Seguramente tenía razón. Pero Meggie se llevaba en cada viaje sus libros también por otro motivo. Eran su hogar cuando estaba fuera de casa: voces familiares, amigos que nunca se peleaban con ella, amigos inteligentes, poderosos, audaces, experimentados, grandes viajeros curtidos en mil aventuras. Sus libros la alegraban cuando estaba triste y disipaban su aburrimiento mientras su padre cortaba el cuero y las telas y encuadernaba de nuevo viejas páginas que se habían tornado quebradizas por los incontables años y dedos que habían pasado sus hojas.
Algunos libros la acompañaban siempre; otros se quedaban en casa porque no se adecuaban a la finalidad del viaje o porque tenían que dejar sitio para una nueva historia aún desconocida.
Meggie acarició los lomos abombados. ¿Qué relatos debía llevarse esta vez? ¿Qué historias eran un buen remedio contra el miedo que la noche anterior se había infiltrado dentro de casa? «¿Qué tal una historia de mentiras?», pensó Meggie. Mo le mentía, a pesar de saber que ella se lo notaba siempre en la nariz. «Pinocho», pensó Meggie. No. Demasiado inquietante. Y demasiado triste. Tendría que llevarse algo emocionante, algo que ahuyentase todos los pensamientos de su mente, incluso los más sombríos. Las brujas, claro. Se llevaría algo sobre las brujas calvas que convertían a los niños en ratones… y Ulises con el cíclope y la maga que convertía a los guerreros en cerdos. Más peligroso que ese viaje no podía resultar el suyo, ¿o sí?
A la izquierda del todo había dos libros ilustrados con los que Meggie había aprendido a leer —contaba cinco años por entonces, la huella de su diminuto y ambulante dedo índice aún se percibía en las páginas—y en el fondo, ocultos debajo de todos los demás, estaban los libros que había hecho la propia Meggie. Se había pasado días enteros recortando y pegando, pintando imágenes siempre nuevas bajo las que Mo tenía que escribir lo que veía en ellas: «Un ángel con cara feliz, de Meggie para Mo». Su nombre lo había escrito de su puño y letra, por entonces siempre se comía la
e
final. Meggie contempló las letras desmañadas y volvió a depositar el librito en la caja. Como es lógico, su padre la había ayudado a encuadernarlo y había provisto a todos los libros hechos por ella de tapas de papel con dibujos de colores, y para los demás le había regalado un sello que estampaba su nombre y la cabeza de un unicornio en la primera página, a veces con tinta negra, otras roja, según le apeteciera a Meggie. Mo, sin embargo, jamás le había leído sus libros en voz alta. Ni una sola vez.
Su padre la había lanzado al aire, muy alto, la había llevado a hombros por toda la casa o le había enseñado cómo confeccionar un marca páginas con plumas de mirlo. Pero nunca le había leído en voz alta. Ni una sola vez, ni una sola palabra, por mucho que ella le pusiera los libros en el regazo. Así que Meggie había tenido que aprender sola a descifrar los negros signos, a abrir la caja del tesoro…
Se incorporó.
En la caja aún quedaba algo de sitio. A lo mejor su padre le ofrecía algún libro nuevo que ella pudiera llevarse, uno muy gordo y maravilloso…
La puerta de su taller estaba cerrada.
—¿Mo?
Meggie presionó el picaporte. La larga mesa de trabajo estaba limpia y reluciente, sin un solo sello, sin una cuchilla. Mo realmente lo había empaquetado todo. Así pues, ¿le había mentido?
Meggie entró en el taller y acechó a su alrededor. La puerta de la cámara del oro estaba abierta. En realidad era un simple trastero, pero Meggie había bautizado así ese cuartito porque su padre guardaba allí sus materiales más valiosos: la piel más fina, las telas más bellas, papeles jaspeados, sellos con los que estampaba dibujos dorados sobre el cuero… Meggie asomó la cabeza por la puerta abierta… y divisó a Mo envolviendo en papel un libro. No era muy grande, ni tampoco demasiado grueso. La encuadernación de tela verde pálido parecía gastada por el uso, pero Meggie no acertó a ver nada más, pues su padre, apenas reparó en su presencia, ocultó apresuradamente el libro a su espalda.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó con tono áspero.
—Yo… —durante unos instantes Meggie se quedó sin habla del susto, tan sombrío era su rostro— yo sólo quería preguntarte si tenías un libro para mí… los de mi cuarto ya me los he leído todos y…
Mo se pasó la mano por la cara.
—Claro. Seguro que encontraré algo —respondió, pero sus ojos seguían diciendo: «Vete. Vete, Meggie». Y a su espalda crujía el papel de embalar—. Iré a verte enseguida —le aseguró—. Sólo me queda empaquetar un par de cosas, ¿vale?
Al poco rato le llevó tres libros. Pero el que había envuelto en papel de embalar no figuraba entre ellos.
Una hora más tarde lo sacaron todo al patio. Al salir, Meggie se estremeció. Era una mañana fría como la lluvia de la noche pasada, y el sol colgaba pálido del cielo como una moneda que alguien hubiera perdido allí arriba.
Hacía apenas un año que vivían en la vieja granja. A Meggie le gustaba la panorámica de las colinas circundantes, los nidos de golondrina debajo del alero, el pozo seco que te bostezaba negrura en la cara como si bajase derecho hasta el corazón de la Tierra. La casa le había parecido siempre demasiado grande, con demasiadas corrientes y habitaciones vacías en las que moraban arañas gordas, pero el alquiler era ventajoso y Mo disponía de espacio suficiente para sus libros y el taller. Además, al lado de la casa había un gallinero, y el granero, en el que ahora estaba aparcado su viejo autobús, era óptimo para albergar unas vacas o un caballo.
—A las vacas hay que ordeñarlas, Meggie —le dijo su padre un día que Meggie le propuso probar al menos con dos o tres ejemplares—. Muy temprano, al despuntar la mañana. Y todos los días.
—¿Y un caballo? —inquirió la niña—. Hasta Pippi Calzaslargas tiene uno, y ella ni siquiera dispone de establo.
También se habría dado por satisfecha con unas cuantas gallinas o con una cabra, pero a estos animales también había que darles de comer a diario, y ellos salían de viaje con excesiva frecuencia. Así que a Meggie sólo le quedaba el gato de color naranja que acudía furtivamente a veces, cuando se había cansado de pelearse con los perros en la granja de al lado. El viejo campesino gruñón que vivía allí era su único vecino. En ocasiones, sus perros soltaban unos aullidos tan lastimeros que Meggie se tapaba los oídos. El pueblo más próximo, a cuyo colegio ella acudía y en el que vivían dos de sus amigas, distaba veinte minutos en bici, pero su padre solía llevarla en coche, porque era un camino solitario y la estrecha carretera serpenteaba a lo largo de los campos entre árboles de denso follaje.
—Cielos, ¿qué has metido aquí dentro? ¿Ladrillos? —preguntó Mo mientras sacaba de casa la caja de libros de su hija.
—Tú siempre dices lo mismo: los libros tienen que pesar porque el mundo entero está encerrado en ellos —respondió Meggie… haciéndole reír por primera vez aquella mañana.
El autobús, que estaba aparcado en el destartalado granero como un animal moteado de colores, le resultaba más familiar a Meggie que todas las casas en las que había residido con su padre. En ninguna parte dormía a pierna suelta como en la cama que él le había construido en el autobús. Como es natural, también disponía de una mesa, un rincón para cocinar y un banco, bajo cuyo asiento, al levantarlo, aparecían guías de viaje, mapas de carreteras y libros de bolsillo gastados de tanto leerlos.
Sí. Meggie amaba el autobús, pero aquella mañana titubeó antes de subir. Cuando su padre volvió a retroceder hasta la casa para cerrar la puerta, le embargó la súbita sensación de que nunca regresarían, de que ese viaje sería distinto a todos los demás, de que continuarían viajando sin cesar para huir de algo sin nombre. Al menos Mo no se lo había revelado.
—¡Bueno, al sur! —se limitó a decir cuando se acomodó detrás del volante. Y se pusieron en camino… sin despedirse de nadie, a una hora demasiado temprana en una mañana que olía a lluvia.
Dedo Polvoriento los esperaba junto al portón.
—Más allá del Bosque empieza el Ancho Mundo —dijo la Rata—. Y eso es algo que no importa, ni a ti ni a mí. Yo nunca he estado allí, y jamás voy a ir, ni tú tampoco, si tienes una pizca de juicio.
Kenneth Grahame
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El viento en los sauces
Dedo Polvoriento debía de haber estado aguardando en la carretera, detrás del muro. Meggie había hecho equilibrio sobre él cien veces o más, recorriéndolo hasta los goznes oxidados del portón para luego volver atrás con los ojos firmemente cerrados y ver con más claridad el tigre de ojos amarillos como el ámbar que acechaba al pie del muro, entre el bambú, o los rápidos que espumeaban a su izquierda y a su derecha.
Ahora el único que estaba allí era Dedo Polvoriento. Pero ninguna otra visión habría hecho latir más deprisa el corazón de Meggie. Apareció tan bruscamente, vestido con un jersey, los brazos ateridos ciñendo el torso, que Mo estuvo a punto de atropellado. Su abrigo debía de estar todavía húmedo de la lluvia, aunque el pelo se le había secado. Rubio rojizo, se erizaba sobre el rostro marcado por las cicatrices.
Mo profirió una maldición ahogada, apagó el motor y se apeó del autobús. Dedo Polvoriento esbozó su extraña sonrisa y se apoyó en el muro.
—¿Adónde te proponías ir, Lengua de Brujo? —preguntó—. ¿No teníamos una cita? Ya me diste plantón una vez de este modo, ¿lo recuerdas?
—Sabes de sobra que tengo prisa —contestó Mo—. La razón es la misma de entonces.
Seguía de pie junto a la puerta abierta del vehículo, esperando impaciente a que Dedo Polvoriento se apartase al fin de su camino.
Pero éste simulaba no apercibirse de la impaciencia de Mo.
—¿Puedo saber adónde te diriges ahora? —preguntó—. La última vez me pasé cuatro años buscándote, y con un poco de mala suerte los hombres de Capricornio te habrían encontrado antes que yo.
Miró a Meggie y la niña le devolvió la mirada con expresión hostil.
Mo calló un instante antes de contestar.
—Capricornio está en el norte —dijo por fin—. Así que nos dirigimos hacia el sur. ¿O es que mientras tanto ha plantado sus tiendas en otro lugar?
Dedo Polvoriento contempló la carretera. La lluvia caída la noche anterior brillaba en los baches.
—No, no —repuso—. Continúa en el norte. Esto es lo que se oye, y ya que evidentemente has decidido no darle lo que busca, lo mejor será que yo también me encamine sin demora hacia el sur. Sabe Dios que no me gustaría ser el que dé la mala noticia a las huestes de Capricornio. Así que si quisierais llevarme un trecho con vosotros… ¡Estoy listo para partir!
Sacó a rastras de detrás del muro dos bolsas que parecían haber dado la vuelta al mundo una docena de veces. Aparte de ellas, Dedo Polvoriento sólo llevaba consigo una mochila.
Meggie apretó los labios.
«¡No, Mo! —pensó—. ¡Que no venga con nosotros!» Pero le bastó mirar a su padre para saber que respondería lo contrario.
—¡Vamos, hombre! —exclamó Dedo Polvoriento—. ¿Qué les voy a contar a los hombres de Capricornio si llego a caer en sus manos?
Plantado allí, parecía tan perdido como un perro abandonado. Y por más que Meggie se esforzaba por descubrir algo sospechoso en él, nada pudo encontrar a la pálida luz de la mañana. A pesar de todo, no deseaba que los acompañase. Así lo decía claramente la expresión de su rostro, pero ninguno de los dos hombres le prestaba atención.
—Créeme, no podría ocultarles mucho tiempo que te he visto —prosiguió Dedo Polvoriento—. Y además… —vaciló antes de terminar la frase— además… todavía estás en deuda conmigo, ¿no?
Mo agachó la cabeza. Meggie vio cómo su mano se cerraba agarrando con fuerza la puerta abierta del coche.
—Si quieres considerarlo así —dijo—. De acuerdo, lo admito, estoy en deuda contigo.
En el rostro de Dedo Polvoriento, surcado por las cicatrices, se dibujó una expresión de alivio. Rápidamente se echó la mochila al hombro y se dirigió con sus bolsas hacia el autobús.
—¡Esperad! —gritó Meggie cuando Mo salía a su encuentro para echarle una mano con las bolsas—. Si va a venir con nosotros, quiero saber primero por qué huimos. ¿Quién es ese tal Capricornio?
Mo se volvió hacia su hija.
—Meggie… —empezó a decir en un tono que conocía más que de sobra: «Meggie, no seas tonta». «Venga, Meggie…»
La niña abrió la puerta del autobús y saltó fuera.
—¡Meggie, maldita sea! Vuelve a subir. ¡Tenemos que irnos!
—Subiré cuando me lo hayas contado.
Mo se dirigió hacia ella, pero Meggie se le escapó de entre las manos, cruzó el portón y salió corriendo a la carretera.
—¿Por qué no me lo dices? —gritó.
La carretera estaba tan solitaria como si fueran los únicos habitantes del mundo. Se había levantado un viento suave que acarició el rostro de Meggie e hizo susurrar las hojas del tilo que se erguía junto a la carretera. El cielo continuaba lívido y gris, sencillamente se negaba a aclararse.
—¡Quiero saber qué ocurre! —gritó Meggie—. Quiero saber por qué hemos tenido que levantarnos a las cinco de la mañana y por qué no tengo que ir al colegio. ¡Quiero saber si volveremos y quién es ese tal Capricornio!
Al pronunciar ese nombre, Mo miró a su alrededor como si ese desconocido al que tanto temían ambos hombres estuviera a punto de salir del granero vacío, tan de improviso como había surgido Dedo Polvoriento desde detrás del muro. Pero el patio estaba vacío y Meggie se sentía demasiado furiosa como para temer a alguien de quien sólo conocía el nombre.
—¡Tú siempre me lo has contado todo! —le gritó a su padre—. Siempre.
Pero Mo callaba.
—Todo el mundo guarda un par de secretos, Meggie —dijo al fin—. Y ahora, sube de una vez. Tenemos que irnos.
Dedo Polvoriento le escudriñó primero a él y luego a la niña con expresión incrédula.
—¿Que no le has contado nada? —le oyó preguntar Meggie en voz baja.
Mo negó con la cabeza.
—¡Pero algo tienes que decirle! Es peligroso que no sepa nada. Al fin y al cabo ya no es una niña.
—También es peligroso que lo sepa —replicó Mo—. Y no cambiaría nada.
Meggie seguía en la carretera.
—¡He escuchado todas vuestras palabras! —gritó—. ¿Qué es peligroso? No subiré hasta enterarme.
Mo continuaba en silencio.
Dedo Polvoriento lo miró indeciso durante un momento, después volvió a depositar sus bolsas.