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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

Viaje alucinante

 

Un eminente sabio, que ha sido víctima de un intento de asesinato, yace, en estado comatoso, a causa de un coágulo de sangre en el cerebro. En su mente lleva un secreto de extraordinaria importancia para la supervivencia del mundo libre. Una operación significaría su muerte. Entonces, un grupo de sabios resuelve miniaturizar a un equipo de médicos y técnicos, con todos sus aparatos, e inyectarlo en el sistema circulatorio del enfermo, a fin de destruir el coágulo desde el interior...

Isaac Asimov

Viaje alucinante II

Destino: cerebro

ePUB v1.0

evilZnake
11.07.12

Título original:
Fantastic Voyage II. Destination Brain

©1987, Isaac Asimov

©1988, Plaza & Janes, S.A.

Traducción: Rosa S. De Naviera

Ilustraciones: Daniel Ruiz

Diseño/retoque portada: evilZnake

Editor original: evilZnake

ePub base v2.0

Dedicado a Dick Malina y Scott Meredith que lo han hecho posible.

NOTA

En 1966 se publicó mi novela
Viaje alucinante
. En realidad era una novelización de una película que había sido escrita por otros. Yo me ceñí al argumento existente todo lo que pude, excepto para cambiar varias de las más intolerables inconsistencias científicas.

Nunca me sentí totalmente satisfecho de la novela, aunque lo hice muy bien y todavía está en circulación tanto en ediciones de trade como de bolsillo; se debe, sencillamente, a que nunca la consideré por completo mía.

Cuando llegó la oportunidad de escribir otra novela sobre el mismo tema, una nave miniaturizada y su tripulación en el interior de un ser humano viviente, acepté sólo a condición de escribirla enteramente a mi manera.

He aquí, pues,
Viaje alucinante II. Destino: cerebro
. Puede que también hagan de ella una película, pero si es así, esta novela no le deberá nada. Para bien o para mal, esta novela es
mía
.

I. LE NECESITAMOS

Aquel a quien se necesita debe aprender a soportar los halagos.

DEZHNEV, padre

–Perdóneme. ¿Habla usted ruso? –preguntó junto a su oído una voz baja, decididamente contralto.

Albert Jonas Morrison se envaró en su asiento. La habitación estaba medio a oscuras y la pantalla de la computadora situada en la plataforma desplegaba sus gráficos con una insistencia de la que no se había percatado.

Debía de haberse quedado más que medio dormido. Estaba seguro de que, cuando se sentó, había un hombre a su derecha. ¿En qué momento se había transformado en mujer? ¿O se había levantado y fue remplazado?

Morrison se aclaró la garganta y preguntó:

–¿Me decía algo, señora?

No podía distinguirla con claridad en aquella penumbra y los destellos de la pantalla de la computadora más bien oscurecían que revelaban. Le pareció ver un cabello oscuro, lacio, pegado al cráneo, cubriendo las orejas..., sin artificios.

–Le he preguntado si habla ruso –dijo.

–Sí, lo hablo. ¿Por qué quiere saberlo?

–Porque todo resultaría más fácil. Mi inglés a veces me traiciona. ¿Es usted el doctor Morrison? ¿A. J. Morrison? No estoy muy segura en esta oscuridad. Perdóneme si he cometido un error.

–Soy A. J. Morrison. ¿La conozco?

–No, pero yo sí le conozco a usted. –Alargó la mano y le rozó la manga de la chaqueta–. Le necesito desesperadamente. ¿Está escuchando la conferencia? No lo parecía.

Naturalmente, ambos hablaban en voz baja.

Morrison miró involuntariamente a su alrededor. Había poca gente y nadie se sentaba cerca de ellos. Su murmullo subió de tono.

–¿Y si no escucho, qué? –Sentía curiosidad..., aunque sólo por aburrimiento. La conferencia le había hecho dormirse.

–¿Quiere venirse conmigo, ahora? –le preguntó–. Soy Natalya Boranova.

–¿Irme con usted a dónde, señora Boranova?

–A la cafetería..., para que podamos hablar. Es terriblemente importante.

Así fue como empezó. No tenía la menor importancia, decidió Morrison más tarde, que se encontrara en aquel lugar, que hubiera estado medio dormido, que se hubiera sentido lo bastante intrigado, suficientemente halagado para irse voluntariamente con una mujer que dijo necesitarle.

Después de todo, lo habría encontrado dondequiera que estuviese, se le habría echado encima y obligado a escucharla. En circunstancias distintas pudo no haber sido tan fácil, pero todo habría ocurrido como ocurrió. Estaba seguro.

No hubiese habido escape posible.

La miraba ahora con luz normal y era menos joven de lo que había creído. ¿Treinta y seis? ¿Cuarenta quizá?

Cabello oscuro. Sin canas. Rasgos pronunciados. Cejas pobladas. Mandíbulas fuertes. Nariz agradable. Cuerpo robusto, pero no grueso. Casi tan alta como él, incluso calzando zapatos sin tacón. En conjunto, una mujer atractiva sin ser bella. El tipo de mujer, decidió, al que uno podía acostumbrarse.

Suspiró porque estaba frente al espejo y se veía reflejado allí. Cabello descolorido, escaso. Ojos azules, deslavados. Rostro delgado, cuerpo delgado, nervudo. Nariz aguileña, sonrisa agradable. Deseó que fuera una sonrisa agradable. Pero no, no era un rostro al que uno quisiera acostumbrarse. Brenda se había desacostumbrado del todo en poco más de diez años, y su cuarenta cumpleaños sería cinco años después del día en que se divorció oficial y definitivamente.

La camarera trajo el café. Habían estado sentados, sin hablar, pero estudiándose. Al fin, Morrison creyó que tenía que decir algo.

–¿No quiere vodka? –preguntó en un intento de frivolidad. Ella le sonrió y al hacerlo le pareció mucho más rusa–. ¿Ni «Coca-Cola»?

–Si se trata de una costumbre americana, la «Coca-Cola» por lo menos es más barata.

–Y con razón. –Morrison se echó a reír. Luego le preguntó–: ¿Es usted igualmente rápida en ruso?

–Veamos si lo soy. Hablemos en ruso.

–Pareceremos una pareja de espías.

La última frase de ella había sido en ruso y también lo había sido la respuesta de Morrison. El cambio de idioma no tenía importancia para él. Podía hablarlo y comprenderlo tan fácilmente como el inglés. Y así tenía que ser. Si un americano deseaba ser un científico y estar al corriente de lo que se publicaba, tenía que poder manejar el ruso tanto como un científico ruso tenía que poder manejar el inglés.

Por ejemplo, esa mujer, Natalya Boranova, pese a su declaración de que le fallaba el inglés, lo hablaba con fluidez y apenas un leve acento, observó Morrison.

–¿Por qué íbamos a parecer una pareja de espías? –le preguntó–. En la Unión Soviética hay cientos de miles de americanos hablando inglés, y cientos de miles de ciudadanos soviéticos hablando ruso en Estados Unidos. Ya no estamos en los viejos malos tiempos.

–Es verdad. Hablaba en broma. Pero en ese caso, ¿por qué quiere que hablemos en ruso?

–Porque ésta es su tierra y esto le da una ventaja psicológica, ¿no cree, doctor Morrison? Si hablamos en mi lengua, equilibrará algo la balanza.

–Como quiera –aceptó Morrison sorbiendo su café.

–Dígame, doctor Morrison, ¿me conoce?

–No. Jamás la había visto antes de ahora.

–¿Y mi nombre, Natalya Boranova? ¿Ha oído hablar de mí?

–Perdóneme. Si perteneciera a mi campo, hubiera oído hablar de usted. Como no es así, deduzco que no pertenece a mi campo... ¿Debería conocerla?

–Podía haber ayudado, pero dejémoslo. No obstante, yo sí le conozco. En realidad sé mucho acerca de usted. Cuándo y dónde nació. Sus estudios. El hecho de que está divorciado y de que tiene dos hijas que viven con su ex mujer. Conozco su situación universitaria y la investigación a la que se dedica.

Morrison se encogió de hombros:

–Nada de lo que ha dicho es difícil de encontrar en nuestra sociedad gobernada por computadoras. ¿Debería sentirme halagado o fastidiado?

–¿Por qué una u otra cosa?

–Depende de si me dice que soy famoso en la Unión Soviética, lo cual sería halagador, o de que he sido el blanco de una investigación, lo que me fastidiaría.

–No tengo intención de ser otra cosa que sincera con usted. Le he investigado..., por razones que son importantísimas para mí.

–¿Qué razones? –preguntó Morrison con frialdad.

–Para empezar, usted es neurólogo.

Morrison había terminado su café y, distraído, pidió otro. La taza de Boranova estaba por la mitad pero, aparentemente, había perdido todo interés en ella.

–Hay otros neurólogos –objetó Morrison.

–Ninguno como usted.

–Está claramente tratando de halagarme. Puede ser solamente porque, después de todo, no sabe nada de mí. No lo crucial.

–¿Que no ha tenido éxito? ¿Que sus métodos de análisis de las ondas cerebrales no son generalmente aceptados en el campo?

–Pero si sabe eso, ¿por qué anda tras de mí?

–Porque hay un neurólogo en nuestro país que conoce su trabajo y piensa que es brillante. En cierto modo ha saltado usted a lo desconocido, dice, y puede estar equivocado, pero si lo está..., lo está brillantemente.

–¿
Brillantemente
equivocado? ¿Qué hay de diferente en lo equivocado?

–Según su punto de vista, es imposible estar brillantemente equivocado sin estarlo del todo. Incluso si en algunos puntos se equivoca, mucho de lo que sostiene resultará ser provechoso..., y puede estar absolutamente en lo cierto.

–¿Y cuál es el nombre del ejemplar que tiene esta opinión de mí? Lo mencionaré favorablemente en mi próximo artículo.

–Se trata de Pyotr Leonobich Shapirov. ¿Lo conoce?

Morrison se recostó en su silla. No esperaba esto.

–¿Conocerlo? Lo conocí. Yo le llamaba Pete Shapiro. Nuestra gente de aquí, de los Estados Unidos, piensa que está tan loco como yo. Si resulta que me respalda, es un clavo más en mi ataúd... Óigame, diga a Pete que aprecio su fe en mí, pero que si realmente quiere ayudarme, no diga a nadie que está de mi parte.

Boranova le miró disgustada.

–Es usted un hombre poco serio. ¿Es que todo es broma para usted?

–No, sólo yo. Yo soy la broma. Tengo algo realmente grande y no puedo convencer a nadie de ello. Excepto a Pete, como acabo de enterarme, y él no cuenta. Ni siquiera consigo que publiquen mis artículos hoy en día.

–Entonces, venga a la Unión Soviética. Podemos utilizarle a usted..., y a sus ideas.

–No, no. No pienso emigrar.

–¿Quién ha hablado de emigrar? Si desea seguir siendo americano, siga siéndolo. Pero en el pasado visitó usted la Unión Soviética y puede repetir la visita y quedarse algo de tiempo. Luego, regrese a su propio país.

–¿Por qué?

–Tiene ideas locas, y nosotros tenemos ideas locas. Quizá las suyas puedan ayudar a las nuestras.

–¿Qué ideas locas? Me refiero a las suyas. Yo conozco las mías.

–Es algo que no voy a discutir hasta que sepa si, a lo mejor, está dispuesto a ayudarnos.

Morrison, todavía recostado en su silla, percibía vagamente el murmullo que lo rodeaba, de gente bebiendo, comiendo, charlando..., la mayor parte procedente de la conferencia, creía. Miró fijamente a esa intensa mujer rusa que admitía tener ideas locas y se preguntó qué tipo de... Se quedó rígido de pronto y exclamó:

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