–Sí. Exactamente.
Se la quedó mirando, estudiando su perfil. La expresión de odio se había desvanecido, ahora había ansiedad en su expresión y Morrison se inquietó. La imagen de él de regreso a Estados Unidos empezó a hacerse borrosa.
–¿Ocurre algo malo, Sofía? –quiso saber.
–No, nada malo por el momento. Es sólo que me temo que
vendrá
en pos de nosotros. El lobo ha emprendido la persecución, así que debo enviarlo fuera lo más rápidamente que pueda.
La ciudad de Malenkigrad se extendía a sus pies, aunque no podía decirse que fuera exactamente una ciudad. Pequeña de nombre, era pequeña de hecho y se desparramaba en todas direcciones por la campiña plana.
Era la comunidad dormitorio para la gente que trabajaba en el proyecto de miniaturización y durante el día, precisamente ahora, parecía desierta. Se veía un vehículo moverse aquí y allá, algún que otro peatón y, naturalmente, niños jugando en las calles polvorientas.
A Morrison se le ocurrió que no tenía la menor idea, que no podía adivinar dónde, en el inmenso país que era la Unión Soviética, estaban Malenkigrad y la Gruta. Ni en los bosque de abedules, ni en la tundra. Aquel principio de verano era tibio y la tierra parecía semiárida. Podía encontrarse en el Asia central o en las estepas cercanas al lado europeo del Caspio. No tenía idea.
El rasador estaba perdiendo altura ya, bajaba con más suavidad que un ascensor. A Morrison le costaba creer que fuera posible un descenso tan tranquilizador. Entonces, las ruedas tocaron tierra y frenaron casi instantáneamente. Estaban en la parte trasera del hotel, un hotel cuyo pequeño tamaño había podido apreciar desde el aire.
Kaliinin dejó el rasador saltando limpiamente e hizo señas a Morrison que bajó de forma más reposada. Él preguntó:
–¿Qué se hace ahora con el rasador?
–Lo recogeré a la vuelta –respondió despreocupada– y lo llevaré de regreso al campo de la Gruta, si el tiempo se mantiene así. Vamos hacia la entrada y lo acompañaré a su habitación, donde podrá descansar un poco y preparar el paso siguiente.
–La habitación vigilada por los soldados, quiere decir.
–No habrá soldados vigilándolo –exclamó impaciente–. No tenemos miedo a que trate de escaparse
ahora.
–Y con una rápida mirada a su alrededor, añadió–: Pero yo, ahora, preferiría tener soldados.
Morrison también miró a su alrededor con cierta ansiedad, pero decidió que prefería no tener soldados cerca. Se le ocurrió que si Konev venía a reclamarlo, como Kaliinin temía que pudiese hacer, posiblemente lo haría respaldado por soldados. Y entonces pensó si había realmente algo que temer. Ella era quien tenía algo contra Yuri y por eso lo creía capaz de cualquier cosa.
No obstante, la idea no lo tranquilizó.
Morrison no había visto el hotel a la luz del día, desde el exterior; no había tenido ocasión de estudiarlo. Supuso que era únicamente utilizado por visitantes oficiales e invitados especiales... como él, si le correspondía aquella categoría. Se preguntó si, pequeño como era, llegaba alguna vez a llenarse. Desde luego, las dos noches que había pasado en él habían sido muy tranquilas. No recordaba ningún ruido en los corredores o en el comedor, y éste, cuando comió allí había estado prácticamente vacío.
Fue mientras pensaba en el comedor que se acercaron a la entrada y allí, a un lado, sentada al sol y leyendo un libro, había una mujer gorda, de cabello rojizo. Tenía medias gafas plantadas al final de la nariz. (A Morrison le sorprendió aquel toque de arcaísmo. Era raro ver gafas en aquellos días en que moldear los ojos era pura rutina y la visión normal se había vuelto realmente normal.)
Eran las gafas y la expresión estudiosa de su rostro lo que cambiaba de tal modo su aspecto, que Morrison podía fácilmente dejar de reconocerla. Y tal vez no lo hubiera hecho de no haber pensado precisamente en el comedor. La mujer era la camarera a la que había pedido ayuda tres noches atrás y que le había fallado, Valeri Paleron. Dijo gravemente:
–Buenos días, camarada Paleron. –Su voz era seca y la expresión nada amistosa. No pareció que a ella le molestara. Levantó la vista, se quitó las gafas y dijo:
–Áh, el camarada americano. Veo que ha vuelto sano y salvo. Enhorabuena.
–¿Por qué?
–Es el comentario de toda la ciudad. Ha habido un experimento que ha sido todo un éxito.
Kaliinin con expresión tormentosa interrumpió:
–Eso no debería comentarse en la ciudad. No necesitamos chismorreos.
–¿Chismorreos? –se revolvió la camarera–. ¿Quién de los de aquí no trabaja en la Gruta o tiene allí algún pariente? ¿Por qué no íbamos a enterarnos y a comentarlo? ¿Acaso puedo evitar oír? ¿Debo taponarme los oídos? No puedo llevar una bandeja en las manos y a la vez taparme los oídos. –Y dirigiéndose a Morrison añadió– Creo que estuvo usted muy bien y se le alaba mucho por ello.
