–Dudo de que realmente consiguiéramos lo que fuimos a buscar.
–¿Se refiere a los pensamientos de Shapirov? Éste era, naturalmente, el sueño de Yuri. En general fue una suerte que nos convenciera de seguir aquel sueño. De otro modo jamás se hubiera intentado el viaje. Tampoco el fracaso del viaje disminuye nuestra hazaña. Si no hubiéramos regresado con vida, se habría criticado mucho nuestra insensatez al intentarlo. No obstante, ahora somos los primeros en haber penetrado en un cuerpo humano vivo y haber regresado con vida... un logro soviético que quedará para siempre en la Historia. No habrá ninguna otra hazaña no soviética del mismo tipo en muchos años y nuestra jefatura lo comprende bien y está muy satisfecha. Se nos ha asegurado el dinero necesario para nuestras necesidades por un tiempo considerable, siempre y cuando, me imagino, podamos producir alguna otra hazaña espectacular de vez en cuando.
Sonrió abiertamente al contárselo, y Morrison asintió sonriendo cortésmente. Empezó a cortar la tortilla de jamón que había pedido y de pronto preguntó:
–¿Habría sido diplomático insistir en que un americano formaba parte de la tripulación? ¿Se me mencionó?
–Vamos, Albert, ¡no piense tan mal de nosotros! Su hazaña al girar la nave a mano, arriesgando la vida, fue insistentemente mencionada.
–¿Y la muerte de Shapirov? No se nos imputará a nosotros, espero.
–Está entendido que fue inevitable. Es sobradamente sabido que se le mantuvo con vida todo lo que se pudo por medios médicos muy avanzados, solamente. Dudo de que se mencione extensamente en los documentos oficiales.
–En todo caso, la pesadilla ha terminado.
–¿La pesadilla? Vamos, dentro de uno o dos meses le parecerá un episodio excitante que le encantará haber experimentado.
–Lo dudo.
–Ya lo verá. Si vive para ser testigo de otros viajes parecidos, le gustará poder decir: «Ah, sí, pero yo estuve en el primero» y no se cansará nunca de contar la historia a sus nietos.
Éste era el pie que necesitaba, pensó Morrison. En voz alta dijo:
–Veo que asume que algún día veré a mis nietos. ¿Qué pasará conmigo una vez terminemos el desayuno, Natalya?
–Saldrá de la Gruta y volverá al hotel.
–No, no, Natalya. Quiero mucho más. ¿Qué seguirá a
eso?
Le advierto que si el proyecto de miniaturización se hace público y hay una parada en la Plaza Roja, yo no pienso tomar parte.
–No va a haber paradas de ningún tipo, Albert. Todavía falta mucho para que se haga público, aunque estamos más cerca de ello de lo que estábamos anteayer.
–Déjeme que se lo diga de otro modo. Quiero regresar a los Estados Unidos. Ya.
–Tan pronto como sea posible, por supuesto. Me imagino que habrá presión por parte de su Gobierno.
–Así lo espero –comentó secamente Morrison.
–No habrían estado dispuestos a que lo devolviéramos antes de que tuviera ocasión de ayudarnos –lo miró con severidad– o, desde su punto de vista, espiarnos. Pero ahora que ya ha hecho su papel, y tengo la seguridad de que de algún modo se enterarán, van a reclamarlo.
–Y usted me devolverá. Me lo prometió una y varias veces.
–Mantendremos nuestra promesa.
–No tiene por qué pensar que los he espiado. No he visto nada que no me hayan dejado ver.
–Lo sé. Pero, cuando regrese a su país, ¿se imagina que no va a ser exhaustivamente interrogado sobre lo que ha visto?
Morrison se encogió de hombros.
–Ésta fue la consecuencia que debió aceptar claramente cuando me trajo aquí.
–En efecto, y esto no va a impedirnos devolverlo. Es cierto que no podrá contar a su gente nada que ya no sepan. Meten sus narices en nuestros asuntos, cuidadosa y hábilmente...
–Como su gente las mete en los nuestros... –cortó Morrison indignado.
–Indudablemente –y Boranova hizo un gesto negligente con la mano–. Claro que podrá contarles nuestro éxito, pero no nos importa realmente que lo sepan. Hasta hoy, los americanos insisten en creer que la ciencia y la tecnología soviética son de segunda clase. Nos vendrá bien esta lección. Pero, una cosa...
–¿Sí?
–No es gran cosa, sino una mentira. No debe decir que lo trajimos a la fuerza. En cualquier mención pública de este hecho, debe decir... si se plantea la cuestión... que vino voluntariamente a fin de probar sus teorías en condiciones que no eran posibles para usted en ninguna otra parte del mundo. Es algo absolutamente plausible. ¿Quién lo pondría en duda?
–Mi Gobierno está enterado.
–Sí, pero también ellos insistirán para que mienta. Están tan poco deseosos como nosotros de sumir al mundo en una crisis por esta causa. Aparte del hecho de que una crisis entre Estados Unidos y la Unión Soviética pondría al resto del mundo en contra de ambos. En estos llamados los buenos nuevos días, los Estados Unidos no querrán admitir que dejaron que le cogiéramos, como nosotros que lo habíamos raptado. Venga, Albert, es muy poca cosa lo que le pido.
–Si me devuelve ahora, como dice que va a hacer –suspiró Morrison–, me callaré sobre la pequeñez de ser secuestrado.
–Emplea el condicional «si» –Boranova parecía disgustada–. Es obvio que le cuesta creer que soy una persona de honor. ¿Por qué? Porque soy soviética. Dos generaciones de paz, dos generaciones de llevarnos bien, y pese a todo, persiste la vieja costumbre. ¿Es que no habrá nunca esperanza para la Humanidad?
–Nuevos días buenos o no, sigue sin gustarnos su sistema de gobierno.
–¿Quién le da derecho a juzgarnos? Tampoco el vuestro nos gusta. Pero no importa. Si empezamos ahora a pelearnos, vamos a estropear lo que para usted debería ser un día feliz... y lo que para mí es un día feliz.
–Está bien. No peleemos.
–Entonces despidámonos ahora. Albert. Algún día volveremos a encontrarnos, estoy segura, en circunstancias más normales –le tendió la mano y él se la cogió–. He pedido a Sofía que lo acompañe de vuelta al hotel y que haga lo necesario para su marcha. Espero, que no le parezca mal.
Morrison le estrechó fuertemente la mano.
–No. Sofía me gusta mucho.
–No sé cómo me lo pareció –y Boranova le sonrió.
Era un día feliz para Boranova y su cansancio no le impidió disfrutarlo.
¡Cansancio! ¿Cuántos días de descanso, cuántas noches de sueño, cuánto tiempo en casa de Nikolai y Aleksandr, necesitaría para remediarlo?
Pero se había quedado sola ahora y por cierto espacio de tiempo no tendría nada que hacer. ¡Aprovecha el momento!
Boranova se tumbó cómodamente en el sofá de su despacho y se abandonó a una curiosa mezcla de pensamientos... una felicitación de Moscú seguida de un ascenso, todo ello mezclado con unos días en las playas de Crimea con su marido y su hijo. Casi le pareció real al quedarse dormida soñar que perseguía al pequeño Aleksandr mientras éste chapoteaba en las aguas frías del mar negro, con una absoluta falta de preocupación por la posibilidad de ahogarse. Llevaba un tambor en las manos y lo golpeaba con fuerza para llamarle la atención, pero él se obstinaba en no hacerle caso.
Pero la visión se deshizo y el redoble de tambor se convirtió en unos golpes en su puerta.
Se incorporó con esfuerzo, se alisó la blusa que llevaba y se dirigió, preocupada hacia la puerta. Su preocupación se transformó en rabia cuando al abrirla encontró a Konev, ceñudo y sombrío, con el puño levantado para seguir aporreando.
–¿Qué significa esto, Yuri? –preguntó indignada–. ¿Es esta la forma de anunciarse? Hay señales de llamada.
–Que nadie contestó, aunque yo sabía que estaba dentro.
Boranova le indicó que pasara con un gesto de cabeza. No estaba ansiosa por verlo y su aspecto no resultaba agradable.
–¿Es que no ha dormido? Tiene un aspecto fatal.
–No he tenido tiempo. He estado trabajando.
–¿En qué?
–¿En qué se figura, Natalya? En los datos que obtuvimos ayer en el cerebro.
Boranova sintió que se le pasaba el enfado. Después de todo, esto había sido el sueño de Konev. El éxito de la supervivencia había sido grato para todos, excepto para Konev. Sólo él lamentaba el fracaso.
–Siéntese, Yuri –le dijo–. Trate de aceptarlo. El análisis del pensamiento no funcionó... no podía
ser
de otro modo. Shapirov estaba casi muerto incluso al embarcar, estaba a punto de morir.
Konev miró a Boranova sin verla, como totalmente desinteresado de sus palabras y le espetó:
–¿Dónde está Albert Morrison?
–Es inútil acosarlo, Yuri. Hizo lo que pudo, pero el cerebro de Shapirov era un cerebro moribundo. Créame. Era un cerebro muerto.
Volvió otra vez a mirarla distraído:
–¿De qué me está hablando, Natalya?
–De los datos que obtuvimos. Los supuestos datos por los que usted se peleaba. No lo piense más. El viaje ha sido un éxito maravilloso incluso sin ellos.
–¿Un éxito maravilloso
sin ellos?
No sabe lo que está diciendo. ¿Dónde está Morrison?
–Se ha ido, Yuri. Ha terminado. Está camino de vuelta a los Estados Unidos. Tal como se lo prometimos.
–¡Pero eso es imposible! –Konev exclamó con ojos desorbitados–. No puede marcharse. No
debe
marcharse.
–Óigame, ¿de qué me está usted hablando?
Konev se levantó.
–Revisé los datos,
estúpida,
y es todo evidente. Debemos retener a Morrison. Debemos retenerlo a toda costa.
El rostro de Boranova se enrojeció.
–¿Cómo se atreve a insultarme, Yuri? Explíquese al instante o le haré suspender del proyecto. ¿Qué es esta nueva y loca fijación suya contra Morrison?
