—¿Lo veis? —exclamó Elinor cruzando las manos sobre el volante—. Nos hemos equivocado. ¡Ya lo decía yo!
—De eso, nada.
Dedo Polvoriento apartó a
Gwin
de su hombro y se apeó. Mientras se dirigía despacio hacia la valla, acechó en torno suyo. Luego la arrastró hasta la cuneta.
Meggie casi no pudo contener la risa al ver la expresión estupefacta de Elinor.
—¿Pero es que se ha vuelto loco de remate ese tipo? —susurró—. No creerá que con esta oscuridad voy a bajar por una carretera cerrada al tráfico.
A pesar de todo, cuando Dedo Polvoriento, impaciente, le hizo una seña para que siguiera, puso el motor en marcha. En cuanto pasó a su lado, volvió a arrastrar la valla hasta la carretera.
—¡No me mire así! —exclamó mientras subía de nuevo al coche—. Esa valla siempre está ahí. Capricornio la mandó poner para ahuyentar a los visitantes indeseados. Pocas veces se atreve alguien a venir hasta aquí. La mayoría de la gente se mantiene lejos por las historias que corren sobre el pueblo de Capricornio, pero…
—¿Qué historias? —lo interrumpió Meggie a pesar de que en realidad no deseaba escucharlas.
—Historias terroríficas —respondió Dedo Polvoriento—. Las gentes de aquí son supersticiosas, como en todas partes. La historia más popular afirma que detrás de esa colina de allí mora el diablo en persona.
Meggie se enfadó consigo misma, pero no logró apartar la vista de la oscura cumbre de la colina.
—Mo dice que el diablo lo inventaron los seres humanos —adujo la niña.
—Bueno, es posible. —Dedo Polvoriento volvió a exhibir en sus labios su enigmática sonrisa—. Pero tú querías saber lo que se cuenta. Se dice que a los hombres que viven en ese pueblo no pueden matarlos las balas, que son capaces de atravesar las paredes y que cada noche de luna nueva cogen a tres chicos a los que Capricornio les enseña a robar, saquear y asesinar.
—¡Cielos! ¿Pero quién se ha inventado todo eso, la gente de la región o el propio Capricornio? —Elinor se inclinaba mucho sobre el volante. La carretera estaba llena de baches y tenía que circular muy despacio para que el coche no se quedase atascado.
—Ambos. —Dedo Polvoriento se reclinó en el asiento y dejó que
Gwin
le mordisqueara los dedos—. Capricornio premia a todo aquel que urda una nueva historia. El único que nunca participa en ese juego es Basta, pues es tan supersticioso que se aparta de los gatos negros.
Basta. Meggie recordaba ese nombre, pero Dedo Polvoriento continuó hablando antes de que pudiera preguntar. La narración parecía divertirle.
—¡Ah, sí! ¡Se me olvidaba! Por supuesto, todos los que viven en el pueblo maldito echan el mal de ojo, incluso las mujeres.
—¿El mal de ojo? —Meggie lo miró.
—Sí. Con una simple mirada suya caes enfermo de muerte. Y antes de los tres días estiras la pata.
—¿Y quién se cree semejante estupidez? —murmuró Meggie volviendo a mirar hacia delante.
—Los pazguatos.
Elinor volvió a pisar el freno. El coche derrapó sobre la grava. Ante ellos apareció el puente del que había hablado Dedo Polvoriento. Las piedras grises brillaban pálidas a la luz de los faros, y el abismo que se abría debajo parecía no tener fin.
—¡Siga, siga! —dijo con tono impaciente Dedo Polvoriento—. Aunque no lo crea, aguantará.
—Parece como si lo hubieran construido los antiguos romanos —gruñó Elinor—. Y además para burros, no para coches.
Pero a pesar de todo siguió adelante. Meggie cerró los ojos y no volvió a abrirlos hasta que oyó de nuevo rechinar la grava de la carretera bajo las ruedas.
—Capricornio estima mucho este puente —comentó Dedo Polvoriento en voz baja—. Un solo hombre bien armado basta para hacerlo infranqueable. Pero por fortuna no todas las noches monta guardia aquí un centinela.