Morrison se encogió de hombros.
–Y este hombre –la camarera se volvió a la ceñuda y cada vez más impaciente Kaliinin– deseaba irse antes de tener la oportunidad de participar en la gran hazaña. Se me acercó para que lo ayudara en su plan de marcharse... a mí, a una camarera. Naturalmente, informé en seguida y eso le disgustó. Incluso ahora me mira con malos ojos. Pero piense en el favor que le hice. Si no hubiera impedido que dejara de hacer lo que intentaban que hiciera, no sería ahora el gran vencedor de Moscú. Y la pequeña zarina aquí presente seguro que lo ama por ello.
–Si no deja inmediatamente de decir impertinencias, tendré que
denunciarla
a las autoridades –le respondió Kaliinin.
–Adelante –replicó Paleron, con los brazos en jarras y alzando las cejas–. Hago mi trabajo, soy una buena ciudadana, y no he hecho nada malo. ¿Cómo puede denunciarme? Además, hay aquí un coche precioso para usted.
–No he visto ningún coche precioso –protestó Kaliinin.
–No está en el aparcamiento, sino del otro lado del hotel.
–¿Qué le hace pensar que es para mí?
–Es la única persona importante que se ha acercado al hotel. ¿Para quién iba a ser? ¿Para el portero? ¿Para el recepcionista?
–Vamos, Albert –dijo Kaliinin–. Estamos perdiendo el tiempo. –Pasó por delante de la camarera de prisa y tan cerca que la pisó... tal vez no accidentalmente. Morrison la siguió dócilmente.
–Odio a esta mujer –refunfuñó Kaliinin mientras iban escaleras arriba en dirección de la habitación de Morrison en el segundo piso.
–¿Cree que es una observadora por cuenta del Comité Central de Coordinación? –preguntó Morrison.
–¿Quién sabe? Pero hay algo raro en ella. Además es una descarada. No sabe estar en su sitio.
–¿En su sitio? ¿Hay distinción de clases, entonces en la Unión Soviética?
–Déjese de sarcasmos, Albert. Aparentemente tampoco las hay en los Estados Unidos, pero seguro que existen. Y aquí lo mismo. Conozco la teoría, pero nadie puede vivir solamente de teorías. Si el padre de Arkady no lo dijo, hubiera debido hacerlo.
Subieron un tramo de escalera hasta lo que había sido la habitación de Morrison a principios de semana; y al parecer seguía siéndolo. Morrison la miró con cierta aversión. Era una habitación sin encanto, aunque la luz del sol la hacía parecer menos sombría de lo que recordaba; pero la esperanza de volver a casa bastaba para añadir brillo a todo.
Kaliinin se sentó en el mejor de los dos sillones de la alcoba con las piernas cruzadas; una de ellas oscilando inquieta. Morrison se sentó en un lado de la cama observándola pensativo. Nunca había tenido una buena ocasión de admirar su propia calma en plena tensión, y le pareció raro descubrir a alguien más nervioso que él.
–Parece inquieta, Sofía –le dijo–. ¿Ocurre algo malo?
–Ya se lo he dicho. Esa mujer, Paleron, me preocupa.
–No puede ser que la trastorne tanto. ¿Qué ocurre?
–No me gusta esperar. Ahora que los días son largos. Todavía faltan nueve horas para la puesta de sol.
–Es curioso que sea sólo cuestión de horas. La solución diplomática pudo haber durado meses...
Lo dijo ligeramente, pero la sola idea le producía una sensación de frío en la boca del estómago.
–No en un caso como éste. Lo he visto otras veces, Albert. Los suecos están involucrados. El avión que vendrá no es americano. Dejar que un avión americano aterrice en lo más profundo del territorio soviético es algo que no gusta demasiado a nuestro Gobierno y por eso lo evita. Pero los suecos... Bien, sirven de intermediarios entre las dos naciones por acuerdo mutuo y se esfuerzan por deshacer cualquier posibilidad de fricción.
–En los Estados Unidos, consideramos a los suecos tibios, en el mejor de los casos, hacia nosotros. Creo que preferimos tener a Gran Bretaña...
–Venga, venga, como si dijera Texas. En todo caso, puede que Suecia se muestre tibia para con ustedes, pero lo es considerablemente menos que con nosotros. Pero bueno, es Suecia y su principio consiste en que si hay que quitar fuego a una situación, cuanto antes se haga mejor.
–Me parece muy bien. Por supuesto yo soy el que debería tener más prisa, puesto que soy el más ansioso por marcharme. ¿Por qué unas pocas horas la preocupan tanto?
–Ya se lo he dicho.
Él
nos persigue. –Hizo hincapié en el pronombre.
–¿Yuri? ¿Qué puedo hacer? Si su Gobierno me devuelve...
–Hay elementos en el Gobierno que podrían fácilmente no estar de acuerdo en que se le devuelva y nuestro... amigo... los conoce demasiado bien.
Morrison se llevó un dedo a los labios y miró a su alrededor.
–¿Piensa que pueda haber escuchas? –dijo Kaliinin–. Éste es otro mito de la novela americana de espías. Los micrófonos son fácilmente detectables hoy en día y fácilmente eliminados... Yo misma llevo un pequeño detector y nunca he notado nada.
–Entonces dígame lo que quiera.
–Nuestro amigo no es un político extremista, pero encuentra que puede servirse de aquellos que lo son y están bien situados. Supongo que también en América tienen extremistas.
–¿No creerá usted que puede organizar un golpe en Moscú y colocar a los duros en el poder y hacerlo todo a tiempo de impedir que me marche esta noche?
–Se lo diré de otro modo, Albert. Si lograra de algún modo impedir su salida y precipitar una crisis, podría persuadir a alguien del Gobierno de que se mantuviera firme y no lo dejara salir durante mucho tiempo. Nuestro amigo puede ser muy persuasivo cuando está dominado por su manía. Puede incluso influir en Natalya.
Kaliinin guardó silencio y se mordió el labio inferior. Al fin levantó la mirada y le aseguró:
–No ha perdido la esperanza de retenerlo y lo hará. Estoy segura. Tengo que sacarlo de aquí.
Se levantó de pronto y paseó por la habitación, con pasos cortos y rápidos, y su expresión era la del que fuerza al Universo a obedecer su mandato. Se detuvo delante de la puerta, escucho y la abrió de un tirón.
Valeri Paleron, con su blanda expresión transformada en sorpresa, tenía una mano levantada como si se dispusiera a llamar a la puerta.
–¿Qué es lo que quiere? –le espetó Kaliinin.
–¿Yo? –contestó la camarera–. Yo no quiero nada. La cuestión es si
ustedes
quieren o no algo. He venido a preguntarles si les gustaría un poco de té.
–No hemos pedido nada.
–No he dicho que lo hicieran. He venido por cortesía.
–Entonces váyase por cortesía. Y no vuelva.
Paleron, se ruborizó, miró a ambos y dijo entre dientes:
–A lo mejor interrumpo un idilio.
–¡Lárguese! –exclamó Kaliinin. Cerró la puerta, contó hasta diez deliberadamente (se la veía mover los labios) y volvió a abrir la puerta. No había nadie.
Cerró la puerta con llave, se dirigió al extremo opuesto de la alcoba y dijo en voz baja:
–Seguramente, llevaba ahí fuera un buen rato. Me pareció haber oído pasos.
–Si la alta técnica de los micrófonos está superada, supongo que habrá algún premio por escuchar tras las puertas.
–¿Pero para quién lo hace?
–¿Supone que lo hace para Yuri? No me parece probable que disponga de dinero para pagar espías..., ¿o sí?
–Podría no necesitar dinero. Una mujer como ésta puede hacerlo por gusto.
Guardaron silencio un momento hasta que Morrison observó:
–Si es posible que la espíen, Sofía, ¿por qué no viene a América conmigo?
–¿Qué? –No parecía que lo hubiera oído.
–Que puede meterse en líos por sacarme, ¿sabe?
–¿Por qué? Tengo los documentos oficiales que lo colocarán a bordo del avión. Yo obedezco órdenes.
–Esto no la salvará si lo que buscan es un chivo expiatorio. ¿Por qué no subir al avión conmigo, Sofía, y venirse a América?
–¿Así de fácil? ¿Y qué le ocurriría a mi hija?
–La reclamaremos después.
–¿La
reclamaremos?
¿Qué está sugiriendo?
–No estoy seguro –confesó ruborizándose–. Podemos ciertamente ser amigos. Necesitará amigos en un país nuevo.
–Pero, no puede ser, Albert. Aprecio su bondad y preocupación, o compasión, pero no puede ser.
–Sí puede ser. Éste es el siglo XXI, Sofía. La gente puede moverse con mayor libertad por todo el mundo.
–Querido Albert, usted tiende a vivir de acuerdo con teorías. Sí, la gente puede moverse, pero cada nación tiene sus excepciones. La Unión Soviética no permitirá a una científica entrenada en campos de miniaturización coordinados que abandone el país. Piénselo y verá que lo que digo es razonable. Si
yo
me fuera con usted habría una inmediata protesta soviética, una declaración de que había sido secuestrada seguida de grandes protestas en todas partes del mundo y peticiones de que se me devolviera a fin de evitar una crisis. Suecia acudiría rápidamente en mi ayuda como ha acudido en la suya.
–Pero en mi caso sí que
fui
secuestrado.
–Hay muchos que creerían que así fue... o que preferirían creerlo, y sería devuelta por los Estados Unidos, lo mismo que la Unión Soviética lo devuelve a usted. De esta manera se han archivado docenas de crisis en los últimos sesenta años o así..., ¿y no es eso mejor que la guerra?
–Si
usted
dice firme y reiteradamente, que quiere quedarse en los Estados Unidos...
–No volvería a ver a mi hija y mi vida correría peligro también. Además, yo no
quiero
ir a los Estados Unidos.
Morrison pareció sorprenderse.