–¿Lo encuentra difícil de creer? –insistió Kaliinin–. ¿Quiere usted quedarse en la Unión Soviética?
–Claro que no. Mi país... –se calló.
–Precisamente. Habla usted continuamente de la Humanidad, de la importancia de la visión global, pero si rascamos un poco en sus emociones, sale su país. Yo también tengo un país, una lengua, una literatura, una cultura, una forma de vida. No quiero dejarlo.
Morrison suspiró.
–Lo que usted diga, Sofía.
–Pero lo que yo no aguanto ni un momento más es estar aquí en esta habitación, Albert. Es inútil esperar. Bajemos al coche y lo conduciré a donde está el avión sueco.
–Que probablemente no estará allí.
–Entonces esperaremos en el aeropuerto, mejor que aquí; por lo menos estaremos seguros de que tan pronto llegue el avión, podrá subir. Quiero verlo fuera y a salvo, Albert, y quiero ver
su
cara después.
Salió de la alcoba y bajó corriendo. Él la siguió apresuradamente. La verdad era que no lamentaba marcharse. Anduvieron por un corredor alfombrado y cruzaron una puerta que llevaba directamente a la salida lateral del hotel. Allí, junto a la pared, había una reluciente limusina negra.
Morrison, jadeante, comentó:
–Pues sí que nos proporcionan transporte de lujo. ¿Sabe conducir esto?
–Como un sueño –dijo otra vez Kaliinin sonriendo... y de pronto paró en seco y se le heló la sonrisa.
Dando la vuelta a la esquina del hotel, llegaba Konev. También él se detuvo en seco y durante un buen rato ninguno de ellos se movió... como una pareja de Gorgonas, cada una de ellas transformada en piedra por la mirada de la otra.
Morrison fue el que habló primero. Con voz ronca dijo:
–¿Ha venido a despedirme, Yuri? Si es así, adiós; me voy.
Las palabras sonaban falsas en sus propios oídos y se le había desbocado el corazón.
Los ojos de Yuri echaron una rápida mirada a Morrison, para en seguida volver a su posición original.
–Vamos, Sofía –dijo Morrison.
Podía haberse ahorrado las palabras. Cuando ella habló fue para dirigirse a Konev:
–¿Qué quieres? –preguntó con voz glacial.
–Al americano –contestó Konev en el mismo tono.
–Me lo llevo.
–No. Lo necesitamos. Nos ha engañado –la voz de Konev iba adquiriendo su tono normal.
–Eso lo dices tú. Yo cumplo órdenes. Voy a llevarlo al avión y asegurarme de que se marche. No puedes retenerlo.
–No lo retengo yo. Es la nación.
–¡No me digas! ¡No me digas que la Santa Madre Rusia lo necesita porque me reiré en tu cara!
–No voy a decir tal cosa. La Unión Soviética lo necesita.
–No piensas más que en ti. ¡Apártate!
Konev se interpuso entre ellos y el coche.
–No. No comprendes la importancia de que se quede. Créeme. Mi informe ya ha sido enviado a Moscú.
–Estoy segura de ello y ya me figuro a quién va dirigido. Pero el viejo cascarrabias no podrá hacer nada. Es incorregible y todos lo sabemos. No se atreverá a decir una sola palabra en el Presidium y si lo hace, Albert ya se habrá ido.
–No. No va a irse.
–Deje, Sofía, yo me ocuparé de él –dijo Morrison–. Abra la puerta del coche.
Se dio cuenta de que estaba temblando. Konev no era robusto, pero parecía fuerte y se le veía claramente determinado a salirse con la suya. Morrison no se consideraba un buen luchador, bajo ningún concepto, y ahora estaba lejos de sentirse animado a la pelea.
Kaliinin levantó la mano con la palma vuelta hacia Morrison:
–Quédese donde está, Albert. –Y dirigiéndose a Konev, preguntó–: ¿Cómo te propones impedirlo? ¿Llevas armas?
Konev pareció sorprendido.
–No, claro que no. Llevar un arma de bolsillo es ilegal.
–¿De veras? Pues yo sí la llevo. –Y del bolsillo de su chaqueta sacó una cosita que apenas cabía en una mano, con la pequeña boca brillando entre el índice y el pulgar. Konev dio un paso atrás, con los ojos muy abiertos:
–¡Pero si es un
stunner!
–Claro. Peor que una pistola, ¿no? Pensé que podías interponerte, así que vine preparada.
–Esto también es ilegal.
–Entonces denunciame y yo alegaré la necesidad de cumplir mis órdenes contra tu interferencia criminal. Probablemente se me felicitará.
–No lo harás,
Sofía...
–Y dio un paso hacia ella.
–No te acerques –advirtió ella–. Estoy decidida a disparar y podría hacerlo aunque no te movieras. Recuerda lo que hace un
stunner.
Te desbaratará el cerebro. ¿No es eso lo que dijiste tiempo atrás? Perderás el sentido, y despertarás con una amnesia parcial y puede que te lleve horas, o tal vez días, recuperarte. Incluso he oído comentar que hay gente que no se recupera
del todo.
Imagínate si tu magnífico cerebro no recobrara
del todo
su agudeza.
–Sofía –repitió.
–¿Por qué usas mi nombre? –dijo ella entre dientes–. La última vez que te oí pronunciarlo, dijiste: «Sofía, no volveremos a hablarnos, no volveremos a mirarnos nunca más» Ahora me estás hablando, mirándome. Vete, y mantén tu promesa, miserable... (dijo un calificativo ruso que Morrison no comprendió).
Konev, pálido y con los labios temblorosos, dijo por tercera vez:
–Sofía... Escúchame. Admito que hasta la última palabra que te he dicho jamás, ha sido mentira, pero escúchame ahora. Este americano es una amenaza mortal para la Unión Soviética. Si amas a tu país...
–Estoy harta de amar. ¿Qué me ha ocurrido?
–¿Y qué me ha ocurrido a mí? –musitó Konev.
–Sólo te quieres a ti mismo –dijo Kaliinin con amargura.
–¡No! Siempre lo has dicho, pero no es así. Si ahora me tengo cierta consideración, es porque sólo yo puedo salvar a mi país.
–¿Eso crees? –musitó Kaliinin–. ¿Realmente lo crees así...? Estás completamente loco.
–En absoluto. Sé lo que valgo. No podría dejar que
nada
se interpusiera... ni siquiera tú. Por dedicarme a mi país y a mi trabajo tuve que renunciar a ti. Tuve que renunciar a mi hija. Tuve que separarme en dos y desprenderme de mi mejor parte.
–
¿Tu hija?
¿Confiesas tu responsabilidad?
Konev inclinó la cabeza:
–¿Cómo podía haberte alejado de otro modo? ¿Cómo podía estar seguro de trabajar sin impedimentos...? Te quiero. Te he querido siempre, y desde siempre he sabido que era mi hija y que no podía ser de nadie más.
–¿Tanto necesitas a Albert? –El
stunner
no se desvió–. Estás dispuesto a decir que es tu hija, a decir que me amas, ¿crees que con ello voy a entregarte a Albert... para negarlo todo después? Qué pobre opinión debes tener de mi inteligencia...
–¿Cómo puedo convencerte? Bien, si deliberadamente lo abandoné todo, es difícil esperar que vuelva a recuperarlo, ¿no? ¿Querrás, en este caso, entregarme al americano en beneficio de nuestra nación y después olvidarte de mí? ¿Me dejarás que te explique por qué lo necesito?
–No creería tu explicación. –Kaliinin dirigió una mirada hacia Morrison–. ¿Oye a este hombre, Albert? No puede saber con qué crueldad nos abandonó a mí y a mi hija. Ahora, espera que crea que nunca dejó de amarme.
Y Morrison se oyó decir:
–Es la pura verdad, Sofía. La quiere y la ha querido siempre. Desesperadamente.
Kaliinin se quedó helada. Con su mano libre hizo una señal a Morrison mientras sus ojos seguían fijos en Konev.
–¿Cómo lo sabe, Albert? ¿También a usted le mintió?
Pero Konev gritó excitado:
–Lo
sabe.
Lo confiesa. ¿No te das cuenta? Lo captó con su computadora. Si ahora me dejas que te lo explique, lo creerás todo.
–¿Es cierto, Albert? ¿Confirma lo que dice Yuri?
Y Morrison, demasiado tarde, cerró la boca; pero sus ojos lo delataron. Konev insistió:
–Mi amor ha sido firme, Sofía. Lo mucho que has sufrido, también lo he sufrido yo. Pero, entrégame al americano y todo será distinto. Ya no exigiré que se aleje de mí cualquier probabilidad de obstáculos. Realizaré mi trabajo y os tendré a ti y a la niña también, me cueste lo que me cueste... y que caiga sobre mí una maldición si no consigo ambas cosas.
Kaliinin miró a Konev y se le llenaron los ojos de lágrimas.
–Quiero creerte –murmuró.
–Entonces, créeme. El americano te lo ha dicho.
Como una sonámbula, fue hacia Konev y le tendió el
stunner.
Morrison gritó:
–¡Sus órdenes... al avión!
Y se abalanzó salvajemente sobre ellos.
Pero al hacerlo, tropezó pesadamente con otro cuerpo. Unos brazos se cerraron sobre él, sujetándolo y una voz le dijo al oído:
–Calma, camarada americano. No ataque a dos buenos ciudadanos soviéticos.
Era Valeri Paleron, que lo tenía sujeto con una fuerte llave. Kaliinin se aferraba con fuerza a Konev, aunque por diferente razón, con el
stunner
cogido ya sin fuerza en su mano derecha.
Paleron dijo:
–Académico, doctora, aquí llamaremos la atención. Volvamos a la habitación del americano. Vamos, camarada americano, y no se resista o me veré obligada a hacerle daño.
Konev, interceptando la mirada de Morrison, sonrió triunfalmente. Lo tenía todo: su mujer, su hija y su americano... Y Morrison vio que su sueño de regresar a América reventaba como una pompa de jabón y desaparecía.
pero, en el verdadero triunfo, no hay perdedores.
DEZHNEV, padre
Morrison volvía a estar sentado en la habitación del hotel que, por espacio de unos quince minutos, creyó que no volvería a ver más. Estaba al borde de la desesperación..., mucho más cerca, le parecía de lo que había estado cuando se encontró solo y perdido en la corriente celular de la neurona.
¿De qué servia pensar? Lo pensó una y mas veces, como si la frase se reprodujera en una cámara de resonancia. Era un perdedor. Siempre había sido un perdedor.
Por un día o algo más, creyó que Sofía Kaliinin se había sentido atraída hacia él, pero, naturalmente no era así. Sólo había sido su arma contra Konev y cuando Konev había vuelto..., la había llamado..., ella volvió a el y ya no necesitó su arma, ni a Morrison ni el stunner.
Los contemplo estúpidamente. Ambos estaban de pie a la luz del sol que entraba por la ventana... ellos al sol, él en la sombra, como debía ser siempre.
Se hablaban en voz baja, tan perdidos uno en el otro que Kaliinin parecía no darse cuenta de que aún seguía con el stunner en la mano. Por un momento se le doblaron las rodillas como si fuera a deshacerse de él dejándolo caer en la cama, pero entonces Konev le dijo algo y fue de nuevo toda atención olvidándose otra vez de la existencia del stunner. Morrison protestó con voz ronca:
–Su Gobierno no va a tolerar esto. Se le había ordenado liberarme.
Konev levantó la vista, sus ojos brillaron fugazmente como si se fuera convenciendo, con dificultad, de prestar atención a su prisionero. Aunque, después de todo, no era como si estuviera vigilando a Morrison en sentido físico. La camarera, Valeri Paleron, lo hacía con suma eficacia. Estaba apostada a un metro de Morrison y sus ojos (algo burlones..., como si disfrutara con su trabajo) no se apartaban de él.
–Mi Gobierno no tiene que preocuparle, Albert. No tardará en cambiar de opinión.
Kaliinin levantó la mano como si fuera a objetar algo, pero Konev la cogió entre las suyas.
–No te preocupes, Sofía –le dijo–. La información de que disponía ha sido enviada a Moscú. Les hará recapacitar. Se pondrán en contacto conmigo por medio de mi longitud de onda personal y cuando les informe que ya tengo a Morrison, actuarán. Estoy seguro de que tendrán suficiente poder persuasivo para que el Viejo entre en razón. Te lo prometo.
Kaliinin, con voz turbada, murmuró:
–¡Albert!
–¿Se dispone a decirme cuánto lo siente, Sofía? ¿A decirme que me ha borrado de su existencia por unas palabras del hombre al que parecía odiar?
Kaliinin se ruborizó:
–No lo he borrado de la existencia, Albert. Lo tratarán bien. Trabajará como lo hubiese hecho en su propio país, excepto que aquí se le apreciará de verdad.
–Gracias –dijo Morrison encontrando en su interior una pequeña reserva de sarcasmo–. Si se siente feliz por mí, ¿qué importancia puede tener cómo me siento yo?
Paleron intervino con impaciencia:
–Camarada americano, habla demasiado. ¿Por qué no se sienta?
Siéntese
(lo empujó a un sillón). Mejor que espere tranquilamente, ya que no puede hacer otra cosa.
Entonces se volvió a Kaliinin, cuyos hombros estaban rodeados, en actitud protectora, por el brazo derecho de Konev.
–Y usted, pequeña zarina, ¿sigue dispuesta a poner fuera de combate a su tierno enamorado con este stunner todavía en su mano? Podrá abrazarlo mejor si ambos brazos están libres.
Paleron tendió la mano hacia el stunner que Kaliinin sostenía aún y ésta se lo dio sin decir palabra.
–La verdad –comentó Paleron mirando curiosamente el stunner–, me alivia tenerlo. En el paroxismo de su amor nuevamente encontrado, tuve miedo de que empezara a disparar en todas direcciones. En sus manos no estaría seguro, pequeña mía.
Se volvió a acercar a Morrison, sin dejar de estudiar el stunner y volviéndolo en todas direcciones. Morrison se movió inquieto:
–No lo apunte hacia aquí, mujer. Puede dispararse.
Paleron lo contempló con altivez:
–No se disparará si yo no lo quiero, camarada americano. Sé utilizarlo.
Sonrió en dirección a Konev y Kaliinin. Liberada del arma, Kaliinin había echado ahora ambos brazos alrededor del cuello de Konev y lo besaba con pequeñas, rápidas y suaves presiones de sus labios en los de él. Paleron dijo dirigiéndose a ellos, aunque no realmente a ellos, ya que no oían nada:
–Sé cómo utilizarlo. ¡Así! ¡Y así!
Y primero Konev, luego Kaliinin, se desplomaron. Paleron se volvió entonces a Morrison:
–Ahora ayúdame, idiota, debemos trabajar rápidamente.
Y lo dijo en inglés.
A Morrison le costaba comprender. Se la quedó mirando, simplemente. Paleron lo sacudió por el hombro como si se tratara de despertarlo de un sueño profundo:
–Vamos. Coja de los pies.
Morrison obedeció maquinalmente. Primero Konev y luego Kaliinin fueron puestos encima de la cama, de la que Paleron había retirado la manta. Los tendió a ambos, juntos, en los estrechos confines del único colchón, y luego registró a Kaliinin de una forma rápida y profesional.