Entraron dos hombres. Uno, cuyo rostro familiar había aparecido en la ventanilla de la puerta, dijo:
–Espero que me recuerde.
Morrison no hizo el menor movimiento para bajar de la cama. Él era ahora el centro alrededor del cual giraba todo, por lo menos temporalmente, y se aprovecharía de ello. Simplemente levantó el brazo en un gesto de saludo y dijo:
–Usted es el agente que quería que me fuera a la Unión Soviética. Ródano, ¿verdad?
–Gracias, Ródano. Sí. Y le presento al profesor Robert G. Friar. Imagino que lo conoce.
Morrison titubeó, pero la corrección le hizo bajar los pies de la cama y ponerse de pie.
–Hola, profesor. Sé quién es usted, claro, y lo he visto bastante en holovisión. Me encanta conocerlo personalmente.
Friar, uno de los «científicos visibles» cuyas fotografías y apariciones en HV lo habían hecho familiar para la mayor parte del mundo, sonrió forzadamente. Su rostro era redondo, los ojos azul pálido, mejillas rubicundas, una arruga que parecía permanentemente vertical entre las cejas, un cuerpo macizo de altura normal, y un modo inquieto de mirar a su alrededor.
–Y usted deduzco que es Albert Jonás Morrison –dijo.
–En efecto –respondió Morrison–. Mr. Ródano lo confirmará. Por favor, siéntense, los dos, y perdónenme si continúo relajándome en la cama. Tengo que recuperar el equivalente a un año de relajación.
Los dos visitantes se sentaron en un amplio sofá y se inclinaron hacia Morrison. Ródano sonrió dubitativo:
–No puedo prometerle mucha relajación, doctor Morrison. Al menos por ahora. Incidentalmente, hemos recibido noticias de Ashby, ¿la recuerda?
–¿La camarera que me ayudó a regresar? Ya lo creo. Sin ella...
–Conocemos lo esencial de la historia, Morrison. Quiere que sepa que sus dos amigos se han recuperado y aparentemente siguen amándose.
–¿Y la propia Ashby? Me dijo que estaba dispuesta a marcharse si Washington lo aprobaba. Informé de ello anoche.
–Sí, la sacaremos de un modo u otro... Y ahora, me temo que vamos a fastidiarlo de nuevo.
–¿Cuánto tiempo va a durar esto?
–No lo sé. Debe tomarlo como venga... Profesor Friar, ¿quiere empezar?
Friar asintió.
–Doctor Morrison, le importará si tomo notas... No, lo diré de otro modo. Voy a tomar notas, Morrison.
Sacó una pequeña y moderna computadora de su portafolios.
–¿A dónde irán a parar estas notas, profesor? –preguntó Ródano.
–A mi registrador, señor Ródano.
–¿Que está dónde, profesor?
–En mi oficina, en Defensa, señor Ródano. –Luego algo irritado por la insistente mirada del otro, añadió–: En mi
caja fuerte,
en Defensa, y ambas cosas, la caja y el registrador, están bien codificadas. ¿Lo satisface?
–Adelante, profesor.
Friar se volvió a Morrison, diciendo:
–¿Es cierto que fue usted miniaturizado, Morrison? ¿Personalmente?
–Sí. Y de lo más pequeño; fui del tamaño de un átomo, mientras formaba parte de una nave del tamaño de una molécula de glucosa. Pasé más de medio día dentro de un cuerpo humano vivo; primero en la corriente sanguínea, luego en el cerebro.
–¿Y esto es cierto? ¿No se trata de una ilusión o un truco?
–Por favor, profesor Friar. Si hubiera sido hipnotizado o víctima de un truco, mi testimonio ahora no valdría nada. No podemos continuar si no reconoce el hecho de que estoy en mi sano juicio y que se puede confiar en que los acontecimientos que les describa, corresponden a la realidad.
Friar apretó los labios, luego asintió:
–Tiene razón. En primer lugar debemos asumir, y yo lo asumo, que está usted en su sano juicio y que se puede confiar en usted... sin perjuicio de reconsiderar dicha suposición más adelante.
–De acuerdo –dijo Morrison.
–En tal caso –y Friar se volvió a Ródano– empecemos con una observación grande e importante. La miniaturización
es
posible y los soviéticos la poseen y hacen uso de ella, y pueden miniaturizar incluso a seres humanos sin que sufran daño aparente.
Se volvió a Morrison y continuó:
–Presumiblemente, los soviéticos aseguran miniaturizar reduciendo al tamaño de la constante de Planck.
–Sí, así es.
–Claro que es así. No se puede concebir otra forma de hacerlo. ¿Le explicaron el procedimiento empleado para lograrlo?
–Por supuesto que no. Podría también asumir que los científicos soviéticos con quien tuve tratos, están tan cuerdos como nosotros. No dejaban imprudentemente que averiguara nada que no quisieran que supiéramos.
–Muy bien. Asumido. Ahora díganos exactamente lo que le ocurrió en la Unión Soviética. No lo cuente como una historia de aventuras, sino como observaciones de un físico profesional.
Morrison comenzó a hablar. No estaba enteramente disgustado por hacerlo. Necesitaba exorcizarlo y no quería la responsabilidad de ser el único americano que supiera lo que sabía. Contó la historia detalladamente y tardó horas en hacerlo. No terminó hasta que se sentaron a un almuerzo que se sirvió en la habitación.
Durante el postre, dijo Friar:
–Déjeme resumir de memoria, lo mejor que pueda. Para empezar, la miniaturización no afecta el curso del tiempo, ni las interacciones cuánticas..., es decir, las interacciones electromagnéticas, débiles y fuertes. La interacción gravitacional queda, no obstante, afectada, y disminuye en proporción a la masa, como cabía esperar. ¿Es así?
Morrison movió la cabeza afirmativamente. Friar prosiguió.
–La luz, la radiación electromagnética, generalmente, puede cruzarse dentro y fuera del campo de miniaturización, pero no así el sonido. La materia normal es débilmente repelida por el campo de miniaturización pero, bajo presión, la materia normal puede hacerse entrar y ser a su vez miniaturizada, a expensas de la energía del campo.
Morrison se volvió a asentir.
–Cuanto más miniaturizado es un objeto, menos energía se precisa si se quiere miniaturizarlo aún más. ¿Sabe si la energía exigida, disminuye en proporción a la masa restante en cualquier fase determinada de la miniaturización?
–Es algo que parecería lógico –dijo Morrison–, pero no recuerdo que nadie mencionara la naturaleza cuantitativa del fenómeno.
–Sigamos, pues. Cuanto más miniaturizado es un objeto, mayor es la probabilidad de su desminiaturización espontánea... y esto se aplica a toda la masa dentro del campo, más que a cualquier parte componente del mismo. Usted, como individuo separado, estaba más expuesto a la desminiaturización espontánea de lo que hubiera estado como parte de la nave. ¿Es así?
–Así lo comprendí.
–Y sus compañeros soviéticos admitieron que era imposible maximizar y dar más masa a las cosas de la que tienen naturalmente.
–También así lo comprendí. Debe darse cuenta, profesor Friar, que yo sólo puedo repetir lo que se me dijo. Podrían haberme despistado deliberadamente o estar realmente equivocados porque no disponían de suficientes conocimientos.
–Sí, sí, lo comprendo. ¿Tiene algún motivo para creer que lo despistaron deliberadamente?
–No. Me pareció que eran sinceros.
–Bien, quizás. Ahora bien, para mí lo más interesante es que el movimiento browniano estaba en equilibrio con la oscilación de la miniaturización y que, cuando mayor era el grado de miniaturización, mayor el desplazamiento de equilibrio hacia la oscilación y más lejos del ordinario movimiento browniano.
–Esto fue mi propia observación, profesor, y no se basa simplemente en lo que se me explicó.
–¿Y este desplazamiento de equilibrio tiene algo que ver con la velocidad de desminiaturización espontánea?
–Así lo creí. No puedo afirmarlo como un hecho.
–Humm. –Friar sorbió, pensativo, su café y comentó–: Lo malo de todo esto es que es superficial. Nos habla del comportamiento del campo de miniaturización, pero no nos dice nada sobre cómo se produce dicho campo, y al disminuir el valor de la constante de Planck, dejan intacta la velocidad de la luz, ¿no es así?
–Sí, pero como le he hecho notar, esto significa que el mantenimiento del campo de miniaturización requiere una enorme energía. Si pudieran acoplar la constante de Planck con la velocidad de la luz, aumentando ésta mientras se disminuye la anterior... Pero no lo han conseguido aún.
–Eso dicen. Se suponía que la solución estaba en la mente de Shapirov, pero usted fue incapaz de conseguirla.
–En efecto.
Friar permaneció sumido en sus pensamientos durante unos minutos; luego sacudió la cabeza, e insistió:
–Volveremos a repasar todo lo que me ha dicho y deduciremos lo que podamos, pero me temo que no nos va a servir.
–¿Por qué no? –preguntó Ródano.
–Porque nada de esto llega al corazón. Si alguien que jamás hubiera visto un robot u oído sobre las partes que lo componen, tuviera que hablarnos de un robot en funciones, podría describir cómo se movían la cabeza o los miembros, cómo sonaba la voz, cómo obedecía órdenes y demás. Nada de lo que pudiera observar le diría cómo funciona un circuito positrónico o qué es una válvula molecular. Ni siquiera tendría la menor idea de que ambas existieran, ni tampoco aquellos científicos que trabajaran a partir de sus observaciones.
»Los soviéticos tienen alguna técnica para producir el campo y no sabemos nada de ello, ni nos sirve nada de lo que condujera a ello sin saber que algo cruel estaba preparándose... eso fue lo que ocurrió a mediados del siglo XX, cuando se publicó un primer trabajo sobre la fisión nuclear, antes de que se comprendiera que debía mantenerse en secreto. No obstante, ni los soviéticos cometieron este error con la miniaturización, ni nosotros hemos logrado conseguir información a través del espionaje o por la suerte de que algún personaje clave del otro bando desertara y viniera a nosotros.
