Morrison se metió la computadora debajo del brazo izquierdo, en parte porque no confiaba en el cordel de plástico con que la habían sujetado y en parte porque quería protegerla del contenido celular cuanto le fuera posible. Sentía la superficie de la nave en algún punto donde la carga eléctrica de su traje se adhería a una carga opuesta en el casco.
Morrison encontró un punto que le permitía mantener la espalda apoyada en la nave. El campo eléctrico no lo retenía con fuerza y podía moverse sobradamente. Sin embargo, su tamaño era el de un átomo y podía ser difícil concentrar una carga eléctrica en una porción de su cuerpo.
¿O no? ¿No estarían los electrones, que eran la fuente de la carga, miniaturizados también? Sentía, y lo resentía amargamente, su ignorancia acerca de la teoría de la miniaturización.
Notaba poco su movimiento a través de la corriente intracelular, porque todo se movía al mismo ritmo que él. Se encontró en el centro de un panorama móvil y siempre cambiante. Con el plástico fino de su traje entre él y la escena, con el foco de su casco girando a un lado y a otro al mover la cabeza, notando así que el mismo casco se movía (con cierta resistencia), abarcaba bastante más.
Notaba los bultos de las moléculas de agua chocando una con otra, como globos apenas visibles. Podía verlas rozándolo despacio a uno y otro lado y, en general, ignorarlo. A veces, una se adhería un instante; una carga eléctrica se encontraba con una carga opuesta en su ropa, de modo que se pegaban a él y al instante se soltaban perezosamente. Era casi como si una molécula ocasionalmente lo deseara y no consiguiera transformar su deseo en acto.
Entre ésas había moléculas mayores, algunas tan grandes como la nave, y otras infinitamente mayores aún. Podía distinguirlas solamente porque la luz resbalaba sobre ellas aquí y allá, como en un prisma. No las
veía,
sino que su mente las presumía a partir de lo que podía vislumbrar. Y el hecho de que pudiera hacerlo era el resultado de conocer mucho sobre el contenido de la célula, o pensar que conocía. También podía ser, pensó, su imaginación, sencillamente.
Incluso creyó distinguir el esqueleto del interior celular, las grandes estructuras inmóviles mientras la corriente de fluido pasaba por entre ellas y daba a la célula su forma más o menos fija. Dichas estructuras parecían adelantarle tan rápidamente que apenas podía darse cuenta de ellas antes de que desaparecieran. Ellas solas le creaban la impresión del rápido movimiento de la corriente intercelular que los arrastraba, a la nave y a él, pasando una y otra vez en perezosos vaivenes por entre aquellas estructuras fijas.
Todas estas observaciones le habían llevado poco tiempo, pero lo bastante. Ahora debía dedicar su atención a la computadora.
¿Y para qué? No detectaría nada. Morrison estaba seguro de ello, pero no podía obrar según lo que él creyera, por más seguro que estuviese. Quizá se equivocaba, pero se debía a sí mismo y a los demás, el esfuerzo.
Trató torpemente de ajustar la computadora a la máxima sensibilidad, apenas capaz de mover las teclas correctamente y aliviado al comprobar que la fuerza de la computadora funcionaba perfectamente. Se concentró, a fin de percibir y marcar las corrientes de pensamiento que pasaban a través de él.
El aparato hacía su trabajo. Las moléculas de agua resbalaban suavemente y casi sin tocarlo; desentendiéndose de ellas, su computadora fue reflejando las ondas sképticas, claramente perfiladas, más fuertes y nítidas, más finamente detalladas de lo que hasta entonces las había percibido. Pero, a pesar de todo, no notaba sino un murmullo leve que no producía ni palabras ni imágenes, sino sólo tristeza.
¡Esperen! ¿Cómo podía saber que el murmullo era triste? ¿Estaba seguro de que no era sino un juicio subjetivo de su parte? ¿O detectaba una emoción? ¿Estaba Shapirov, parcialmente muerto, totalmente comatoso, triste? ¿Sería acaso sorprendente que lo estuviera?
Morrison miró hacia la nave por encima del hombro. Seguro que lo que estaba detectando era suficiente. Se trataba sólo de tristeza; y nada más. ¿Debía señalar ahora para que le entraran? ¿Estarían dispuestos a hacerlo? Y si le entraban y decía a Boranova que no había percibido nada, ¿no protestaría Konev, furioso, de que sólo hubiese estado dos minutos fuera sin aguardar otra oportunidad? ¿No le exigiría Konev que volviera a salir?
¿Y si esperaba un poco más?
Realmente,
podía
esperar algo más. En esta fase de la miniaturización (o por lo que fuera) no sentía el menor calor.
Pero si esperaba algo más..., otros dos minutos, o cinco minutos, o una hora, lo mismo daba... Konev seguiría diciendo:
–No basta.
Podía entrever cómo Konev lo observaba con expresión dura y sombría. Kaliinin estaba directamente detrás de él, con expresión de enfado. Miraba angustiada al exterior.