—Dedo Polvoriento… —Meggie se volvió vacilante hacia él mientras el coche de Elinor se martirizaba subiendo las últimas colinas—. ¿Qué responderemos cuando nos pregunten cómo hemos encontrado el pueblo? Seguro que no será bueno que Capricornio se entere de que nos lo has contado tú, ¿verdad?
—Pues no, en eso tienes razón —murmuró Dedo Polvoriento sin mirar a la niña—. Aunque al fin y al cabo le traemos el libro.
Agarró a
Gwin,
que trepaba por el respaldo del asiento trasero, de modo que no pudiera soltarle un mordisco y atrajo el animal hasta la mochila con un trozo de pan. Desde que había oscurecido, la marta se mostraba inquieta. Ansiaba salir de caza.
Habían llegado a la cresta de la colina. A su alrededor el mundo había desaparecido, tragado por la noche, pero no muy lejos, en medio de la oscuridad, se dibujaban un par de pálidos cuadrados. Ventanas iluminadas.
—Ahí está —dijo Dedo Polvoriento—. El pueblo de Capricornio. O, si lo preferís, el pueblo del diablo —añadió con una risita.
Elinor se volvió enfadada hacia él.
—¡Déjelo ya! —le ordenó con rudeza—. Veo que esas historias le encantan. Quién sabe, a lo mejor las ha inventado usted mismo y el tal Capricornio no es más que un coleccionista de libros un tanto extravagante.
Dedo Polvoriento, en lugar de responder, se limitó a mirar por la ventanilla con esa enigmática sonrisa que a Meggie le habría gustado borrar de su boca en algunas ocasiones. También en ésta parecía significar una sola cosa: «¡Qué tontas sois!».
Elinor apagó el motor. El silencio que los rodeó a continuación era tan absoluto que Meggie apenas se atrevía a respirar. Miró hacia abajo, a las ventanas iluminadas. Siempre había juzgado acogedoras las ventanas claras en medio de la noche, pero éstas parecían más amenazadoras que la oscuridad que los envolvía.
—¿Y ese pueblo tiene también habitantes normales? —preguntó Elinor—. Abuelitas inofensivas, niños, hombres que no tengan nada que ver con Capricornio…
—No, Capricornio y sus secuaces son sus únicos habitantes —musitó Dedo Polvoriento—, y las mujeres que se encargan de cocinar para ellos, de limpiar y de cualquier otra cosa que surja.
—De cualquier otra cosa que surja… ¡Maravilloso! —Elinor soltó un resoplido de aversión—. El tal Capricornio me resulta cada vez más antipático. En fin, acabemos cuanto antes. Quiero regresar a mi casa, con mis libros, con una iluminación como es debido y una buena taza de café.
—¿De veras? Creía que añoraba usted la aventura.
«Si
Gwin
pudiera hablar —pensó Meggie—, tendría la misma voz que Dedo Polvoriento.»
—Yo prefiero que luzca el sol —le replicó Elinor con acritud—. Cielo santo, cómo odio esta oscuridad, pero si nos quedamos aquí sentados hasta el amanecer, mis libros estarán mohosos antes de que Mortimer pueda ocuparse de ellos. Meggie, ve atrás y trae la bolsa. Ya sabes.
La niña asintió. Se disponía a abrir la puerta cuando una luz intensa la deslumbró. Delante de la puerta del conductor, alguien cuyo rostro no se distinguía iluminaba el coche con una linterna de bolsillo. Acto seguido golpeó con ella rudamente el parabrisas.
Elinor, asustada, dio tal respingo que se golpeó la rodilla contra el volante, pero recuperó enseguida la presencia de ánimo. Maldiciendo, se frotó la pierna dolorida y abrió su ventanilla.
—¿Qué significa esto? —increpó al desconocido—. ¿A qué viene darnos este susto de muerte? Es muy fácil que te atropellen si te dedicas a deambular de noche por ahí como un ladrón.