Konev alzó los brazos, como impulsado por un abrumador deseo de golpear algo, sin tener delante nada que golpear. Dijo con dificultad:
–Lo siento, lo siento. Retiro el calificativo. Pero debe comprenderme. Durante toda nuestra permanencia en el cerebro... todo el tiempo tratamos de captar los pensamientos de Shapirov... y todo el tiempo Albert Morrison nos mintió.
Sabía
lo que estaba ocurriendo.
Debía
saberlo y todo el tiempo nos llevó en la dirección equivocada. Debemos apoderamos de él, Natalya, y debemos apoderarnos de su aparato. No debemos dejar que se marche.
Jamás.
El problema con el triunfo es que uno puede estar del otro lado.
DEZHNEV, padre
Morrison se esforzaba por controlar sus sentimientos. Su exaltación era natural. Volvía a casa. Volvería a ser libre. Iba a estar a salvo. Mucho más que esto, iba a...
Pero aún no se atrevía a pensar en ese pequeño punto culminante. Yuri Konev era terriblemente inteligente y suspicaz. Los pensamientos de Morrison, si Konev se concentraba en ellos, podrían reflejarse de algún modo a través de la expresión de su rostro.
¿O estaban jugando con él? Ésta era la otra cara de la moneda. ¿Se proponían destrozar su espíritu y utilizarlo en beneficio propio? Era un viejo truco despertar esperanzas y luego aplastarlas. Era mucho peor que no tenerlas en ningún momento.
¿Sería capaz Natalya Boranova de semejante cosa? No había vacilado en llevárselo a la fuerza, al ver que no quería ir voluntariamente, ni en amenazarlo con destruir para siempre su reputación para meterlo en la nave. ¿Hasta dónde podía llegar? ¿No se detendría ante nada?
El corazón le dio un salto de marcado alivio cuando apareció Sofía Kaliinin. Seguro que
ella
no tomaría parte en aquel engaño. Y lo creyó más cuando la vio sonreírle, con un aspecto más feliz de lo que había visto en ella hasta entonces. Le cogió la mano y la pasó bajo su brazo.
–Se va a ir a casa ahora. Me alegro por usted –le dijo, y Morrison no pudo creer que aquellas palabras, su tono, su expresión, formaran parte de un cuidadoso engaño. No obstante, comentó cautamente:
–
Espero
irme a casa.
–Sí, lo hará. –Y añadió–: ¿Ha volado alguna vez en un rasador?
Por un momento, Morrison topó con la palabra rusa, luego lo tradujo al inglés:
–¿Quiere decir un VES? ¿Un volador de energía solar?
–Éste es de diseño soviético. Mucho mejor. Tiene motores ligeros. No siempre puede confiarse en el sol.
–¿Pero, por qué un rasador? –Se dirigían a buen paso al pasaje que iba a conducirlos fuera de la Gruta.
–¿Por qué no? –preguntó–. Estaremos en Malenkigrad en un cuarto de hora, y puesto que nunca ha volado en un rasador soviético, le encantará. Será otra forma de celebrar su regreso.
–La altura me pone un poco nervioso. ¿Será seguro?
–Absolutamente. Además, no he podido resistirme a la tentación. Ahora estamos en una situación maravillosa, y no sé cuánto durará. Conseguimos todo cuanto queremos... de momento. He dicho «Lo que necesitamos es un rasador» y sonrieron ampliamente y dijeron: «Naturalmente, doctora Kaliinin. La estará esperando» Anteayer hubiera tenido que rellenar un impreso simplemente para conseguir un plato de borscht. Hoy, soy una heroína de la Unión Soviética... aunque todavía no oficialmente. Lo somos todos. Usted también, Albert.
–
Confío
en que no esperen que me quede para las ceremonias oficiales –insistió Morrison todavía cauto.
–Las ceremonias oficiales quedarán confinadas a la Gruta, naturalmente, y no serán complicadas. Su diploma le será enviado. Quizá nuestro embajador pueda entregárselo en una discreta ceremonia, en Washington.
–No es necesario. Agradecería el honor, pero prefiero recibirlo por correo.
Habían entrado en un corredor que Morrison desconocía y Luego caminaron tanto que se preguntó adonde irían. Preocupación innecesaria –se dijo Morrison– al salir a un pequeño aeropuerto.
No se podía confundir el rasador. Tenía alas de gran envergadura, relucientes por la capa de células fotovoltaicas que recubrían toda su superficie, muy parecido al VES americano. Los aviones americanos, no obstante, sólo dependían de los paneles solares. Vio que el rasador tenía pequeños rotores, sin duda de gasolina, como auxiliares. Kaliinin podía presentarlo como una mejora soviética, pero Morrison sospechaba que las células fotovoltaicas soviéticas no debían ser tan eficientes como las americanas.
Un mecánico esperaba junto al aparato y Kaliinin se le acercó con paso decidido y confiado. Preguntó:
–¿Qué tal ha volado?
–Como en un sueño –contestó el mecánico.
Le sonrió asintiendo, pero cuando él se alejó murmuró en voz muy baja a Morrison: