–Prefiero probarlo, naturalmente. He visto sueños transformados en pesadillas.
Morrison estudió el rasador con una mezcla de interés y de aprensión. Parecía el esqueleto de un avión más delgado y largo de lo normal. La carlinga era pequeña, como una pompa de jabón bajo la inmensa superficie de las alas y la larga extensión trasera de la delgada estructura.
Kaliinin tuvo que doblarse para poder entrar. Morrison la vio manipulando los controles. Luego de lo que pareció un tiempo interminable, lo sacó a la pista, lo giró y regresó. Levantó los rotores y los dejó moverse despacio. Finalmente lo cerró todo y bajó.
–Funciona perfectamente. La provisión de combustible es adecuada y el sol brilla. No puede pedirse más.
Morrison asintió y miró a su alrededor:
–Puede pedirse un piloto. ¿Dónde está?
–¿Que dónde está? –preguntó glacial–. ¿Tiene el sexo algo que ver con la tarea? Yo piloto mi propio rasador.
–¿Usted? –exclamó Morrison automáticamente.
–Sí, yo. ¿Por qué no? Tengo mi título y soy piloto de primera. ¡Suba!
–Perdóneme –tartamudeó Morrison–. Yo... casi nunca vuelo y pilotar algo por el aire, es para mí algo místico. Supuse que un piloto no hacía otra cosa que pilotar y que si hacía otra cosa, no podía ser un piloto. ¿Sabe lo que quiero decir?
–Ni siquiera voy a intentar imaginarlo, Albert. Entre.
Morrison se encaramó, siguiendo sus directrices y esforzándose por no dañarse la cabeza con cualquier parte del rasador... o quizá dañar el rasador mismo. Ocupó su asiento, mirando horrorizado los lados descubiertos del aparato, sobre todo el que tenía a su derecha:
–¿No hay ninguna puerta que cerrar?
–¿Y para qué quiere una puerta cerrada? Estropearía la maravillosa sensación de vuelo. Sujétese el cinturón y estará seguro. Venga, le enseñaré cómo hacerlo. ¿Está listo ya? –Estaba sentada a su lado, satisfecha de sí, confiada. Estaban muy cerca el uno del otro y su contacto, por lo menos, tranquilizó a Morrison.
–Estoy resignado. Es lo más cercano a estar dispuesto.
–No sea tonto. Le va a encantar. Utilizaremos los motores para elevarnos.
–Oyó un zumbido estridente y el latir del pequeño motor y un golpeteo rítmico al empezar a girar los rotores. Lentamente, el rasador se elevó y, también lentamente, comenzó a girar. Se inclinó a un lado mientras lo hacía y Morrison se encontró proyectado sobre el costado abierto retenido precariamente por el cinturón que lo sujetaba. Logró vencer el impulso de echar los brazos alrededor de Kaliinin no en actitud erótica sino buscando seguridad.
El rasador se enderezó y Kaliinin dijo:
–Fíjese ahora. –Apagó el motor y tocó un botón que en cirílico decía SOLAR. La pulsación cesó. Los rotores fueron deteniéndose cuando la hélice delantera comenzó a girar. El rasador avanzó hacia delante, despacio y casi silenciosamente.
–Oiga el silencio –murmuró Kaliinin–. Es como deslizarse sobre nada.
Morrison, inquieto, miró hacia abajo. Kaliinin lo tranquilizó:
–No nos caeremos. Incluso si una nube tapara el sol o por algún fallo del circuito las células fotovoltaicas dejaran de funcionar, hay suficiente energía acumulada para llevarnos, a través de kilómetros si fuera necesario, a un aterrizaje seguro. No creo que pudiera estrellar el aparato aunque me lo propusiera. El único peligro real sería un fuerte viento, y de momento no hay nada de esto.
Morrison tragó saliva y dijo:
–El movimiento es suave.
–Naturalmente. No volamos más aprisa de lo que correría un automóvil y la sensación es más agradable. Me encanta. Trate de relajarse y mire el cielo. No hay nada más plácido que un rasador.
–¿Desde cuándo hace esto?
–Cuando tenía veinticuatro años saqué mi licencia de piloto. Y también Yu... y también
él.
Pasamos muchas tranquilas tardes de verano en el aire, en un rasador como éste. Una vez tuvimos un rasador de competición cada uno de nosotros y dibujábamos corazones en el aire... –Su rostro se contrajo ligeramente al decirlo y Morrison pensó que había pedido un rasador para el corto trayecto hasta Malenkigrad, sólo para revivir momentáneamente los recuerdos y no por otra razón.
–Debía ser peligroso –observó.
–No... si se sabe lo que se hace. Una vez pasamos rasando por el pie de las colinas del Cáucaso y
aquello
sí podía ser peligroso. Una ráfaga de viento puede fácilmente estrellarte contra una colina y no tendría la menor gracia; pero éramos jóvenes y despreocupados... aunque todo sería mejor si aquello no hubiera ocurrido.
Su voz se fue apagando y su rostro se ensombreció, pero de pronto un pensamiento interior iluminó su rostro y la hizo sonreír.
Morrison volvió a sentir desconfianza. ¿Por qué la idea de Konev parecía hacerla tan feliz, cuando no podía soportar mirarlo cuando estuvieron juntos a bordo de la nave miniaturizada?
–No parece molestarle hablar de él, Sofía –y, deliberadamente, pronunció la palabra prohibida–. Me refiero a Yuri. Incluso parece hacerla feliz. ¿Por qué?
Y Kaliinin contestó entre dientes:
–No son los recuerdos sentimentales los que me hacen feliz, se lo aseguro, Albert. Ira, frustración y un corazón destrozado, pueden volver feroz a una persona. Yo deseo vengarme, y soy lo bastante mezquina, bueno, lo bastante humana, para disfrutar de la venganza cuando se me ofrece.
–¿Venganza? No lo comprendo.
–Es muy sencillo, Albert. Me privó del amor y a mi hija la privó de un padre, cuando yo no podía devolver el golpe. Esto no le importó lo más mínimo mientras consiguiera su sueño de llevar la miniaturización a un consumo de baja energía a fin de poder ser, de golpe, el científico más famoso del mundo... o de la Historia.
–Pero fracasó. No obtuvimos la información necesaria sobre el cerebro de Shapirov. Usted sabe que no fue así.
–Ah, pero es que usted no lo conoce. Nunca abandona; lo empujan las Furias. Yo lo he visto, de refilón, mirándolo a usted, después de terminar el viaje al cuerpo de Shapirov. Conozco bien sus miradas, Albert. Puedo interpretar sus pensamientos incluso por un parpadeo. Cree que usted posee la respuesta.
–¿De lo que había en la mente de Shapirov? ¿Cómo podría?
–No importa lo que usted pudiera o no pudiera, Albert. Él
piensa
que sí, y lo quiere a usted y a su máquina con un afán superior a cuanto ha sentido en su vida; mucho más de lo que me quería a mí o a su hija. Y yo lo estoy llevando lejos de él, Albert. Lo he sacado de la Gruta con mis propias manos y lo vigilaré hasta que salga hacia su país. Y lo veré a él desesperado hasta la muerte de ambición frustrada.
Morrison la miró asombrado mientras el rasador avanzaba en respuesta a la firmeza pétrea de su mano en los controles. No hubiera creído jamás que Kaliinin pudiera ser capaz de exhibir una expresión de tan ardiente y maligna alegría.
Boranova había escuchado el relato apasionado y sin aliento de Konev y llegó a sentirse arrastrada por aquella oleada de absoluto convencimiento. Ya había ocurrido antes, cuando se mostró convencida de que la mente moribunda de Shapirov podía ser grabada y de que Morrison, el neurólogo americano, era la clave para conseguirlo. Entonces se había sentido arrastrada y ahora trataba de resistirse a serlo. Al fin le dijo:
–Me parece una locura.
–¿Qué importa lo que parezca, si es verdad?
–Oh, pero, ¿es verdad?
–Estoy seguro.
–Necesitamos a Arkady aquí diciéndonos que su padre le aseguró que la vehemencia no es garantía de verdad.
–Tampoco es garantía de lo contrario. Si acepta lo que le digo, debe ver, también, que no podemos dejarlo ir. Ciertamente ahora no, y posiblemente nunca.
Boranova sacudió violentamente la cabeza.
–Es demasiado tarde. No se puede hacer nada. Los Estados Unidos lo quieren de vuelta y el Gobierno ha accedido a dejarlo salir. Ahora no podría dar marcha atrás sin provocar una crisis mundial.
–Considerando lo que está en juego, Natalya, debemos arriesgarnos. La crisis mundial no estallará. Por espacio de un mes o dos habrá polémicas y mucho gesticular y después, si conseguimos lo que queremos, podríamos dejarlo marchar si fuera necesario... o arreglar un accidente...
Boranova se levantó, indignada.
–¡No! Lo que está sugiriendo es impensable. Estamos en el siglo XXI, no en el siglo XX.
–Natalya, estemos en el siglo que estemos, nos enfrentamos a la cuestión de si el Universo va a ser nuestro... o de ellos.
–Sabe que no va a convencer a Moscú sobre lo que está en juego. El Gobierno ya tiene lo que quería: un viaje seguro dentro y fuera de un cuerpo humano. De momento se conforman con eso. Nunca llegaron a comprender que quisiéramos leer en la mente de Shapirov. Nunca se lo explicamos.
–Ése fue el error.
–Vamos, Yuri, ¿sabe cuánto tiempo hubiera tomado persuadirlos de que había que raptar a Albert si no venía voluntariamente? No hubieran querido arriesgarse a una crisis..., una crisis muy parecida a la que se enfrentan ahora, que ciertamente, es menor. Y usted va a pedirles que hagan frente a una mucho mayor. No solamente fracasará sino que les hará interesarse por la llegada de Albert hasta aquí y no me parece que nos lo podamos permitir.
–El Gobierno no es un bloque. Hay muchos altos cargos que están convencidos de que cedemos demasiado a los americanos, que pagamos un precio muy alto por la palmadita que recibimos de vez en cuando. Tengo gente a la que puedo...
–Hace tiempo que lo sé. Pero está participando en un juego peligroso, Yuri. Hombres mejores que usted han sido pillados en este tipo de intrigas y han tenido un final deplorable.
–Es un riesgo que tengo que asumir. En un caso como éste, puedo manipular al Gobierno. Pero Albert Morrison debe estar en nuestras manos para conseguirlo. Una vez se haya ido, todo habrá terminado. ¿Cuándo supone que se marcha?
–Al anochecer. Sofía y yo lo acordamos así; a fin de evitar intromisiones y de provocar innecesariamente a los que tienden a estar en contra de los compromisos con los americanos, decidimos que la noche es mejor que el día.
Se la quedó mirando con los ojos tan abiertos que casi parecían salírsele.
–¿Sofía? –preguntó con aspereza–. ¿Qué tiene que ver ella en todo esto?
–Está encargada de los detalles de la devolución de Albert. Lo solicitó.
–¿Lo solicitó ella?
–Sí. Imaginé que deseaba estar junto a él un poco más –y con cierto despecho, añadió–. Quizá no se dio cuenta, pero parece que el americano le cae bastante bien.
Konev hizo una mueca despectiva.
–En absoluto. Conozco bien a ese demonio. Si conozco algo bien, es a ella... cada pensamiento que atraviesa su cabeza. Se lo lleva para apartarlo de
mí.
Sentada junto a él en la nave, vigilando todos sus movimientos, debió haber adivinado la importancia que tenía y se propone
privarme
de él. No esperará a la noche. Apresurará la salida.
Se levantó y salió corriendo de la habitación.
–Yuri –llamó Boranova–, Yuri, ¿qué se propone hacer?
–Detenerla –le llegó la respuesta.
Lo contempló pensativa. Podía
detenerlo.
Tenía autoridad para ello. Tenía los medios. Sin embargo...
¿Y si él tuviera razón? ¿Y si lo que estaba en juego valía tanto como el Universo? Si lo detenía, todo...
todo...,
estaría en manos de los americanos. Si lo dejaba marcharse podía haber una crisis de tal magnitud como no se había soñado en generaciones.
Debía tomar una decisión al instante.
Volvió a empezar.
Si lo detenía,
habría
hecho algo. Si luego resultaba que él estaba en lo cierto, la responsabilidad por haberlo detenido y haber, por ello, perdido el Universo, recaería sobre ella. Si después de haberlo detenido resultaba que él estaba equivocado... la acción sería olvidada. No hay nada dramático en un error que no se ha cometido.
Si no hacía nada por detenerlo, todo caería sobre la cabeza de Konev. Si él conseguía de algún modo impedir el regreso de Morrison a los Estados Unidos y si el Gobierno se veía obligado, humillado, a entregarlo, Konev sería el que cargaría con la culpa. Boranova no perdería nada, porque él había salido corriendo sin decirle lo que iba a hacer y ella podía, razonablemente, asegurar que no podía ni soñar que él se propusiera desbaratar las intenciones del Gobierno. Estaría a salvo. Si, por el contrario, él impedía el regreso de Morrison, y resultaba tener razón y el Gobierno ganaba la batalla de voluntades que seguiría, podría arrogarse el mérito de no haber hecho nada por detenerlo Podría decir, incluso, que él había obrado con su permiso.
Bien, pues, si lo detenía lo peor era ser culpable y lo mejor la neutralidad. Si no hacía nada, lo mejor era el mérito, lo peor ser natural.
Así que Boranova no hizo nada.
Morrison decidió que Kaliinin tenía razón. A medida que pasaban los minutos se sentía más cómodo en el rasador e incluso empezó a experimentar un débil placer.
Podía ver claramente el suelo por la seudocelosía que formaba el chasis de la nave. Estaba a unos treinta metros por debajo (o así lo creía) y se iba quedando suavemente atrás.
Kaliinin estaba sentada en los controles, completamente absorta, aunque a Morrison le parecía que no tenía gran cosa que hacer. Presumiblemente, era su habilidad y capacidad de observación lo que hacía posible que pudiera mantener el rasador en su ruta sin tener que hacer modificaciones minuto a minuto. Le preguntó:
–¿Qué ocurriría si tuviera el viento de frente, Sofía?
Sin apartar los ojos de los controles, le contestó:
–Tendría que utilizar el motor y gastar combustible. Si el viento es fuerte, el rasador no sirve. Afortunadamente, el tiempo de hoy es ideal para este vuelo.
Morrison empezó a experimentar algo parecido al bienestar por primera vez desde que abandonara los Estados Unidos... no, desde mucho antes de aquello. Empezó a imaginarse de vuelta en su país; era la primera vez que se atrevía a hacerlo. Preguntó:
–¿Una vez lleguemos al hotel de Malenkigrad, qué pasará?
–En coche hasta el aeropuerto –contestó Kaliinin– y allí subirá a un avión camino de América.
–¿Cuándo?
–Esta noche, según el plan. Procuraré que se haga antes.
Casi jovial, Morrison rezongó:
–¿Ansiosa por deshacerse de mí?
Y para su sorpresa la respuesta fue: