ejemplar, y no puedo afirmar que todos los de mis estantes hayan llegado allí por caminos legales… Quizá conozca usted el dicho «todos los bibliófilos son buitres y depredadores», pero, a decir verdad, usted parece el más loco de todos. Me asombra no haber oído nunca hablar de usted. ¿Dónde está su colección? —recorrió con la vista la enorme estancia—. No veo ni un solo libro.

Capricornio hundió las manos en los bolsillos de su bata y le hizo una seña a Basta.

Antes de que Meggie supiera cómo, le arrancó de las manos la bolsa de plástico. Tras abrirla, atisbo en su interior con desconfianza, como si sospechara que pudiera contener una serpiente o cualquier otra cosa peligrosa, y luego sacó el libro.

Capricornio lo cogió. Meggie no pudo distinguir en su rostro ni un ápice de la ternura con la que Elinor o su padre contemplaban un libro. No, el rostro de Capricornio únicamente dejaba traslucir repugnancia… y alivio.

—¿Estas dos no saben nada? —inquirió Capricornio abriendo el libro: lo hojeó… y volvió a cerrarlo de golpe.

Era el auténtico, Meggie lo notó en su expresión. Era justo el libro que buscaba.

—No, ellas no saben nada. La niña, tampoco. —Dedo Polvoriento miraba con denuedo por la ventana, como si hubiera algo que ver aparte de la noche, negra como ala de cuervo—. Su padre no le ha contado una palabra. Así que ¿por qué iba a hacerlo yo?

Capricornio asintió.

—¡Llevaos a las dos atrás! —ordenó a Basta, que continuaba a su lado con la bolsa vacía en la mano.

—¿Qué significa esto? —empezó a decir Elinor, pero Basta ya las arrastraba a ambas consigo.

—Significa que os voy a encerrar en una de nuestras jaulas para pasar la noche, lindos pajaritos.

—¿Dónde está mi padre? —gritó Meggie; su propia voz sonó estridente en sus oídos—. ¡Ya tiene el libro en su poder! ¿Qué más quiere de él?

Capricornio caminó despacio hacia la vela que había apagado Dedo Polvoriento, acarició la mecha con el índice y se contempló el hollín de la yema del dedo.

—¿Que qué quiero de tu padre? —dijo sin volverse hacia Meggie—. Mantenerlo aquí, ¿qué otra cosa si no? Tú pareces desconocer su extraordinario poder. Hasta ahora se ha negado a ponerlo a mi servicio por mucho que Basta intentó convencerle de que lo hiciera. Pero ahora, una vez que Dedo Polvoriento te ha traído hasta aquí, hará todo lo que le exija. Estoy seguro.

Cuando Basta alargó las manos para cogerla, Meggie intentó apartarlas de un empujón, pero él la agarró por el cuello igual que a una gallina a la que quisiera retorcer el pescuezo. Elinor intentó acudir en su ayuda, pero él apuntó con indiferencia el cañón de su escopeta contra su pecho y empujó a la niña hacia la puerta.

Al girarse, vio que Dedo Polvoriento seguía apoyado en la enorme mesa. El la miró, pero esta vez no sonreía. «¡Perdona! —parecían decir sus ojos—. Tuve que hacerlo. ¡Ya te lo explicaré todo!»

Pero Meggie se negaba a entender. Y menos aún a perdonar.

—¡Espero que te mueras! —gritó mientras Basta la arrastraba fuera de la habitación—. ¡Espero que te quemes! ¡Espero que te ahogues con tu propio fuego!

Basta rió mientras cerraba la puerta.

—¡Hay que ver cómo habla esta gatita! —exclamó—. Creo que debo mantenerme en guardia contigo.

FELICIDAD Y DESDICHA

Era en mitad de la noche; Bingo no podía dormir. El suelo era duro, pero estaba acostumbrado a eso. Su manta estaba sucia y desprendía un olor hediondo, pero también estaba acostumbrado a eso. Una canción le rondaba por la cabeza, y no podía ahuyentarla de su mente. Era la canción de triunfo de los Wendel.

Michael de Larrabeiti
,
Los Borribles,
tomo 2:
«En el laberinto de los Wendel»

Las jaulas, como las había denominado Basta, que Capricornio ponía a disposición de sus invitados poco gratos estaban situadas detrás de la iglesia, en una plaza asfaltada en la que había contenedores de basura y bidones junto a montañas de escombros. Un ligero olor a gasolina se cernía en el aire, y las mismas luciérnagas que revoloteaban sin rumbo en la noche parecían no saber qué las había llevado hasta ese lugar. Más allá de los contenedores y de los escombros se alzaba una hilera de casas medio derruidas. Las ventanas eran simples agujeros en los muros grisáceos. Unos cuantos postigos podridos pendían tan torcidos de sus goznes que daba la impresión de que la próxima ráfaga de aire los arrancaría de cuajo. Sólo las puertas de la planta baja habían recibido, poco tiempo atrás, era obvio, una mano de pintura de un marrón sucio, sobre el que habían garabateado un número con torpeza, como si fuese obra de un niño. La última puerta, según Meggie pudo comprobar en la oscuridad, ostentaba el número siete.

Basta obligó a Elinor y a ella a dirigirse a la número cuatro. Por un momento, Meggie respiró aliviada al comprobar que no era una jaula de verdad, a pesar de que la puerta en el muro carente de ventanas no parecía precisamente acogedora.

—¡Todo esto es ridículo! —despotricaba Elinor mientras Basta abría con la llave y corría el cerrojo de la puerta.

Basta se había traído refuerzos de la casa, un chico enjuto que vestía el mismo traje negro que los hombres adultos del pueblo de Capricornio y que blandía, a todas luces con agrado, su escopeta con aire amenazador contra el pecho de Elinor cada vez que ésta abría la boca. Ese gesto, sin embargo, no la hacía callar.

—¿A qué os dedicáis aquí? —refunfuñó sin apartar la vista del cañón del arma—. He oído decir que estas montañas han sido siempre un paraíso para los bandidos, ¡pero vivimos en el siglo XXI, hombre! Nadie empuja a las visitas con una escopeta, y mucho menos un jovenzuelo como éste…

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