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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Corazón de Tinta (4 page)

—De acuerdo —dijo—. Entonces seré yo quien le hable de Capricornio.

Se acercó despacio a Meggie. La niña, sin querer, retrocedió un paso.

—Tú ya te has encontrado con él —le refirió Dedo Polvoriento—. Hace mucho tiempo, no lo recordarás, aún eras muy pequeña —precisó colocando la mano a la altura de su rodilla—. ¿Cómo voy a explicarte cómo es? Si te obligasen a ver cómo un gato se zampa a un pajarillo, seguro que llorarías, ¿no es verdad? O intentarías ayudarlo. Capricornio daría el pájaro como comida al gato con la única finalidad de contemplar cómo lo destroza con sus garras, y los chillidos y pataleos del pequeño animal le sabrían más dulces que la miel.

Meggie retrocedió otro paso, pero Dedo Polvoriento no continuó acercándose a ella.

—No creo que te divierta aterrorizar a las personas hasta que les tiemblan tanto las rodillas que son casi incapaces de mantenerse en pie, ¿verdad? —inquirió—. A Capricornio no le complace otra cosa. Y probablemente tampoco creerás que puedes coger sin más todo lo que se te antoje, sin importar el cómo, ni el dónde. Capricornio sí lo cree. Y tu padre, por desgracia, posee algo que él desea arrebatarle a toda costa.

Meggie dirigió una mirada a Mo, pero él se limitaba a permanecer inmóvil, mirándola.

—Capricornio no sabe encuadernar libros como tu padre —prosiguió Dedo Polvoriento—. No es experto en nada, excepto en una sola cosa: infundir miedo. En eso es un maestro. Vive de ello. A pesar de todo creo que ni él mismo sabe qué se siente cuando el miedo te paraliza los músculos y te humilla. Sin embargo, conoce a la perfección el modo de provocarlo y difundirlo, en las casas y en las camas, en los corazones y en las mentes. Sus hombres reparten el miedo como una misiva negra, lo deslizan por debajo de la puerta y en los buzones, lo pintan con pincel en los muros y en las puertas de los establos, hasta que se propaga de manera completamente espontánea, silencioso y hediondo como la peste. —Dedo Polvoriento se encontraba ahora muy cerca de Meggie—. Capricornio tiene muchos secuaces —musitó—. La mayoría le siguen desde que eran niños, y si Capricornio ordenase a uno de ellos que te cortase una oreja o la nariz, obedecería sin pestañear. Les gusta vestirse de negro como los grajos, su jefe es el único que lleva una camisa blanca debajo de la chaqueta negra como el hollín, y si alguna vez te tropiezas con uno de ellos, hazte pequeña, muy pequeña para que quizá no se fijen en ti. ¿Entendido?

Meggie asintió. Su corazón latía con tanta fuerza que casi le impedía respirar.

—Comprendo que tu padre no te haya hablado nunca de Capricornio —prosiguió Dedo Polvoriento volviéndose a mirar a Mo—. Yo también preferiría hablarles a mis hijos de gente amable.

—¡Yo sé que no hay sólo gente amable! —Meggie no pudo evitar que su voz temblase de rabia.

A lo mejor también latía en ella una pizca de temor.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo? —De nuevo afloraba su sonrisa enigmática, triste y arrogante al mismo tiempo—. ¿Acaso has tenido que vértelas alguna vez con un verdadero malvado?

—He leído sobre ellos.

Dedo Polvoriento soltó una carcajada.

—Caramba, es cierto, es casi lo mismo —reconoció. Su sarcasmo escocía como el veneno de las ortigas. Se inclinó hacia Meggie y la miró a los ojos—. A pesar de todo, te deseo que eso quede reducido a la lectura —dijo en voz baja.

Mo colocó las bolsas de Dedo Polvoriento en la parte trasera del autobús.

—Confío en que no lleves dentro nada que pueda volar alrededor de nuestras orejas —dijo mientras Dedo Polvoriento se sentaba detrás del asiento de Meggie—. Con tu oficio, no me extrañaría.