Por toda respuesta, el desconocido introdujo por la ventanilla abierta el cañón de una escopeta.
—¡Esto es una propiedad privada! —masculló. Meggie creyó reconocer la voz de gato que había escuchado en la biblioteca de Elinor—. Y es muy fácil que te peguen un tiro si te dedicas a deambular de noche por una propiedad privada.
—Puedo explicarlo —Dedo Polvoriento se inclinó sobre el hombro de Elinor.
—¡Caramba, a quién tenemos aquí! ¡Dedo Polvoriento! —el desconocido retiró el cañón de la escopeta—. ¿Por qué te has presentado aquí en plena noche?
Elinor se volvió y lanzó a Dedo Polvoriento una mirada de recelo.
—Ignoraba que tuviera usted tanta confianza con estos supuestos diablos —afirmó.
Dedo Polvoriento, sin embargo, ya había descendido del coche. A Meggie también le extrañaba la familiaridad con la que cuchicheaban ambos hombres. Recordaba todavía muy bien lo que Dedo Polvoriento le había contado sobre los hombres de Capricornio. ¿Cómo podía hablar así con uno de ellos? Por más que Meggie aguzaba los oídos, no entendía una palabra de lo que ambos decían. Tan sólo captó una cosa: Dedo Polvoriento llamaba Basta al desconocido.
—Esto no me gusta —susurró Elinor—. Fíjate en esos dos. Están charlando como si nuestro amigo comecerillas entrara y saliera de aquí como Pedro por su casa.
—Seguramente sabe que no le harán nada porque traemos el libro —musitó Meggie sin quitar los ojos de encima a ambos hombres.
El desconocido traía consigo dos perros pastores. Los canes olfateaban las manos de Dedo Polvoriento y le daban empellones con el hocico en el costado mientras movían el rabo.
—¿Lo ves? —siseó Elinor—. Hasta los malditos perros lo tratan como si fuera un viejo amigo. ¿Qué…?
Antes de que pudiera seguir hablando, Basta abrió la puerta del conductor.
—Fuera las dos —ordenó.
Elinor salió de mala gana del coche. Meggie también y se situó a su lado. Estaba sobrecogida. Nunca había visto a un hombre con escopeta. Bueno, en televisión sí, pero no en la realidad.
—¡Oiga, no me gusta su tono! —increpó Elinor a Basta—. Hemos hecho un viaje en coche poco grato y sólo hemos venido a este paraje yermo para darle a su jefe, o capo, o como le llamen, algo que desea poseer hace mucho tiempo. Así que haga el favor de ser amable.
Basta le lanzó una mirada tan despectiva que dejó a Elinor boquiabierta y Meggie se cogió de su mano sin darse cuenta.
—¿De dónde has sacado a ésta? —preguntó Basta volviéndose de nuevo a Dedo Polvoriento, que permanecía inmóvil con expresión de indiferencia, como si todo aquello no fuera con él.
—La casa es suya, ya lo sabes… —Dedo Polvoriento habló en voz baja, aunque Meggie llegó a oír sus palabras—. Yo no quería traerla, pero es más testaruda que una mula.
—¡No hace falta que lo jures! —Basta volvió a mirar a Elinor de hito en hito, luego se giró hacia Meggie—. Entonces ésta debe de ser la hijita de Lengua de Brujo, ¿no? Pues no se le parece mucho.
—¿Dónde está mi padre? —preguntó Meggie—. ¿Cómo se encuentra? —eran las primeras palabras que lograba emitir.
Tenía la voz ronca, como si llevara mucho tiempo sin utilizarla.
—Oh, está bien —respondió Basta lanzando una mirada a Dedo Polvoriento—. A pesar de que por el momento habría que llamarlo más bien Lengua de Plomo, por lo poco que habla.
Meggie se mordió los labios.
—Venimos a buscarlo —anunció. Su voz sonaba aguda y débil, a pesar de que se esforzaba con toda su alma por parecer adulta—. Tenemos el libro, pero Capricornio sólo lo conseguirá si deja en libertad a mi padre.
