A pesar de todo, algo había cambiado. Desde que Meggie había visto a Basta apretar su navaja contra el cuello de su padre, parecía como si el mundo tuviera una mancha, una fea quemadura negruzca que se propagaba devastadora, hedionda y chisporroteante.
Hasta las cosas más inocentes mostraban de repente una sombra sucia. Una mujer sonrió a Meggie y luego se detuvo ante los escaparates de una carnicería. Un hombre arrastraba tras de sí a un niño con tanta impaciencia que éste tropezó y se frotó sollozando la rodilla abierta. Y a aquel tipo de allí, ¿por qué se le abombaba la chaqueta por encima del cinturón? ¿Llevaría una navaja como Basta?
Daba la impresión de que la paz era irreal, falsa. A Meggie la huida en plena noche y el miedo sufrido en la choza derruida le parecían más reales que la limonada que Elinor colocaba ante sus narices.
Farid no tocaba su vaso. Tras olfatear el contenido amarillo, dio un sorbo y después se limitó a observar por la ventana. Sus ojos apenas lograban decidir en quién o en qué detenerse primero. Su cabeza se movía de un lado a otro, como si siguiera un juego invisible cuyas reglas intentaba comprender, sumido en la desesperación.
Después de desayunar, Elinor preguntó en la barra por el mejor hotel de la ciudad. Mientras pagaba la cuenta con su tarjeta de crédito, Meggie contemplaba con su padre todas las exquisiteces colocadas en el expositor de la barra, y cuando se dieron la vuelta, Dedo Polvoriento y Farid habían desaparecido. A Elinor aquello le inquietó sobremanera, pero Mo aplacó su preocupación.
—No puedes atraer a Dedo Polvoriento con el señuelo de una cama de hotel. A él no le gusta dormir bajo un techo sólido —explicó—. Siempre ha seguido su propio camino. A lo mejor desea marcharse, o tal vez se plante en la próxima esquina para ofrecer su espectáculo a los turistas. Créeme, con Capricornio no volverá, te lo aseguro.
—¿Y Farid? —A Meggie no le cabía en la cabeza que hubiera desaparecido por las buenas con Dedo Polvoriento.
Su padre se limitó a encogerse de hombros.
—Durante todo este tiempo no se ha separado de él —respondió—. Aunque no sé si es por Dedo Polvoriento o por
Gwin.
El hotel que los empleados del café habían recomendado a Elinor estaba ubicado en una plaza cercana a la calle principal que, flanqueada por palmeras y tiendas, cruzaba el pueblo. Elinor alquiló dos habitaciones en el último piso, desde cuyos balcones se divisaba el mar. Era un hotel grande. Abajo, junto a la entrada, había un hombre con un extraño atuendo que, aunque pareció sorprenderse por su carencia de equipaje, pasó por alto la suciedad de sus ropas con una amable sonrisa. Las camas eran tan mullidas y blancas que lo primero que hizo Meggie fue enterrar el rostro en el embozo. A pesar de todo, la sensación de irrealidad no la abandonaba. Una parte de ella seguía en el pueblo de Capricornio, tropezando entre los zarzales y temblando en la choza derruida mientras Basta se aproximaba desde el exterior. A Mo parecía sucederle algo parecido. Siempre que lo miraba tenía una expresión ausente, y en lugar del alivio que ella quizás esperaba tras todo lo acontecido, sólo descubrió tristeza… y un ensimismamiento que la atemorizó.
—Oye, por casualidad, ¿no estarás pensando en regresar, eh? —le preguntó al volver a ver esa expresión en su rostro. Lo conocía tan bien…
—¡Oh, no te preocupes! —contestó él acariciando sus cabellos. Pero ella no le creyó.
A Elinor parecía asaltarle el mismo temor que a Meggie. En varias ocasiones habló con voz insistente y muy seria con Mo —en el pasillo del hotel delante de su habitación, durante el desayuno, durante la comida—, pero en cuanto Meggie se acercaba, callaba bruscamente. Elinor llamó a un médico para que curase el brazo de Mo, a pesar de que éste lo juzgaba innecesario, y compró para todos ropa nueva, en compañía de Meggie, pues, como dijo:
—Si yo te escojo algo, no te lo pondrás.
Además, hizo numerosas llamadas telefónicas. Telefoneaba sin parar y visitó todas las librerías de la localidad. Al tercer día, mientras desayunaban, declaró de repente que pensaba regresar a casa.
—Ya no me duelen los pies, la añoranza de mis libros acabará matándome, y como vea a un turista más en bañador, gritaré —le comunicó a Mo—. He alquilado un coche. Pero antes de irme, me gustaría entregarte esto.
Y, tras estas palabras, deslizó por encima de la mesa una nota para Mo. En ella figuraban un nombre y una dirección, escritos con la letra grande y ampulosa de Elinor.
—Te conozco, Mortimer —le dijo—. Sé que
Corazón de tinta
no se te va de la cabeza. Por eso te he conseguido la dirección de Fenoglio. Créeme, no ha sido fácil, pero existen grandes posibilidades de que aún conserve algún ejemplar. Prométeme que irás a visitarlo, vive cerca de aquí, y que desterrarás para siempre de tu mente el libro del pueblo maldito.
Mo contempló la dirección con detenimiento, como si quisiera grabarla a fuego en su memoria. A continuación introdujo la nota en su monedero recién comprado.
—Tienes razón, merece la pena intentarlo —reconoció—. ¡Muchas gracias, Elinor! —parecía casi feliz.
Meggie no entendía una palabra. Sólo sabía una cosa: Elinor llevaba razón. Su padre seguía pensando en
Corazón de tinta,
se negaba a aceptar que lo había perdido.
—¿Fenoglio? ¿Quién es ése? —preguntó la niña con voz insegura—. ¿Algún librero? —El nombre le resultaba conocido, pero no acertaba a recordar por qué.
Su padre no contestó. Se limitaba a mirar fijamente por la ventana.
—¡Vámonos con Elinor, Mo! —rogó Meggie—. ¡Por favor!
Aunque era hermoso acudir por las mañanas a la orilla del mar y las casas de colores le encantaban, ardía en deseos de marcharse. Cada vez que divisaba las colinas que se alzaban detrás del pueblo, su corazón latía más deprisa, y una y otra vez creía descubrir entre la gente que deambulaba por las calles los rostros de Basta o de Nariz Chata. Deseaba regresar a casa o al menos a la de Elinor. Quería contemplar cómo su padre confeccionaba nuevos ropajes para los libros de Elinor, cómo estampaba con sus sellos en la piel delicados motivos de oro, cómo seleccionaba el papel para las guardas, removía la cola y apretaba con energía la prensa. Deseaba que todo volviera a ser como antes de la noche en que apareció Dedo Polvoriento.
Su padre sacudió la cabeza.
—Primero he de hacer esa visita, Meggie, antes de regresar a casa de Elinor —le informó—. Nos iremos pasado mañana a más tardar.
Meggie clavó los ojos en su plato. Qué desayunos tan increíbles te servían en un hotel caro… Sin embargo, no tenía apetito para tomar barquillos frescos con fresas.
—Bien, entonces os veré dentro de dos días. ¡Dame tu palabra de honor, Mortimer! —imposible soslayar la preocupación que latía en la voz de Elinor—. Vendrás aunque no tengas éxito con Fenoglio. ¡Prométemelo!
Mo sonrió.
—Palabra de honor, Elinor —aseguró.
Elinor respiró aliviada y mordisqueó el cruasán depositado en su plato.
—No me preguntes cómo he conseguido la dirección —dijo con la boca llena—. Ese hombre no reside lejos de aquí. En coche seguro que apenas tardas una hora en llegar. Qué raro que Capricornio y él vivan tan cerca uno del otro, ¿verdad?
—Sí, es muy raro —murmuró Mo sin dejar de mirar por la ventana.
El viento acariciaba las palmeras del jardín del hotel.
—Casi todos sus relatos transcurren en esta zona —prosiguió Elinor—, pero por lo que sé, vivió mucho tiempo en el extranjero y regresó hace pocos años —hizo una seña a una camarera para que le sirviera otro café.
Cuando la camarera le preguntó si deseaba algo más, Meggie negó con la cabeza.
—¡Mo, quiero irme de aquí! —musitó—. No me apetece visitar a nadie. Quiero irme a casa. O al menos a la de Elinor.
Su padre cogió su taza de café. Aún torcía el gesto al mover el brazo izquierdo.
—Haremos esa visita mañana mismo, Meggie —anunció—. Ya has oído que no queda muy lejos de aquí. Y pasado mañana por la noche como muy tarde estarás durmiendo en la cama gigante de Elinor, donde cabría un curso escolar entero.
Pretendía hacerla reír, pero su hija no estaba de humor. Contemplaba las fresas de su plato. Qué rojas eran.
—Tendré que alquilar un coche, Elinor —le dijo Mo—. ¿Puedes prestarme dinero? Te lo devolveré en cuanto lleguemos a tu casa.
Elinor asintió y dirigió una larga mirada a la niña.
—¿Sabes una cosa, Mortimer? Creo que de momento tu hija odia los libros. Recuerdo esa sensación. Cada vez que mi padre se enfrascaba en uno, los demás nos tornábamos invisibles. En esas ocasiones me habría encantado hacerlo trizas con unas tijeras. ¿Y hoy? Hoy estoy tan loca como mi padre. ¿A que es curioso? En fin —dobló su servilleta y echó su silla hacia atrás—, prepararé el equipaje y tú cuéntale a tu hija quién es Fenoglio.
Acto seguido se marchó. Meggie se quedó sola en la mesa con su padre. El pidió otro café, a pesar de que solía contentarse con una sola taza.
—¿Qué pasa con tus fresas? —le preguntó—. ¿No te apetecen?
Meggie negó con la cabeza.
Mo cogió una suspirando.
—Fenoglio es el autor de
Corazón de tinta
—explicó—. Es probable que conserve algún ejemplar. Casi seguro incluso.
—¡Bah! —exclamó Meggie despectiva—. Seguro que Capricornio se los robó hace tiempo. ¡Los robó todos, lo viste con tus propios ojos!
Su padre meneó la cabeza.
—Creo que se olvidó de Fenoglio. Sabes, esto de los escritores es un asunto extraño. La mayoría de la gente no se imagina que los libros los escriben personas que no son muy distintas a ellos. Se supone que los escritores llevan mucho tiempo muertos, pero no que puedas encontrártelos en la calle o haciendo la compra. Se conocen sus obras, pero no su nombre y menos aún sus facciones. Y a la mayoría de los escritores eso les gusta… Ya has oído decir a Elinor que le resultó muy difícil averiguar la dirección de Fenoglio. Es muy probable que Capricornio no tenga ni la más remota idea de que su creador vive apenas a dos horas de distancia de él.
Meggie no estaba tan segura. Meditabunda, hizo dobleces con el mantel y luego volvió a estirar la tela amarillo pálido.
—A pesar de todo preferiría marcharme a casa de Elinor —insistió—. El libro… —se interrumpió, pero acabó concluyendo la frase—, no entiendo por qué te empeñas en conseguirlo a toda costa. No sirve de nada.
«Ella se ha ido —pensó—, tú intentaste traerla de vuelta, pero es imposible. Vámonos a casa…»
Mo cogió otra fresa de su hija, la más diminuta.
—Las más pequeñas son siempre las más dulces —dijo mientras se la metía en la boca—. A tu madre le encantaban las fresas. Nunca se hartaba de ellas, y cuando en primavera llovía tanto que se enmohecían en el bancal, se enfadaba muchísimo.
Una sonrisa afloró a sus labios mientras miraba de nuevo por la ventana.
—Sólo este intento más, Meggie —le dijo—. Solamente uno más y pasado mañana regresaremos a casa de Elinor. Te lo prometo.
¿Qué niño no habrá imaginado, cuando no podía conciliar el sueño en una tibia noche de verano, que veía en el cielo el velero de Peter Pan?
Quiero enseñarte a ver ese barco.
Roberto Cotroneo
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Si una mañana de verano un niño
Meggie permaneció en el hotel mientras su padre se encaminaba a la empresa de alquiler de coches. Tras acercar una silla al balcón, contempló por encima de la barandilla pintada de blanco el mar, que centelleaba como un cristal azulado más allá de las casas, e intentó dejar la mente en blanco. El ruido del tráfico que ascendía hasta sus oídos era tan intenso que estuvo a punto de no oír a Elinor llamar a la puerta.
Se alejaba ya por el pasillo, cuando Meggie abrió de repente.
—Ah, todavía sigues aquí —dijo Elinor, dándose la vuelta confundida. Ocultaba algo a su espalda.
—Sí, Mo ha ido a recoger el coche alquilado.
—Te he comprado un regalo de despedida —Elinor sacó un paquetito plano de detrás de la espalda—. No ha sido fácil encontrar un libro sin malvados, pues deseaba uno que tu padre pudiera leerte en voz alta sin causar daño. Creo que con éste nada sucederá.
Meggie desenvolvió el papel floreado. Sobre la tapa se veían dos niños con un perro, arrodillados en un estrecho trozo de roca o piedra, mirando preocupados el abismo que se abría debajo de ellos.
—Son poemas —explicó Elinor—. No sé si te gustan, pero se me ha ocurrido que si tu padre te los lee, seguro que sonarán de maravilla.
Meggie abrió el libro.
—…
Nunca borraré mi sombra, por muy larga que sea
—leyó.
Las palabras parecieron susurrarle una suave melodía desde sus páginas. Volvió a cerrar el libro con cuidado.
—Gracias, Elinor —le dijo—. Yo… siento no tener nada para ti.
—No importa, pero espera, creo que tengo algo mejor —repuso Elinor sacando de su bolso otro paquetito recién comprado—. ¿Qué va a hacer una devoralibros como tú con un solo libro? —inquirió—. Pero éste es preferible que lo leas tú sola. Hay un montón de bribones dentro. A pesar de todo, creo que te gustará. Al fin y al cabo, en el extranjero no hay nada mejor que las consoladoras páginas de un libro, ¿verdad?
Meggie asintió.
—Mo me ha prometido que nos iremos pasado mañana —le informó—. Te despedirás de él antes de marcharte, ¿no?
Colocó el primer obsequio de Elinor sobre la cómoda emplazada junto a la puerta y abrió el segundo. Era un libro gordo, ¡magnífico!
—¡Qué va! Encárgate tú de eso —contestó Elinor—. Las despedidas no se me dan bien. Además, volveremos a vernos muy pronto… Ya le he dicho que cuide de ti. Nunca dejes los libros abiertos —le advirtió antes de volverse—, se rompe el lomo. Pero eso seguro que tu padre te lo ha repetido mil veces.
—Bastantes, sí —repuso Meggie, pero Elinor ya había desaparecido.
Poco después, Meggie oyó arrastrar una maleta hasta el ascensor, pero no salió al pasillo para comprobar si se trataba de Elinor. A ella tampoco le gustaban las despedidas.
Durante el resto del día permaneció muy silenciosa. A última hora de la tarde, su padre y ella salieron a cenar a un pequeño restaurante, a escasas bocacalles de allí. Anochecía cuando volvieron a salir. La gente se aglomeraba en las calles cada vez más oscuras. En una plaza la aglomeración era especialmente densa, y cuando Meggie se abrió paso con su padre en medio del gentío, observó que la gente se apiñaba alrededor de un escupefuego.