Sus ojos se cruzaron y le pareció que esbozaba una llamada; pero Boranova se adelantó y la sujetó por el hombro. Kaliinin volvió inmediatamente a su sitio. (Tenía que hacerlo, se dijo Morrison, porque su trabajo consistía en vigilar el cambio de patrones eléctricos de la nave, y de él mismo ahora, y no podía..., no debía..., abandonar su trabajo por más preocupada que estuviera por él.)
Para completar su revisión, Morrison se esforzó por buscar la mirada de Dezhnev, pero el ángulo requerido era demasiado grande para poder maniobrar su casco. Por el contrario, captó a Konev haciéndole lo que parecía claramente un gesto de interrogación.
Morrison desvió la mirada con petulancia, sin hacer el menor intento de dar información. Pero entonces se dio cuenta de algo, algo grande a la distancia, que venía hacia él a gran velocidad. No podía percibir los detalles, pero automáticamente se encogió mientras esperaba que la corriente los llevara a él y a la nave hacia aquella cosa.
Venía directamente, como un acorazado, y Morrison se refugió contra el casco de la nave. Ésta evitó el objeto, pero por un escaso margen, y cuando el monstruo pasó junto a él, Morrison se sintió atraído y arrastrado.
Se le ocurrió que Kaliinin había puesto una determinada carga eléctrica en su traje y que, fuera lo que fuese que estuviera pasando, por la más horrenda de las circunstancias, la carga que tenía se complementaba con la suya.
En circunstancias normales, no hubiese importado. La nave y la estructura se cruzaron a tal velocidad que ninguna atracción podía arrancarlo de su sitio, pero él era un objeto diminuto sin masa y sin inercia y, por un instante, se sintió estirado como si la estructura y la nave se disputaran su posesión. La nave, comprendió desesperado, falló brevemente y fue arrastrado por la corriente.
Morrison había sido desprendido por el objeto y la nave, flotando en la corriente, se alejaba tan rápidamente que al instante la perdió de vista. En apenas un segundo había desaparecido.
Antes de tener verdadera consciencia de lo ocurrido, estaba solo y desamparado..., un objeto del tamaño de un átomo en una célula cerebral. Su único y débil lazo con la vida y la realidad, la nave, se había ido para siempre.
Morrison se sintió perdido unos minutos. Durante ese tiempo, no tuvo la menor idea de dónde estaba ni de lo que había ocurrido. Sólo tenía conciencia de un pánico absoluto, de la convicción de que estaba a punto de morir.
Morrison casi lamentó seguir con vida. Si aquel momento hubiera sido la muerte, todo habría terminado. Ahora todavía tenía que esperar por ella.
¿Cuánto tiempo le duraría el oxígeno? ¿Lo invadiría el calor y la humedad, lenta pero inexorablemente? ¿Se apagaría la luz junto con él y tendría que morir en absoluta oscuridad y completamente solo? Pensó medio loco: «¿Cómo sabré que estoy muerto si tan negro está antes como después?» (Pensó en Áyax rogando a Zeus que si tenía que encontrar la muerte fuera a la luz del día. «Y sin una persona que me tome de la mano», pensó desesperanzado.)
¿Qué hacer?
¿Sólo esperar?
¿Pero qué habría fallado?
Ah, aún no estaba muerto. El miedo había retrocedido lo bastante para dar lugar a un poco de curiosidad..., y la voluntad de luchar y
vivir.
¿Podía, de algún modo, haberse desprendido de la cosa? Parecía vergonzoso, en verdad, morir como una mosca adherida al ámbar... Y la nave iba alejándose cada vez un poco más. Inmediatamente pensó: «Está demasiado lejos para que vengan a recogerme, hiciera lo que hiciere»
La idea lo puso frenético y se retorció con todas sus fuerzas, tratando de desprenderse. No le sirvió de nada y se le ocurrió que malgastaba energía y aumentaba el calor en el interior de su traje.
Deslizó las manos hacia arriba a lo largo de la brumosa estructura que lo sujetaba, pero rebotaron. «Cargas iguales se repelen», pensó.
Lo intentó en otra dirección..., derecha, izquierda, arriba, abajo. Por alguna parte estaría la carga contraria. Entonces podría agarrarse y tratar de desgarrar la estructura. (¿Por qué le castañeteaban los dientes? ¿Miedo? ¿Desesperación? ¿Ambas cosas?)
Su mano derecha se cerró de golpe al ser atraída por una sección de la estructura. Apretó fuerte, tratando de rebasar la carga y rasgar el orden atómico..., si hubiera un orden atómico que tuviera algún sentido aparte de la propia carga.
Por un momento, sintió que la estructura se resistía a la excesiva presión con una especie de rechazo elástico. Y de pronto, sin previo aviso, se deshizo en su mano. Se la miró, estupefacto, tratando de descubrir lo que había podido ocurrir. No hubo la menor sensación de desgarro, de tirón. Era como si una parte de la estructura hubiera desaparecido.
Morrison lo intentó de nuevo, tanteando aquí y allá, hasta que desapareció otra porción. ¿Qué estaba ocurriendo?
¡Esperen! El campo de miniaturización se extendía algo más allá de la nave, había dicho Boranova. También lo haría entonces, más allá del traje. Cuando apretó con todas sus fuerzas, algo del átomo que tocaba se miniaturizaba y al hacerlo perdía su arquitectura normal y se desprendía de los átomos a los que, anteriormente, estaba sujeto. Todo lo que tocara, si podía tocarlo con fuerza suficiente, se miniaturizaría.
Cualquier átomo o porción de ellos que él miniaturizara así, se transformaría en una partícula con mucha menos masa que un electrón. Arrancaría casi a la velocidad de la luz, traspasaría la materia como si estuviera allí y desaparecería.
¿Podía ser?
Tenía
que ser. Nada más que pudiera imaginar tendría sentido.
Y mientras iba pensando, empezó a empujar con manos y pies violentamente contra el material que lo aprisionaba..., y se desprendió.
Ya no estaba adherido a la estructura. Era un cuerpo independiente flotando en la corriente intercelular.
No por ello pudo impedir que la nave estuviera perdida para siempre para él, pero por lo menos iba tras ella. (¡Qué estupidez! ¿De qué le servía ir tras ella? De acuerdo con su escala estaba a docenas de kilómetros de la nave..., por no decir docenas de docenas.)
Se le ocurrió otra idea que lo dejó aturdido. Había estado miniaturizando átomos para liberarse, pero la miniaturización requería cierto consumo de energía. No mucha en este caso, puesto que había poca cosa que mover, ¿pero de dónde le llegaría la energía?
Tenía que proceder del campo de miniaturización del propio traje. Por tanto, cada átomo miniaturizado debilitaba el campo. La pregunta era entonces: ¿Cuánto lo había debilitado para soltarse?
¿No sería por eso por lo que no sentía calor? ¿Acaso la miniaturización de su entorno había aspirado algo del calor así como la energía del campo de miniaturización? No, no podía ser así, puesto que no había sentido mucho calor antes incluso de desprenderse.
Pero también tuvo otra idea, haciendo su situación aún más desesperada. Si se había desprendido de la estructura a expensas de la energía de su campo, éste se había debilitado, entonces él estaría ligeramente desminiaturizado. ¿Era ésta la razón de la desminiaturización espontánea?
Boranova había hablado de la posibilidad de semejante desminiaturización espontánea. La posibilidad aumentaba cuando menor era el objeto miniaturizado... Y él ahora era pequeñísimo.
Mientras estuvo en la nave, había sido parte del campo de miniaturización total de ella, que era un objeto de tamaño molecular. Mientras formaba parte del citoesqueleto de la célula, era porción de un objeto mayor. Pero ahora estaba solo, separado, parte de nada como no fuera de sí mismo. Era un objeto de tamaño atómico.
Ahora era mucho más probable que se desminiaturizara, espontáneamente, excepto que no sería espontáneo..., sería por debilitamiento del campo; por la miniaturización de los objetos normales circundantes.
¿Cómo podría saber si se desminiaturizaba? Si era así, el proceso sucedería a una velocidad exponencial. Se desminiaturizaría lentamente al principio, pero a medida que fuera creciendo iría afectando a un mayor volumen de material circundante y crecería a mayor velocidad, y después mayor aún, y finalmente habría una explosión y moriría.
Pero, ¿qué importaba que se desminiaturizara? Si ocurría, entonces en muy poco tiempo..., en segundos quizás..., estaría muerto y todo ocurriría tan de prisa que no le causaría ninguna impresión. En un momento estaría vivo; al siguiente, la nada.
¿Cómo podía pedir una muerte mejor? ¿Por qué se empeñaba en querer saber, un segundo antes, lo que iba a ocurrir?
Porque estaba vivo y era humano..., y necesitaba saber qué hacía a un objeto vivo y humano.
¿Cómo podría saberlo?
Miró el vago centelleo que lo rodeaba, y el movimiento ondulante de las moléculas de agua, girando a su alrededor con una especie de moción lenta que a su vez los arrastraba por la corriente intercelular.
Si su tamaño aumentara, las moléculas deberían empequeñecerse y viceversa.
Morrison miró fijamente.
Estaban
disminuyendo de tamaño, eran más pequeñas. ¿Era esto la muerte? ¿O era sólo su imaginación?
A ver, un momento, ¿no estaban las moléculas de agua
aumentando
de tamaño, volviéndose como bloques? De ser así, es que se empequeñecía.
¿Encogería al tamaño de una partícula subatómica? ¿Un subelectrón? ¿Saldría disparado a la velocidad de la luz y estallaría cuando estuviera a mitad de camino de la Luna, muriendo en el vacío antes de haber tenido tiempo de enterarse de que estaba en él?
No, las moléculas se encogían, no crecían...