Antes de que Meggie pudiese preguntar de qué oficio se trataba, Dedo Polvoriento abrió su mochila y sacó con cuidado un animal que parpadeaba, medio dormido.

—Como es evidente que nos espera un largo viaje juntos —le dijo a Mo—, me gustaría presentar alguien a tu hija.

El animal era casi del tamaño de un conejo, pero mucho más esbelto, con un rabo tupido como una estola de piel que presionaba contra el pecho de Dedo Polvoriento. Mientras observaba a Meggie con ojos brillantes como botones negros, clavó las finas garras en su manga y, al bostezar, descubrió unos dientes aguzados como alfileres.

—Ésta es
Gwin
—explicó Dedo Polvoriento—. Si quieres, puedes rascarle las orejas. Ahora está amodorrada, así que no te morderá.

—¿Muerde? —preguntó Meggie.

—Por supuesto —contestó Mo mientras se acomodaba detrás del volante—. Si yo fuera tú, alejaría los dedos de esa bestezuela.

Meggie, sin embargo, no podía mantener los dedos lejos de ningún animal, aunque tuviese unos dientes tan afilados.

—¿Es una marta o algo parecido, verdad? —preguntó mientras acariciaba, cautelosa, una de las orejas redondas con las puntas de los dedos.

—Algo por el estilo.

Dedo Polvoriento hundió la mano en el bolsillo del pantalón e introdujo un trozo de pan seco entre los dientes de
Gwin.
Meggie rascó la cabecita de la marta mientras masticaba… y las puntas de sus dedos se toparon con algo duro bajo la piel sedosa: unos cuernos diminutos, justo al lado de las orejas. Retiró la mano, asombrada.

—¿Tienen cuernos las martas?

Dedo Polvoriento le guiñó el ojo y dejó que
Gwin
trepara de regreso a la mochila.

—Ésta sí —contestó.

Meggie observó desconcertada cómo ataba las correas. Aún creía sentir bajo sus dedos los cuernecitos del animal.

—Mo, ¿sabías que las martas tienen cuernos? —preguntó.

—Qué va, ésos se los pegó Dedo Polvoriento a ese diablillo mordedor. Para sus representaciones.

—¿Qué representaciones?

Meggie miró inquisitiva primero a Mo y después a Dedo Polvoriento, pero su padre se limitó a poner en marcha el motor y Dedo Polvoriento se despojó de las botas, que parecían haber aguantado un viaje tan largo como sus bolsas, y, con un profundo suspiro, se estiró en la cama de Mo.

—Ni una palabra, Lengua de Brujo —advirtió antes de cerrar los ojos—. Yo no revelaré ninguno de tus secretos, pero a cambio tú tampoco chismorrearás los míos. Además, para eso es preciso que haya oscurecido.

Meggie se pasó una hora entera devanándose los sesos para intentar averiguar el significado de esa respuesta. Sin embargo, había otra cuestión que le preocupaba más.

—Mo, ¿qué quiere de ti ese… Capricornio? —preguntó cuando Dedo Polvoriento comenzó a roncar detrás de ellos. Al pronunciar el nombre bajó la voz, como si de esa forma pudiera arrebatarle algo de su carácter ominoso.

—Un libro —respondió Mo sin apartar la vista de la carretera.

—¿Un libro? ¿Y por qué no se lo das?

—Imposible. Te lo explicaré pronto, pero no ahora. ¿De acuerdo?

Meggie miró por la ventanilla del autobús. El mundo que desfilaba ante sus ojos le parecía extraño… Casas extrañas, calles extrañas, campos extraños, hasta los árboles y el cielo le parecían extraños, pero Meggie estaba acostumbrada. Todavía no se había sentido nunca realmente en casa en ningún sitio. Su hogar era Mo, Mo y sus libros y quizá también ese autobús que los trasladaba de un lugar a otro, a cada cual más extraño.

—Esa tía a cuya casa nos dirigimos, ¿tiene niños? —preguntó mientras atravesaban un túnel interminable.