Basta se volvió de nuevo hacia Dedo Polvoriento.
—En cierto modo sí que me recuerda a su padre. ¿Ves su forma de apretar los labios? Y luego su mirada. Sí, el parentesco es evidente.
Hablaba con tono burlón, pero cuando volvió a mirar a Meggie su expresión no lo era. Tenía un rostro afilado, anguloso, con los ojos muy juntos, que entornaba ligeramente como si de ese modo viese mejor.
Aunque Basta era un hombre de mediana estatura y estrecho de hombros como un joven, Meggie contuvo el aliento cuando dio un paso hacia ella. Nunca una persona le había inspirado tanto temor, y eso no se debía a la escopeta que empuñaba. Había algo en él, algo furioso, cáustico.
—Meggie, saca la bolsa del maletero —Elinor se interpuso al darse cuenta de que Basta intentaba agarrar a la niña—. ¡No contiene nada peligroso! —exclamó irritada—. Sólo aquello que nos ha traído aquí.
En respuesta, Basta se limitó a apartar los perros del camino de un tirón brutal. Los canes soltaron un gañido.
—Meggie, escúchame con atención —le susurró Elinor cuando abandonaron el coche y, siguiendo a Basta, descendían por un empinado sendero que conducía hacia las ventanas iluminadas—. No sueltes el libro hasta que veamos a tu padre, ¿entendido?
Meggie asintió y apretó con fuerza la bolsa de plástico contra su pecho. Por otra parte, ¿cómo iba a sujetar el libro si Basta intentaba arrebatárselo? Pero por precaución no llegó a concluir este pensamiento…
Era una noche calurosa. Sobre las negras colinas, el cielo estaba tachonado de estrellas. El sendero pedregoso por el que Basta las conducía estaba sumido en tal oscuridad que Meggie apenas acertaba a ver sus pies. Sin embargo, cada vez que tropezaba una mano la sujetaba, la de Elinor que caminaba pegadita a ella o la de Dedo Polvoriento, que la seguía sigiloso como si fuera su sombra.
Gwin
continuaba dentro de la mochila y los perros de Basta no paraban de levantar el morro venteando, como si llegara hasta sus narices el olor acre de la marta.
Las ventanas iluminadas fueron aproximándose poco a poco. Meggie distinguió casas, viejas casas de piedra gris toscamente tallada, sobre cuyos tejados se alzaba, pálida, la torre de una iglesia. Muchas parecían deshabitadas cuando pasaron por delante de ellas, por unas callejuelas tan estrechas que Meggie sintió cierto agobio. Algunas carecían de tejados, otras eran poco más que un par de muros medio derruidos. El pueblo de Capricornio estaba sumido en las tinieblas, sólo unos cuantos faroles encendidos colgaban de arcos de mampostería sobre las callejas. Al final desembocaron en una pequeña plaza. En un lateral se alzaba el campanario que habían divisado desde la lejanía, y no muy distante de allí, separada por un callejón angosto, se levantaba una casa grande de dos pisos que no tenía nada de ruinosa. La plaza estaba más iluminada que el resto del pueblo, nada menos que cuatro faroles dibujaban sombras amenazadoras sobre el empedrado.
Basta los condujo directamente a la casa grande. Detrás de tres ventanas del piso superior se veía luz. ¿Estaría Mo allí? Meggie escuchó en su interior, como si pudiera encontrar allí la respuesta, pero los latidos de su corazón sólo le hablaban de miedo. De miedo y de preocupación.
—No tiene sentido buscarlo —gruñó el castor.
—¿Qué significa eso? —preguntó Susan—. ¡No puede estar muy lejos! ¡Tenemos que encontrarlo! ¿Por qué sostiene usted que no tiene sentido buscarlo?
—Porque su paradero está fuera de toda duda —respondió el castor—. ¿Es que no lo entendéis? Se ha ido con ella, con la Bruja Blanca. ¡Y nos ha traicionado!
C. S. Lewis
,
El rey de Narnia
vol. 2 de
Las crónicas de Narnia