»Consultaré con mis colegas del Consejo pero, en general, doctor Morrison, me temo que su aventura en la Unión Soviética, por arriesgada y digna de encomio que sea, excepto por su confirmación de que la miniaturización existe, ha sido inútil. Lo siento, señor Ródano, es lo mismo que si no hubiera sucedido.
La expresión de Morrison no varió mientras Friar exponía su conclusión. Se sirvió un poco más de café, añadió un poco de crema de leche, y bebió sin prisas. Después, dijo:
–Está completamente equivocado, ¿sabe, Friar?
Friar lo miró y preguntó:
–¿Está intentando decirme que sabe algo sobre la producción del campo de miniaturización? Usted mismo dijo que...
–Lo que voy a decirle, Friar, no tiene nada que ver con la miniaturización. Tiene
todo
que ver con mi propio trabajo. Los soviéticos me llevaron a Malenkigrad y a la Gruta, para que pudiera utilizar mi programa de computadora a fin de leer en la mente de Shapirov. Esto falló, lo que no es sorprendente teniendo en cuenta que Shapirov estaba en coma y a punto de morir. Por el contrario, Shapirov cuya mente era sorprendentemente penetrante, se refirió a mi programa como «estación relé» después de haber leído algunos de mis artículos. Y esto es lo que resultó ser.
–¿Una estación relé? –El rostro de Friar reflejó disgusto y desconcierto–. ¿Qué significa esto?
–En lugar de captar el pensamiento de Shapirov, mi computadora programada, una vez dentro de una de sus neuronas, actuaba de enlace, pasando pensamientos de uno de nosotros a otro.
La expresión de Friar fue ahora de indignación:
–¿Quiere decir que actuó de dispositivo telepático?
–Exactamente. Lo experimenté por primera vez cuando percibí una intensa emoción de amor y deseo sexual por una joven que estaba conmigo en la nave miniaturizada. Naturalmente, supuse que se trataba de mi propia emoción porque era joven y muy atractiva. Sin embargo, yo no experimentaba ningún sentimiento consciente de este tipo. No fue hasta que lo experimenté otras veces que me di cuenta de que estaba recibiendo los pensamientos de un joven, también a bordo de la nave. Él y ella estaban distanciados, pero no obstante, la pasión entre ellos seguía latente.
Friar sonrió con tolerancia:
–¿Está usted seguro de que estaba en condiciones, a bordo de la nave, de interpretar debidamente esos pensamientos? Después de todo, estaba sometido a una fuerte tensión. ¿Recibió usted similares pensamientos de parte de la joven?
–No, el joven y yo intercambiamos pensamientos, involuntariamente, en muchas ocasiones. Cuando yo me acordé de mi mujer y mis hijos, él pensó en una mujer y dos niños. Cuando estuve perdido en la corriente sanguínea fue él quien detectó mis sensaciones de pánico. Asumió que había captado los sufrimientos de Shapirov a través de mi aparato, que permaneció en mi poder cuando yo iba a la deriva, pero ésos eran mis sentimientos, no los de Shapirov. No intercambié pensamientos con las dos mujeres que iban a bordo, pero ellas sí intercambiaron sensaciones entre sí. Cuando trataron de captar los pensamientos de Shapirov, detectaron palabras y pensamientos similares, de una a otra, claro... que ni el joven ni yo captamos.
–¿Diferencias sexuales? –observó Friar escéptico.
–Realmente, no. El piloto de la nave, un varón, ni captaba ni recibía nada, ni de las mujeres, ni de los hombres, aunque en cierta ocasión le pareció percibir un pensamiento. Mí propia impresión es que hay tipos de cerebro, como hay tipos de sangre, probablemente pocos, y que la comunicación telepática puede establecerse más fácilmente entre los del mismo tipo.
Ródano intervino, preguntando blandamente:
–Incluso si todo es como dice, doctor Morrison, ¿de qué sirve?
–Deje que se lo explique. Durante años he trabajado para identificar las regiones y tipos del pensamiento abstracto dentro del cerebro humano, con escaso éxito. En ocasiones, captaba una imagen, pero nunca supe interpretarla debidamente. Pensé que era del animal en cuyo cerebro trabajaba, pero ahora sospecho que surgían cuando estaba relativamente cerca de algún ser humano, que fuera presa de alguna emoción fuerte o pensamiento profundo. Nunca lo tuve en cuenta. Es culpa mía.
»Sin embargo, herido por la indiferencia del general y la absoluta incredulidad y burla de mis colegas, jamás publiqué sobre la percepción de imágenes, sino que modifiqué mi programa en un intento por intensificarlo. Algunas de estas modificaciones tampoco fueron publicadas. Así entré en la corriente sanguínea de Shapirov, con un dispositivo que podía servir como relé telepático que como otra cosa que hubiera utilizado abiertamente. Y ahora, que por fin mi cabezota ha comprendido exactamente qué es lo que tengo, sé lo que debo hacer para mejorar mi programa. Estoy seguro.