—No —contestó su padre—. Y me temo que tampoco le gustan demasiado. Mas, como ya he dicho, harás buenas migas con ella.

Meggie suspiró. Recordaba a algunas tías, y con ninguna se había entendido demasiado bien.

Las colinas se habían convertido en montañas, las pendientes a ambos lados de la carretera se tornaban cada vez más escarpadas, y en cierto momento las casas no sólo le parecieron extrañas, sino distintas. Meggie intentó distraerse contando los túneles, pero cuando se los tragó el noveno y la oscuridad parecía no tener fin, se durmió. Soñó con martas, con chaquetas negras y con un libro envuelto en papel de embalar marrón.

UNA CASA ATIBORRADA DE LIBROS

—Mi jardín es mi jardín —dijo el gigante—. Ya es hora de que lo entendáis, y no voy a permitir que nadie más que yo juegue en él.

Óscar Wilde
,
El gigante egoísta

El silencio despertó a Meggie.

El zumbido regular del motor, que la había arrullado hasta dormirla, había enmudecido, y el asiento del conductor estaba vacío. Meggie necesitó cierto tiempo para recordar por qué no estaba en su cama. En el parabrisas aparecían pegadas diminutas moscas muertas, y el autobús se había detenido ante una puerta de hierro. Su aspecto inspiraba temor con todas aquellas puntas de brillo mate, una puerta de lanzas que sólo esperaba a que alguien intentase saltarla y se quedase colgando de ella agitándose. Su visión le recordó uno de sus cuentos favoritos, el del gigante egoísta que no quería tener niños en su jardín. Justo así se había imaginado siempre su puerta.

Mo estaba en la carretera acompañado por Dedo Polvoriento. Meggie bajó y corrió hacia ellos. La carretera lindaba a la derecha con una ladera densamente arbolada que caía, empinada, hasta la orilla de un enorme lago. Al otro lado, las colinas surgían del agua como montañas que se hubieran ahogado. El agua era casi negra. La noche ya se extendía por el cielo y se reflejaba, oscura, en las olas. En las casas emplazadas junto a la orilla se encendían ya las primeras luces, como luciérnagas o estrellas caídas.

—Es bonito, ¿verdad? —Mo pasó el brazo por los hombros de su hija—. A ti te gustan las historias de bandidos. ¿Ves las ruinas de ese castillo? En él moró un día una cuadrilla de ladrones tristemente célebre. Tengo que preguntarle a Elinor. Ella lo sabe todo sobre ese lago.

Meggie se limitó a asentir y apoyó la cabeza en el hombro de su padre. Se sentía muerta de cansancio, pero el semblante de Mo, por primera vez desde su partida, ya no estaba ensombrecido por la preocupación.

—Bueno, ¿pero dónde vive? —preguntó la niña reprimiendo un bostezo—. No será detrás de esa puerta de pinchos, ¿eh?

—Pues sí. Ésa es la entrada de su finca. No resulta muy acogedora, ¿verdad? —Mo se rió y cruzó la carretera con su hija—. Elinor se siente muy orgullosa de esa puerta. La mandó construir expresamente de acuerdo con la ilustración de un libro.

—¿La ilustración del jardín del gigante egoísta? —murmuró Meggie mientras atisbaba por entre los barrotes de hierro artísticamente entrelazados.

—¿El gigante egoísta? —Mo soltó la risa—. No, creo que era otro cuento. A pesar de que le pegaría mucho a Elinor.

La puerta limitaba a ambos lados con altos setos cuyas ramas espinosas impedían atisbar lo que había tras ellos. Pero tampoco por entre los barrotes de hierro pudo descubrir Meggie nada prometedor, salvo amplios macizos de rododendros y un ancho sendero de gravilla que desaparecía enseguida entre ellos.

—Esto tiene pinta de parentela acaudalada, ¿no? —susurró Dedo Polvoriento al oído de Meggie.

