—Tu madre también dormía en esta habitación —quizá la frase más equivocada que podía haber pronunciado. Por eso añadió a renglón seguido—: Si no te puedes dormir, lee algo. —Carraspeó un par de veces y acto seguido se dirigió hacia su cuarto por la casa oscura y vacía.
¿Por qué de repente le parecía tan inmensa y vacía? En los numerosos años que llevaba viviendo allí sola, nunca le había molestado que detrás de cada puerta sólo la esperasen libros. Había transcurrido mucho tiempo desde que jugaba al escondite con sus hermanas por las habitaciones y los pasillos. Con cuánto sigilo se deslizaban entonces hasta la puerta de la biblioteca…
En el exterior, el viento agitaba los postigos. «Señor, no podré pegar ojo», pensó Elinor. Pero luego, al recordar el libro que la aguardaba junto a su cama, desapareció en el interior de su alcoba con una mezcla de alegría anticipada y mala conciencia.
Una fuerte, amarga enfermedad del libro inunda el alma. Qué ignominia estar atado a esta pesada masa de papel, a lo impreso y a los sentimientos de hombres muertos. ¿No sería mejor, más noble y más valiente, dejar la basura donde está y salir al mundo… como un libre, desinhibido y analfabeto Superman?
Solomon Eagle
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Moving a Library
Meggie no durmió en su cama aquella noche. En cuanto se extinguió el eco de los pasos de Elinor, corrió a la habitación de su padre.
Él aún no había deshecho el equipaje, la bolsa permanecía abierta junto a la cama. Sólo sus libros y una tableta de chocolate empezada reposaban sobre la mesilla de noche. A Mo le chiflaba el chocolate. Ni siquiera un Papá Noel de chocolate rancio estaba seguro ante él. Meggie partió un trozo de la tableta y se lo introdujo en la boca, pero no sabía a nada. Salvo a tristeza.
La colcha de la cama de Mo estaba fría cuando se deslizó debajo, y tampoco la almohada olía a él, sino a suavizante y a detergente. Meggie introdujo la mano debajo. Sí, ahí estaba: no era un libro, sino una foto. Mo siempre la guardaba debajo de su almohada. Cuando era pequeña, Meggie creía que su padre se había limitado a inventarse una madre porque pensaba que a su hija le habría gustado tenerla. Él le contaba unas historias maravillosas al respecto.
—¿Me quería? —preguntaba siempre Meggie en esas ocasiones.
—Mucho.
—¿Y dónde está?
—Tuvo que irse cuando tenías tres años.
—¿Por qué?
—Porque tuvo que irse.
—¿Y se fue lejos?
—Muy lejos.
—¿Está muerta?
—No, te aseguro que no.
Meggie estaba acostumbrada a las extrañas respuestas de su padre a ciertas preguntas. Y a los diez años ya no creía que Mo se había inventado una madre, sino que sencillamente ella se había marchado. Esas cosas sucedían. Y mientras Mo estuvo a su lado, la verdad es que tampoco había echado mucho de menos a una madre.
Pero ahora él se había ido.
Y ella se había quedado sola con Elinor y sus ojos de pedernal.
Sacó el jersey de Mo de la bolsa y lo apretó contra su rostro. «La culpa la tiene el libro —pensaba una y otra vez—. Ese libro es el único culpable.» ¿Por qué no se lo dio a Dedo Polvoriento? A veces, cuando uno no sabe qué hacer, un buen enfado ayuda. Pero después, pese a todo, retornaron las lágrimas y Meggie se durmió con un sabor salado en los labios.
Se despertó de repente, con el corazón latiendo con fuerza y el pelo empapado de sudor, y en el acto recordó lo sucedido: los desconocidos, la voz de su padre y la carretera vacía. «Saldré en su busca —pensó Meggie—. Sí, eso es lo que haré.» Fuera, el cielo se teñía de rojo. Pronto saldría el sol. Era preferible marcharse antes de que amaneciera.
La chaqueta de su padre colgaba de la silla situada bajo la ventana, como si acabara de quitársela. Meggie sacó el monedero, tal vez necesitase dinero. Después se encaminó a su habitación para recoger unas cuantas cosas, las imprescindibles: algo de ropa… y una foto de ella y de Mo, para poder preguntar por él. Como es natural, no podría llevarse la caja. Primero se le ocurrió esconderla debajo de la cama, pero después decidió redactar una nota para Elinor.
«Querida Elinor», escribió a pesar de que creía que no era el tratamiento adecuado para Elinor… y lo siguiente que se preguntó era si debía tutearla o seguir tratándola de usted. «Vamos, anda, a las tías se las tutea —pensó—, además es más fácil.» «Tengo que ir a buscar a mi padre», siguió escribiendo. «No te preocupes —por descontado que no lo haría—, y por favor, no le digas a la policía que me he ido o seguro que empezarán a buscarme. En la caja están mis libros favoritos. Por favor, cuídamelos, vendré a recogerlos en cuanto haya encontrado a mi padre. Gracias, Meggie.»
«P. D.: Sé exactamente cuántos libros contiene la caja.»
Tachó la última frase, sólo enfadaría a Elinor y cualquiera sabe lo que haría entonces con sus libros. A lo mejor los vendía. Al fin y al cabo, Mo había encuadernado cada uno de ellos con mimo y esmero y eran especialmente bellos. Ninguno tenía una encuadernación de piel: mientras leía, Meggie no quería imaginarse que habían despellejado a un ternero o a un cerdo para sus libros. Por fortuna, su padre la comprendía perfectamente. Hacía muchos cientos de años, le había contado cierto día a su hija, los libros muy valiosos se encuadernaban con la piel de terneros nonatos:
Charta virginea non nata,
un nombre maravilloso para un acto nefando.
—Y esos libros —le había dicho Mo— encerraban luego un torrente de palabras inteligentes sobre el amor, la bondad y la compasión.
Mientras Meggie llenaba su bolsa, intentaba con todas sus fuerzas no pensar, pues sabía que eso plantearía la pregunta de dónde pensaba buscar. Una y otra vez ahuyentaba de su mente ese pensamiento, pero en cierto momento sus manos se tornaron más torpes y al final, junto a la bolsa atiborrada, ya no pudo ignorar más la cruel vocecilla que sonaba en su interior. «Vamos, Meggie, suéltalo de una vez: ¿dónde piensas buscar? —cuchicheaba—. ¿Irás a la izquierda o a la derecha de la carretera? Ni siquiera eso sabes. ¿Hasta dónde crees que llegarás antes de que la policía te eche el guante? Una niña de doce años con una bolsa en la mano y una historia disparatada sobre un padre desaparecido y sin una madre a la que devolverla…»
Meggie se apretaba los oídos con las manos, pero de qué servía eso contra una voz que salía de su mente, pues ¿de dónde si no? Se quedó parada un buen rato. Luego sacudió la cabeza hasta que la voz enmudeció al fin y arrastró la pesada bolsa hasta el pasillo. Pesaba mucho, demasiado. Meggie la abrió de nuevo y devolvió todo su contenido a la habitación. Sólo conservó un jersey, un libro (lo necesitaba, al menos uno), la foto y el monedero de Mo. Así podría transportar la bolsa tan lejos como fuera preciso.
Se deslizó sigilosa escaleras abajo, la bolsa en una mano, la nota para Elinor en la otra. El sol de la mañana se introducía ya furtivamente por las rendijas de los postigos, pero en la enorme casa reinaba un silencio sepulcral, como si hasta los libros durmiesen en sus estantes. A través de la puerta de la alcoba de Elinor se oían unos leves ronquidos. En realidad Meggie pretendía pasar la nota por debajo de la puerta, pero fue imposible. Tras titubear unos momentos, presionó el picaporte. En el dormitorio de Elinor había luz a pesar de los postigos cerrados. La lámpara junto a su cama estaba encendida, era obvio que Elinor se había dormido mientras leía. Estaba tumbada de espaldas y roncaba, la boca ligeramente entreabierta en dirección a los ángeles de escayola que colgaban en el techo de la habitación por encima de ella. Apretaba un libro contra su pecho. Meggie lo reconoció en el acto.
Con un par de pasos llegó junto a la cama.
—¿De dónde lo has sacado? —gritó arrancándole a Elinor el libro de sus brazos, pesados por el sueño—. ¡Este libro pertenece a mi padre!
Elinor se despertó sobresaltada, como si Meggie le hubiera echado agua caliente a la cara.
—¡Lo has robado! —gritaba Meggie fuera de sí—. Y tú llamaste a esos hombres, justo, claro que sí. ¡Tú y ese tal Capricornio estáis confabulados! ¡Tú hiciste que se llevaran a mi padre y quién sabe lo que habrás hecho con el pobre Dedo Polvoriento! ¡Tú querías poseer el libro desde el principio! Vi cómo lo mirabas… ¡como si fuera algo vivo! Seguramente vale un millón, o dos, o tres…
Elinor, sentada en su cama, clavaba la vista en las flores de su camisón y guardaba silencio. Aprovechó que Meggie cogía aliento para dar señales de vida.
—¿Has terminado? —preguntó—. ¿O pretendes seguir dando gritos por aquí hasta que te mueras? —su voz sonaba arisca, como de costumbre, pero además dejaba traslucir otra cosa… remordimientos de conciencia.
—¡Se lo diré a la policía! —balbució Meggie—. Les contaré que robaste el libro y que te pregunten a ti por el paradero de mi padre.
—¡Yo… te… he… salvado… a… ti… y… a… este… libro!
Elinor salió de la cama, se aproximó a la ventana y abrió los postigos.
—¿Ah, sí? ¿Y qué hay de Mo? — La voz de la niña subió de tono—. ¿Qué ocurrirá cuando se den cuenta de que les ha entregado el libro equivocado? Si le causan algún daño, tú tendrás la culpa. Ya lo advirtió Dedo Polvoriento: Capricornio lo matará si no le entrega el libro. ¡Lo matará!
Elinor asomó la cabeza por la ventana y respiró hondo. Después, se volvió.
—¡Eso es un disparate! —repuso enfadada—. Das demasiado crédito a las palabras de ese comecerillas. Y es evidente que tú has leído demasiadas novelas de aventuras malas. ¡Matar a tu padre, por Dios, ni que fuera un agente secreto o algo parecido! ¡Es restaurador de libros antiguos! ¡Desde luego, ésa no es una profesión que entrañe peligro de muerte! Yo sólo pretendía examinar el libro con calma. Sólo por eso lo cambié. ¿Acaso podía adivinar yo que esos personajes siniestros iban a aparecer aquí en plena noche para llevarse a tu padre junto con el libro? A mí tan sólo me contó que un coleccionista medio loco llevaba años acosándolo por ese libro. ¿Cómo iba a saber yo que ese coleccionista no se iba a detener ni siquiera ante el allanamiento de morada y el rapto? Ni a mí se me ocurrirían ideas tan peregrinas. Salvo quizá por uno, o puede que dos libros en el mundo entero.
—Pero Dedo Polvoriento lo advirtió. ¡Dijo que lo mataría!
Meggie mantenía el libro aferrado con fuerza, como si fuera el único modo de impedir que provocase más desgracias. Le parecía como si la voz de Dedo Polvoriento resonase en sus oídos.
—Y los chillidos y pataleos del pequeño animal le sabrían más dulces que la miel.
—¿Cómo? ¿Pero qué estás diciendo? —Elinor se sentó al borde de la cama y tiró de la niña para sentarla a su lado—. Ahora vas a contarme todo lo que sabes de este asunto. Empieza.
Meggie abrió el libro. Pasó las hojas hasta que volvió a encontrar la N mayúscula, en la que aparecía el animal que tanto se asemejaba a
Gwin.
—¡Meggie! ¡Eh, estoy hablando contigo! —Elinor la sacudió por los hombros con rudeza—. ¿De quién estabas hablando?
—Capricornio —Meggie se limitó a musitar el nombre. Cada una de sus letras parecía advertir del peligro.
—Capricornio. ¿Y qué más? Ya te he oído pronunciar ese nombre unas cuantas veces. Pero ¿quién es, por los clavos de Cristo?
Meggie cerró el libro, pasó la mano por la cubierta y lo examinó por todas partes.
—No figura el título —murmuró.
—No, ni en la tapa ni en el interior. —Elinor se levantó y fue hacia el ropero—. Hay muchos libros en los que no te enteras enseguida del título. Al fin y al cabo, consignarlo en la cubierta es una costumbre relativamente moderna. Cuando todavía se encuadernaban los libros de forma que el lomo se curvaba hacia dentro, el título solía figurar fuera, sobre el canto, y en la mayoría de los casos sólo se encontraba al abrir el libro. Sólo cuando los encuadernadores aprendieron a hacer lomos redondos el título se desplazó allí.
—¡Sí, lo sé! —contestó Meggie con tono de impaciencia—. Pero éste no es un libro antiguo. Yo sé cómo son los libros antiguos.
Elinor le dirigió una mirada sarcástica.
—¡Ay, perdona! He olvidado que eres una auténtica experta. Sin embargo, tienes razón: este libro no es muy antiguo. Se publicó hace treinta y ocho años exactamente. ¡Una edad ridícula para un libro! —Elinor desapareció tras la puerta abierta del armario—. Pero a pesar de todo, tiene título, por supuesto:
Corazón de tinta.
Sospecho que tu padre, con toda deliberación, lo encuadernó de forma que no se percibiese en la tapa de qué libro se trata. Ni siquiera dentro, en la primera página, figura el título y, si observas con atención, te darás cuenta de que él quitó esa página.
El camisón de Elinor cayó sobre la alfombra, y Meggie observó cómo sus piernas desnudas se deslizaban con parsimonia dentro de unos panties.
—Ahora tenemos que acudir a la policía —anunció.
—¿Para qué? —Elinor lanzó un jersey sobre la puerta del armario—. ¿Qué piensas decirles? ¿No te fijaste en cómo nos miraron ayer esos dos? —Elinor desfiguró la voz—: ¿Ah, sí? ¿Cómo fue eso, señora Loredan? Alguien irrumpió por la fuerza en su casa después de que usted, muy amablemente, desconectase el sistema de alarma. Luego, esos ladrones tan habilidosos robaron un único libro, a pesar de que su biblioteca alberga ejemplares por valor de muchos millones, y se llevaron al padre de esa niña, aunque, todo hay que decirlo, después de que él hubiera aceptado acompañarlos. Ah, ya. Muy interesante. Y al parecer esos hombres trabajaban para un hombre llamado Capricornio. ¿No era eso un signo del zodíaco? ¡Por lo que más quieras, niña!
Elinor volvió a salir de detrás de la puerta del armario. Vestía una horrible falda a cuadros y un jersey de color caramelo que le confería la palidez de la pasta de levadura.
—Todos los que viven a orillas de este lago me consideran una loca, y si acudimos a la policía con esta historia, correrá la voz de que Elinor Loredan está majareta del todo. Lo que a su vez sería la prueba de que la pasión por los libros es cosa muy perniciosa para la salud.
—Te vistes como una abuela —comentó Meggie.
Elinor se miró de arriba abajo.
—Muchas gracias —dijo—. Pero los comentarios sobre mi aspecto me desagradan. Además, podría ser tu abuela. Con un poco de esfuerzo, desde luego.
—¿Has estado casada?
—No. ¿Para qué? Y ahora, por favor, ¿serías tan amable de dejar de plantear preguntas personales? ¿No te ha enseñado tu padre que eso es de mala educación?