¡Necesitaba verlo antes de que quizá desapareciera en alguna de las innumerables vitrinas de Elinor! Tenía que saber por qué era tan valioso para su padre como para haberla arrastrado hasta allí por su causa…
En el vestíbulo, Mo volvió a acechar en torno suyo antes de salir de la casa, pero Meggie se agachó a tiempo detrás de un arcón que olía a bolas de alcanfor y a lavanda. Decidió permanecer en su escondite hasta el regreso de su padre. Fuera, en el patio, seguro que la habría descubierto. El tiempo transcurrió con desesperante lentitud, como suele suceder siempre que se espera algo con el corazón palpitante. En las estanterías blancas los libros parecían observar a Meggie, pero callaban, como si percibieran que en ese momento la niña sólo podía pensar en un único libro.
Su padre regresó al fin con un paquetito envuelto en papel marrón en la mano. «¡A lo mejor sólo desea esconderlo aquí!», pensó Meggie. ¿Dónde se podía ocultar mejor un libro que entre miles y miles más? Claro. Mo lo dejaría allí y ellos regresarían a casa. «Pero me gustaría verlo una vez —pensó Meggie—, solamente una vez antes de que esté en un estante al que sólo puedo acercarme a tres pasos de distancia.»
Mo pasó tan cerca de ella que Meggie habría podido rozarle, pero él no la vio. «¡No me mires así, Meggie! —decía a veces su padre—. Vuelves a adivinarme el pensamiento.» Ahora parecía preocupado, como si no estuviera seguro de que lo que se proponía fuese correcto. Meggie contó despacio hasta tres antes de seguirlo, pero Mo se detuvo tan bruscamente en un par de ocasiones, que estuvo a punto de chocar con él. Su padre no regresó a la cocina, sino que se dirigió directamente a la biblioteca. Sin volverse a mirar, abrió la puerta que ostentaba la divisa del impresor veneciano y la cerró con absoluto sigilo tras él.
Allí estaba ahora Meggie, entre todos aquellos libros silenciosos, preguntándose si debía seguirle… si debía pedirle que le enseñase el libro. ¿Se enfadaría mucho? Justo cuando se disponía a hacer acopio de todo su valor para seguirlo, oyó pasos… unos pasos presurosos, decididos, precipitados, impacientes. Sólo podía ser Elinor. ¿Qué podía hacer?
Meggie abrió la puerta siguiente y se deslizó dentro. Una cama con dosel, un armario, fotos con marco de plata, una pila de libros sobre la mesilla de noche, un catálogo abierto sobre la alfombra, las páginas cubiertas con reproducciones de libros antiguos. Había ido a parar a la alcoba de Elinor. Con el corazón palpitante aguzó los oídos, oyó los pasos enérgicos de Elinor y a continuación la puerta de la biblioteca se cerró por segunda vez. Meggie salió con cautela y sigilo al pasillo. Mientras permanecía, indecisa, ante la biblioteca, una mano se apoyó de pronto en su hombro por detrás. Una segunda ahogó su grito de susto.
—¡Soy yo! —le susurró al oído Dedo Polvoriento—. Calma, mucha calma o nos llevaremos los dos un disgusto, ¿comprendes?
Meggie asintió con la cabeza y Dedo Polvoriento apartó despacio la mano de su boca.
—Tu padre pretende entregar el libro a esa bruja, ¿verdad? —musitó—. ¿Fue a buscarlo al autobús? Dímelo. Lo llevaba consigo, ¿verdad?
Meggie lo apartó de un empujón.
—¡No lo sé! —farfulló enfurecida—. Además… ¿a usted qué le importa?
—¿Que qué me importa? —Dedo Polvoriento soltó una risita ahogada—. Bueno, quizá te cuente algún día lo que me importa. Pero ahora sólo quiero saber si tú lo has visto.
Meggie negó con la cabeza. Ignoraba por qué mentía a Dedo Polvoriento. Quizá porque su mano había presionado su boca con demasiada fuerza.
—¡Meggie, escúchame! —Dedo Polvoriento la miró con insistencia cara a cara.
Sus cicatrices parecían rayas pálidas que alguien hubiera dibujado en sus mejillas, dos rayas en la izquierda, ligeramente arqueadas, una tercera en la derecha, aún más larga, desde la oreja hasta la aleta de la nariz.
—¡Capricornio matará a tu padre si no consigue el libro! —le informó en voz baja Dedo Polvoriento—. Lo matará, ¿comprendes? ¿No te he explicado cómo es? Quiere el libro, y él siempre consigue todo lo que se propone. Es ridículo creer que aquí estará a salvo de él.
—¡Mo no piensa eso!
Dedo Polvoriento se incorporó y clavó sus ojos en la puerta de la biblioteca.
—Sí, lo sé —musitó—. Ese es el problema. Y por eso mismo… —puso ambas manos sobre los hombros de Meggie y la empujó hacia la puerta cerrada—…por eso mismo tú entrarás ahí dentro haciéndote la inocente y averiguarás lo que pretenden hacer esos dos con el libro. ¿De acuerdo?
Meggie intentó protestar. Pero en un abrir y cerrar de ojos Dedo Polvoriento abrió la puerta y empujó a la niña hacia el interior de la biblioteca.
Para aquel que roba, o pide prestado un libro y a su dueño no lo devuelve, que se le mude en sierpe en la mano y lo desgarre. Que quede paralizado y condenados todos sus miembros. Que desfallezca de dolor, suplicando a gritos misericordia, y que nada alivie sus sufrimientos hasta que perezca. Que los gusanos de los libros le roan las entrañas como lo hace el remordimiento que nunca cesa. Y cuando, finalmente, descienda al castigo eterno, que las llamas del infierno lo consuman para siempre.
Inscripción en la biblioteca del monasterio de San Pedro
en
Barcelona
, citada por
Alberto Manguel
Habían desempaquetado el libro, porque Meggie vio el papel de embalar tirado en una silla. Ninguno de los dos se dio cuenta de su entrada. Elinor se inclinaba sobre uno de los atriles, con Mo a su lado. Ambos daban la espalda a la puerta.
—Inconcebible. Pensaba que ya no existía ni un solo ejemplar —decía Elinor—. Corren historias muy peculiares sobre este libro. Un librero de viejo al que suelo comprar a menudo me contó que hace años le robaron tres ejemplares justo el mismo día. He escuchado de labios de dos libreros una historia muy parecida.
—¿De veras? ¡Es realmente extraño! —exclamó su padre, pero Meggie conocía lo suficiente su voz para darse cuenta de que su asombro era fingido—. Bueno, de todas maneras aunque no sea un libro raro, para mí es muy valioso y me agradaría saber que está a buen recaudo durante cierto tiempo, hasta que vuelva a recogerlo.
—En mi casa cualquier libro está a buen recaudo —respondió Elinor con tono de reproche—. Lo sabes de sobra. Son mis hijos, mis hijos negros de tinta, y yo los cuido con cariño. Mantengo la luz del sol lejos de sus páginas, les limpio el polvo y los protejo de la voraz carcoma de los libros y de los mugrientos dedos humanos. Este de aquí merecerá un lugar de honor y nadie lo verá hasta que tú me pidas que te lo devuelva. De todos modos, en mi biblioteca los visitantes no son bien recibidos, pues dejan en mis pobres libros huellas de dedos y cortezas de queso. Además, como ya sabes, dispongo de una instalación de alarma carísima.
—Sí, eso resulta muy tranquilizador —la voz de Mo sonó aliviada—. Te lo agradezco, Elinor. Te lo agradezco mucho, de veras. Y si en los próximos tiempos alguien llama a tu puerta y te pregunta por el libro, por favor, compórtate como si nunca hubieras oído hablar de él, ¿de acuerdo?
—Por supuesto. ¿Qué no haría yo por un buen encuadernador? Además, eres el marido de mi sobrina. ¿Sabes que a veces la echo de menos? Bueno, creo que a ti te sucede lo mismo. Tu hija parece apañárselas muy bien sin ella, ¿no?
—Apenas la recuerda —musitó Mo.
—Bueno, eso es una bendición, ¿no te parece? A veces resulta muy práctico que nuestra memoria no sea ni la mitad de buena que la de los libros. Sin ellos seguramente ya no sabríamos nada. Todo se habría olvidado: la guerra de Troya, Colón, Marco Polo, Shakespeare, toda esa ristra infinita de reyes y dioses… —Elinor se volvió… y se quedó petrificada—. ¿Acaso no te he oído llamar a la puerta? — preguntó dirigiendo a Meggie una mirada tan hostil que la niña tuvo que hacer acopio de todo su valor para no dar media vuelta y retornar al pasillo a toda prisa.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí, Meggie? —le preguntó su padre.
Meggie adelantó el mentón.
—¡
Ella
puede verlo, pero a mí me lo ocultas! —repuso la niña. La mejor defensa seguía siendo un buen ataque—. ¡Tú jamás me has ocultado un libro! ¿Qué tiene éste de especial? ¿Me quedaré ciega si lo leo? ¿Me arrancará los dedos de un mordisco? ¿Qué atroces misterios encierra que yo no puedo conocer?
—Tengo mis razones para no enseñártelo —contestó su padre.
Había palidecido. Sin más palabras se acercó a su hija e intentó arrastrarla hacia la puerta, pero Meggie se soltó.
—¡Oh, qué testaruda es! —constató Elinor—. Eso casi la hace simpática. Recuerdo que antes su madre era igual. Ven aquí. —Se apartó a un lado y le hizo a Meggie una seña para que se aproximara—. Comprobarás que no hay nada especialmente emocionante en ese libro, al menos para tus ojos. Pero convéncete tú misma. Uno siempre cree más lo que ve con sus propios ojos. ¿O tu padre tiene algo que oponer? —inquirió lanzando a Mo una mirada inquisitiva.
Mo vaciló… y, resignándose al destino, negó con un movimiento de cabeza.
El libro estaba abierto sobre el atril. No parecía muy antiguo. Meggie conocía el aspecto de los libros realmente antiguos. En el taller de Mo había visto algunos cuyas páginas estaban manchadas como la piel de un leopardo y casi igual de amarillentas. Recordaba uno cuyas tapas habían sido atacadas por la carcoma. Las huellas de su voracidad le parecieron minúsculos orificios de bala, y Mo había desprendido el cuerpo del libro y había vuelto a encuadernar las páginas con esmero, dotándolas de un nuevo traje, como él solía decir. Un traje que podía ser de cuero o de tela, sin adornos o provisto de un estampado que Mo confeccionaba con sellos diminutos, a veces incluso de oro.
Ese libro tenía pastas de tela de un tono verde plateado, semejante a las hojas de un sauce. Los cantos estaban ligeramente gastados y las páginas eran tan claras que las letras destacaban, nítidas y negras, en el papel. Sobre las páginas abiertas había una fina cintita de lectura roja. En el lado derecho se veía un dibujo. Mostraba a mujeres suntuosamente ataviadas, un escupefuego, acróbatas y un hombre que parecía un rey. Meggie continuó pasando las páginas. No contenía muchas ilustraciones, pero la letra inicial de cada capítulo era en sí misma un cuadro en miniatura. Sobre algunas letras se veían animales; alrededor de otras trepaban plantas; una B ardía por los cuatro costados. Las llamas parecían tan auténticas que Meggie pasó un dedo por encima para asegurarse de que no quemaban. El capítulo siguiente comenzaba por una N. Se esparrancaba como un guerrero, en su brazo estirado se sentaba un animal de rabo peludo.
Nadie lo vio salir a hurtadillas de la ciudad,
leyó Meggie, pero Elinor cerró el libro delante de sus narices antes de conseguir ensamblar otras palabras.
—Creo que con eso es suficiente —dijo metiéndoselo debajo del brazo—. Tu padre me ha pedido que le guarde este libro en un lugar seguro, y es lo que voy a hacer a continuación.
Mo volvió a coger de la mano a su hija. Esta vez la niña le siguió.
—¡Por favor, Meggie, olvida ese libro! —le dijo en susurros—. Trae desgracia. Te conseguiré centenares.
Meggie se limitó a asentir. Antes de que Mo cerrase la puerta tras ellos, consiguió echar una última ojeada a Elinor, que, erguida e inmóvil, contemplaba el libro con tanta ternura como cuando Mo la miraba a veces a ella por la noche y remetía la manta por debajo de su barbilla.
Acto seguido, la puerta se cerró.
—¿Dónde lo va a guardar? —preguntó Meggie mientras seguía a su padre por el pasillo.
—Oh, ella tiene un par de escondites maravillosos para estas ocasiones —respondió evasivo—. Pero, como es natural, son secretos. ¿Qué te parece si ahora te enseño tu habitación? —Intentaba que su voz sonara despreocupada, pero no le salía muy bien—. Parece una habitación cara de hotel. Qué digo, mucho mejor.
—Suena bien —murmuró Meggie y miró a su alrededor pero no se veía ni rastro de Dedo Polvoriento.
¿Dónde se había metido? Tenía que preguntarle algo sin tardanza. No podía pensar en otra cosa mientras su padre le enseñaba la habitación y le contaba que ahora todo estaba arreglado, que se limitaría a concluir su trabajo y a continuación regresarían a casa. Meggie asentía y fingía escucharle, pero en realidad la pregunta que deseaba plantear a Dedo Polvoriento no se le iba de la mente. Le quemaba tanto en los labios que se asombraba de que Mo no la viera allí aposentada. En medio de su boca.
Cuando la dejó sola para ir a recoger el equipaje del autobús, Meggie corrió a la cocina, pero tampoco encontró allí a Dedo Polvoriento. Miró hasta en el dormitorio de Elinor, pero por más puertas que abría en la enorme mansión, Dedo Polvoriento continuaba desaparecido. Al final se sintió demasiado cansada para seguir buscando. Su padre se había acostado hacía rato y también Elinor se había retirado a su habitación. Así que Meggie se fue a su cuarto y se tumbó en la enorme cama. Se sentía completamente perdida en ella, casi enana, como si hubiera encogido. «Igual que Alicia en el País de las Maravillas», pensó acariciando la ropa de cama con estampado de flores. Por lo demás, el cuarto le gustaba. Estaba atestado de libros y de cuadros. Contaba incluso con una chimenea, aunque parecía que nadie la había utilizado desde hacía más de cien años. Meggie se levantó y se acercó a la ventana. Fuera ya había oscurecido y cuando empujó las contraventanas, abriéndolas, un viento fresco acarició su rostro. Lo único que podía distinguir en la oscuridad era la plaza cubierta de gravilla situada delante del edificio. Un farol arrojaba su luz mortecina sobre las piedras de un blanco grisáceo. El autobús a rayas de Mo permanecía aparcado junto a la furgoneta gris de Elinor como una cebra que se hubiera extraviado yendo a parar a unas caballerizas. Su padre pintó las rayas sobre la laca blanca después de regalar a su hija
El libro de la selva.
Meggie recordó la casa que habían abandonado tan precipitadamente, su habitación y el colegio en el que ese día su asiento habría quedado vacío. No estaba segura de sentir nostalgia.
Al acostarse, dejó los postigos abiertos. Mo había colocado su caja de libros junto a la cama. Cansada, sacó uno e intentó construirse un nido con las palabras familiares, pero no lo lograba. El recuerdo del otro libro difuminaba una y otra vez las palabras; Meggie veía las letras iniciales ante sus ojos, grandes y policromas, rodeadas de figuras cuya historia desconocía porque el libro no había tenido tiempo de contársela.