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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

Viaje alucinante (42 page)

BOOK: Viaje alucinante
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–¿Bien, Yuri? –preguntó Boranova.

Konev con voz enronquecida, respondió:

–No lo entiendo.

–Yuri, hijito, puede que ésta sea una neurona mala y piense poco. Tendremos que probar con otra; y puede que otra más. La primera pudo haber sido la suerte del principiante –dijo Dezhnev.

Konev lo miró furioso y objetó:

–No trabajamos con células únicas. Estamos en un grupo de células..., un millón o más de ellas..., que son un centro de pensamiento creativo, según la teoría de Albert. Lo que una piensa, lo piensan todas..., con ínfimas variaciones.

–Esto es lo que creo haber demostrado –declaró Morrison.

–Entonces, ¿no vamos a ir de célula en célula? –preguntó Dezhnev.

–Sería inútil –dijo Morrison.

–Bien –declaró pesadamente Dezhnev–, porque no tenemos tiempo, ni tenemos energía. Así que..., ¿qué vamos a hacer ahora?

En el silencio que siguió, Konev repitió:


No
lo entiendo. Nastiaspenskaya
no
podía estar equivocada.

Y ahora, Kaliinin, con gran deliberación, se soltó el cinturón y se levantó. Dijo:

–Quiero decir algo y no quiero que me interrumpan. Natalya, preste atención. Ya hemos ido suficientemente lejos. Éste es un experimento que tal vez había que hacer, aunque en mi opinión, estaba condenado al fracaso. Bien,
ha
fracasado.

Con un dedo delgado señaló a Konev, sin mirarlo.

–Hay gente que desea alterar el Universo a su gusto. Lo que no es así, intentan
hacerlo así
por la mera fuerza del deseo..., excepto que el Universo está más allá de la voluntad de cualquiera, por más que se esfuerce... Ignoro si Nastiaspenskaya está en lo cierto o no. No sé si las teorías de Albert son correctas o no Pero una cosa sí sé..., lo que piensan. Y lo que cualquier neuro-científico piensa del cerebro en general, debe ser acerca de un cerebro razonablemente normal. El cerebro del académico Shapirov no es razonablemente normal. Un veinte por ciento del mismo no funciona..., está muerto. El resto debe estar distorsionado en consecuencia y el hecho de que lleva semanas en coma, lo demuestra.

»Cualquier ser humano razonable se daría cuenta de que Shapirov no puede pensar de manera normal. Su cerebro es un ejército en... desorden. Es una fábrica en la que toda su maquinaria se ha desmontado. Brilla esporádicamente, emite pensamientos quebrados, piezas sueltas, astillas de memoria. Algunos hombres –volvió a señalar– no quieren admitirlo porque creen que si solamente insisten con voz muy fuerte y muy alta, lo obvio retrocederá y lo imposible de un modo u otro, será.

Konev también se había soltado el cinturón y puesto de pie. Se volvió despacio y miró a Kaliinin. (Morrison estaba estupefacto. Konev la estaba mirando. Y en su rostro no se reflejaba ningún signo visible de ira, odio o desprecio. Era una mirada de perro apaleado, con un algo de autodesprecio. Morrison estaba seguro.)

Sin embargo, la voz de Konev era firme y dura cuando dejando de mirar a Kaliinin se volvió a Boranova y le dijo:

–Natalya, ¿se tocó este punto antes de emprender el viaje?

–¿Se refiere, Yuri, a si Sofía me dijo todo esto antes de ahora? No, no lo hizo.

–¿Hay alguna razón que nos obligue a ser molestados por tripulantes que no tienen fe en nuestro trabajo? ¿Por qué semejante persona aceptó formar parte del viaje?

–Porque soy una científica –interrumpió Kaliinin, y también ella se dirigió a Boranova–. Porque quería probar el efecto de los tipos eléctricos artificiales en la interacción bioquímica. Se ha hecho. Para

el viaje ha sido un éxito así como para Arkady, puesto que la nave ha funcionado como debía; y para Albert, puesto que la evidencia de sus teorías es más fuerte ahora, me figuro, que cuando vinimos; y para usted, Natalya, porque nos ha traído aquí y nos devolverá sanos y salvos. Pero para uno –señaló a Konev– ha sido un fracaso y la estabilidad mental del que ha fracasado mejoraría enormemente con la franca confesión del fracaso.

(«Se revuelve contra él con saña», pensó Morrison.)

Pero Konev no se derrumbó ante el ataque de Kaliinin. Permaneció sorprendentemente tranquilo y dijo, también a Boranova:

–No es así. Esto es lo contrario de la verdad. Desde el principio quedó claro que no podíamos contar con que Shapirov pensara como lo hacía cuando estaba en plena salud. Estaba enteramente previsto que recibiríamos fragmentos y trozos con sentido, mezclados con insensateces y trivialidades. Y así fue. Yo esperaba conseguir un más alto porcentaje de sentido en esta nueva neurona, inmediatamente después de la sinapsis. Ahí fracasamos. Esto hace más difícil la tarea que tenemos ante nosotros; pero no imposible.

»Tenemos más de cien frases e imágenes que hemos recuperado del pensamiento de Shapirov. No se olviden de
«nu
veces
c
es igual a
m
sub
s
», que debe ser significativo. No hay razón posible para pensar que sea una simple trivialidad.

–¿Ha pensado, Yuri –dijo Boranova– que es posible que ese fragmento de una expresión matemática represente algo que Shapirov buscaba y no encontró?

–Lo he pensado, ¿pero por qué, en este caso, persistiría en su mente? Ciertamente merece ser investigado. Y cuánto de lo que parece trivial, o sin sentido, no lo sería si tan siquiera una frase o una imagen nos proporcionaran el necesario indicio. Con cada paso hacia delante, otras cosas, podrían ir encajando fácilmente. Ciertamente no tenemos razones
aún
para declarar que este viaje, o parte de él, sea un fracaso.

Boranova asintió con un ligero movimiento de cabeza:

–Bien, esperemos que tenga razón, Yuri; pero como Arkady ha preguntado, ¿qué hacemos ahora? ¿Qué es lo que, en su opinión, deberíamos hacer ahora?

Konev, con suma deliberación, respondió:

–Hay una cosa que aún no hemos intentado. Hemos probado detectar fuera de la neurona; dentro de la neurona; dentro del axón; dentro de las dendritas; pero en cada uno de los casos, lo hemos hecho desde el interior de la nave, dentro de sus paredes supuestamente aislantes.

–Entonces –dijo Boranova–, ¿en este caso sugiere que lo intentemos fuera de la nave, dentro del propio fluido de la célula? Tenga en cuenta que el observador seguirá estando metido en un traje de plástico.

–Un traje de plástico no es tan grueso como una nave de plástico, y el efecto aislante sería presumiblemente menor. Además, la propia computadora no tendría por qué estar dentro del traje.

–¿Qué es lo que se le está ocurriendo? –exclamó Morrison alarmado.

Konev lo miró fríamente:

–Cabe sólo una posibilidad, Albert. La computadora es de diseño suyo, y está hecha para ajustarse a su cerebro. Necesariamente, es usted el más sensibilizado para captar los pensamientos de Shapirov. Sería una pura locura enviar a otra persona. He pensado en
usted
para esto, Albert.

A Morrison se le contrajo el estómago. ¡Eso no! ¡No podían volver a pedírselo!

Intentó decirlo así, pero parecía como si su boca se hubiera secado de pronto; de ella no salía otro sonido que un ruido sibilante y ronco. Cruzó su mente, como un relámpago, la idea de que estaba empezando a disfrutar de la sensación de no ser un cobarde, de circular en una nave a través de la célula cerebral, sin miedo..., pero sí, después de todo, era un cobarde.

–¡Eso no! –gritó. Pero no era su voz; era una octava más alta. Era la de Kaliinin.

Se había vuelto hacia Boranova, manteniéndose en su asiento agarrada con los dedos, con los nudillos sobresaliendo blancos y brillantes.

–Eso no, Natalya –repitió apasionadamente, jadeando en su excitación–. Es una sugerencia cobarde. El pobre Albert ya ha estado fuera una vez. Casi murió y de no haber sido por él estaríamos aún perdidos en el capilar equivocado y jamás hubiéramos podido llegar a este bloque de células. ¿Por qué tiene que volver a hacerlo él? Ha llegado el turno a alguien más; puesto que es
él
quien lo quiere hacer (nadie puso en duda quién era
él), déjenlo
pues que lo haga. No debería pedírselo a nadie más.

Morrison, sumido en su pánico, llegó a preguntarse vagamente si la emoción de Kaliinin era debida a un efecto creciente por él, o a una determinación a oponerse a cualquier deseo fuerte de Konev. Un pequeño rincón de la mente de Morrison era lo bastante realista para tener la seguridad de que se trataba de lo último.

El rostro de Konev había ido enrojeciendo a medida que Sofía hablaba, hasta que al fin estalló:

–No se trata de
cobardía.
–Escupió la palabra, estableciendo claramente que eso era lo que más le había ofendido–. Estoy haciendo la única sugerencia posible. Si yo saliera, y estoy perfectamente dispuesto a hacerlo, solamente podría hacerlo con la máquina de Albert, que no funcionaría tan bien conmigo como con él. No podemos elegir a uno u otro caprichosamente. Tiene que ser el que pueda conseguir los mejores resultados, y en este caso no cabe la menor duda de quién debe ser.

–Cierto –dijo Morrison, que al fin había encontrado su voz–, pero no hay razón para suponer que la recepción será mejor fuera de la nave que dentro de ella.

–Tampoco hay razón para suponer lo contrario –objetó Konev–. Y como les dirá Dezhnev, nuestra provisión de energía, y por lo tanto nuestro tiempo, se está agotando. No queda lugar para demoras. Tendrá que abandonar la nave como ya lo hizo antes..., y ahora.

Morrison dijo en un tono de voz que, confiaba expresara su determinación:

–Lo siento. No abandonaré la nave.

Pero Boranova, por lo visto, también había tomado una decisión.

–Me temo que tendrá que hacerlo –le dijo con dulzura.

–No.

–Yuri tiene razón. Solamente usted y su computadora pueden darnos la información que necesitamos.

–Estoy seguro de que no habrá información.

Boranova tendió las dos manos con las palmas hacia arriba.

–Puede que no, pero no podemos dejarlo en conjetura. Busquemos.

–Pero...

–Albert –siguió Boranova–, le prometo que si hace esto por nosotros, su participación será honradamente reconocida cuando llegue el momento de publicarlo abiertamente. Será reconocido como el hombre que resolvió la teoría correcta del pensamiento, el hombre que desarrolló el dispositivo que podía explotar debidamente dicha teoría, el hombre que salvó la nave en el capilar, y el hombre que detectó el pensamiento de Shapirov aventurándose valientemente dentro de la neurona, como antes lo había hecho en la corriente sanguínea.

–¿Está insinuando que si me niego no contará la verdad?

–Me obliga a representar el papel de villana –suspiro Boranova–. Hubiera preferido que aceptara la implicación sin más... Sí, la verdad no tiene por qué saberse. Ésa, después de todo, es la única arma que tengo contra usted. No podemos echarlo fuera de la nave a la fuerza porque el hecho de que estuviera fuera no nos reportaría ninguna ventaja. Debe poder captar el pensamiento del pobre Shapirov y por ello necesitamos su cooperación voluntaria. Lo recompensaremos por eso, pero solamente por eso.

Morrison miró a su alrededor, a los rostros de sus compañeros de navegación, en busca de ayuda. Boranova..., lo estudiaba fijamente. Konev..., lo miraba imperiosamente. Dezhnev..., parecía turbado, deseando no verse comprometido en ningún sentido. Y Kaliinin..., su única esperanza. Se la quedó mirando, pensativo, y preguntó:

–¿Qué le parece, Sofía?

Kaliinin titubeó, luego con voz firme dijo:

–Creo que no está bien amenazarlo así. Semejante tarea debería ser realizada voluntariamente y no bajo presión.

Dezhnev, que había estado tarareando por lo bajo, observó:

–Mi anciano padre solía decir: «No hay presión como la propia conciencia y ella es la que hace la vida innecesariamente amarga»

–Mi conciencia no me molesta para nada en este caso –aseguró Morrison–. ¿Lo sometemos a votación?

–No importaría. Yo soy el capitán y en un caso como éste, solamente yo tengo voto.

–Si estoy ahí fuera y no capto nada, ¿me creerán?

–Yo le creeré. Después de todo podía fácilmente inventar algo que sonara a útil si deseara que nos mostráramos debidamente agradecidos. Si vuelve sin nada o con tonterías, creo que me sentiré más inclinada a creerle que si declara al instante que ha oído algo sumamente importante.

–Pero a mí no es fácil que me engañe –observó Konev–. Si llega con algo que parece importante, yo podré decir si realmente lo es. Y ahora ya basta de discusiones. ¡Vamos!

Y Morrison, con la garganta agarrotada y el corazón desbocado, consiguió musitar:

–Está bien, iré..., pero por poco tiempo.

Y Morrison, por decisión propia, se despojó de su ropa de algodón (¿habían transcurrido solamente dos horas, desde la otra vez?). Antes le había parecido una violación de su intimidad; esta segunda vez fue casi rutina.

Mientras, ayudado por Sofía se metía en el traje, se dio cuenta de con cuánta facilidad podía meter el estómago. Pese a un buen desayuno, mucha agua y un poco de chocolate, su estómago estaba vacío y le encantaba que así fuera. Sintió un espasmo de náuseas cuando el traje fue envolviendo más y más su cuerpo, y vomitar, una vez encerrado, habría sido insoportable. Un instante antes del cierre definitivo, rechazó otro trozo de chocolate con un estremecimiento.

Colocaron la computadora en sus manos enguantadas y Boranova le preguntó con voz alta:

–¿Podrá manejarla?

Morrison la oyó sin demasiada dificultad. Sabía que una vez fuera de la nave, no la oiría. Sopesó la computadora, esencialmente ligera, en una mano y tocó las teclas indiferentemente con la otra. Contestó con un giro:

–Creo que podré.

Entonces con cierta torpeza sujetaron la computadora a sus muñecas con fuertes nudos de una cuerda de plástico (probablemente el mismo material de que estaban hechos el traje y la nave).

–Así no la perderá –gritó Boranova.

Y entró en la esclusa de aire. Se sintió abrazado por ella, luego, oprimido al retirarse el aire y en seguida fuera de la nave.

Otra vez fuera. Por un tiempo breve, había advertido a los demás, ¿pero de qué podía servirle? ¿Cómo podía hacer valer su deseo si los demás, los de dentro de la nave, se negaban a dejarle volver? Ya estaba arrepentido de haberse dejado convencer de salir de la nave con cualquier
amenaza,
pero no se permitió siquiera articular el pensamiento. No le serviría de nada.

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