—Sí, Elinor es muy rica —asintió Mo apartando a su hija de la puerta—. Pero lo más probable es que tarde o temprano acabe empobrecida como un ratón de iglesia, porque gasta todo su dinero en libros. Me temo que vendería su alma al diablo sin vacilar si éste le ofreciera a cambio el libro adecuado —abrió la pesada puerta de un empujón.

—¿Qué haces? —preguntó Meggie alarmada—. No podemos entrar ahí por las buenas.

El letrero situado junto a la puerta aún se leía con claridad, aunque algunas letras desaparecían tras las ramas del seto.

PROPIEDAD PRIVADA. PROHIBIDO EL PASO A TODA PERSONA AJENA.

Aquello, la verdad, no le sonaba a Meggie muy acogedor.

Pero su padre se limitó a reír.

—No os preocupéis —dijo mientras empujaba la puerta un poco más—. En casa de Elinor, lo único protegido con una alarma es su biblioteca. A ella le da igual quién cruce su puerta para darse un paseo. No es lo que se dice una mujer medrosa. De todos modos, tampoco recibe muchas visitas.

—¿Y qué hay de los perros? —Dedo Polvoriento echó una ojeada al jardín desconocido con expresión preocupada—. Esta puerta tiene pinta de albergar como mínimo tres perros feroces del tamaño de terneros.

Mo, sin embargo, negó con la cabeza.

—Elinor detesta los perros —contestó mientras regresaba al autobús—. Y ahora, subid.

La finca de la tía de Meggie tenía más aspecto de bosque que de jardín. Poco después de la puerta, el camino describía una curva, como si quisiera coger impulso antes de seguir subiendo por la cuesta. Después se perdía entre los oscuros abetos y castaños que lo bordeaban tan tupidos que sus ramas formaban un túnel. Meggie creía que nunca terminaría cuando, de improviso, los árboles quedaron atrás y el camino desembocó en una plaza cubierta de gravilla, rodeada de rosaledas cuidadas con esmero.

Una furgoneta gris estaba aparcada sobre la gravilla, delante de una casa que era más grande que la escuela a la que había asistido Meggie el curso anterior. Intentó contar las ventanas, pero desistió enseguida. Era un edificio precioso, pero, al igual que la puerta de hierro de la carretera, resultaba poco acogedor. A lo mejor el revoque amarillo ocre sólo parecía tan sucio durante el crepúsculo. Y quizá las contraventanas verdes estaban cerradas porque la noche se acercaba ya por detrás de las montañas circundantes. Meggie, sin embargo, habría apostado a que incluso durante el día se abrirían en contadas ocasiones. La puerta de entrada, de madera oscura, parecía tan ominosa como una boca apretada, y Meggie, sin querer, cogió la mano de su padre cuando se encaminaron hacia ella.

Dedo Polvoriento los seguía con cierta indecisión, al hombro la mochila cerrada donde
Gwin
a buen seguro seguía durmiendo. Cuando Mo y Meggie llegaron a la puerta, él se detuvo unos metros detrás de ellos y observó con desazón los postigos cerrados, como si sospechara que la señora de la casa los espiaba desde alguna de las ventanas.

Al lado de la puerta de entrada se veía una ventanita enrejada, la única que carecía de contraventanas verdes. Debajo colgaba otro cartel.

SI PRETENDE HACERME PERDER EL TIEMPO CON FRUSLERÍAS,

LO MEJOR SERÁ QUE SE MARCHE INMEDIATAMENTE

Meggie miró con preocupación a su padre, pero éste se limitó a hacerle una mueca de ánimo y llamó al timbre.

Meggie oyó su repiqueteo dentro de la enorme casa. Luego, durante unos momentos, nada sucedió. Una urraca salió aleteando furiosa de uno de los rododendros que crecían alrededor del edificio, y unos gorriones gordos picoteaban bulliciosamente en la gravilla buscando insectos invisibles. Meggie les estaba arrojando unas migas de pan que aún conservaba en el bolsillo de la chaqueta —del picnic al que asistió un día ya olvidado—, cuando la puerta se abrió con brusquedad.

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