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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

Viaje alucinante (45 page)

¿Pero, no había ocurrido ya esto? Los dos incidentes, unidos por el cuidado de Kaliinin, estaban separados por varias horas pero fundidos en uno. Con voz ronca y casi ininteligible preguntó:

–¿Vamos en buena dirección? –Pero lo dijo en inglés.

Kaliinin, desconcertada, vaciló. Después contestó despacio, también en inglés, con un acento moderadamente marcado:

–Sí, Albert, pero eso ha sido hace algún tiempo, cuando estábamos en el capilar. Regresó y ha vuelto a salir por segunda vez. Ahora estamos en una neurona. ¿Se acuerda?

Morrison arrugó la frente. ¿Qué era todo eso? Poco a poco, fragmento a fragmento, recobró la memoria. Cerró los ojos y se esforzó por ordenar su mente. Después, preguntó:

–¿Cómo me han encontrado? –Esta vez habló en ruso.

Konev le contestó:

–Percibí, con mucha fuerza, las ondas del pensamiento de Shapirov a través de su máquina.

–¡Mi computadora! ¿Está a salvo?

–Seguía sujeta a usted –le tranquilizó Konev–.
¿Pudo
captar auténticos pensamientos?

–¿Auténticos pensamientos? –Morrison se lo quedó mirando, sin verlo con claridad–. ¿Qué pensamientos auténticos? ¿De qué me está hablando?

Konev se mostraba claramente impaciente, pero apretó los labios e insistió:

–Pude captar las ondas del pensamiento de Shapirov que me llegaban a través de su dispositivo, pero no llegué a percibir palabras o imágenes.

–¿Qué sintió, entonces?

–Angustia.

–Los demás no percibimos nada –explicó Boranova–, pero nos pareció que lo que nos describía Yurí era la angustia de una mente que se sabía atrapada en una trampa comatosa; que se sabía prisionera. ¿Percibió usted algo más específico que esto?

–No.

Morrison miró hacia atrás y se dio cuenta de que estaba tendido sobre dos asientos con su cabeza reposando entre los brazos de Kaliinin. Ya estaba vestido con sus ropas de algodón. Trató de incorporarse:

–Agua, por favor.

Bebió con ansia y al fin dijo:

–No recuerdo haber oído nada, ni sentido nada. En mi posición...

Konev lo interrumpió secamente:

–¿Qué tiene que ver su posición? Su computadora transmitía información. La percibí a considerable distancia. ¿Cómo es posible que usted no sintiera nada?

–Tenía otras cosas en que pensar, Yuri. Estaba perdido y seguro de que iba a morir. Dadas las circunstancias, no me fijé en nada más.

–No puedo creerle, Albert. No me mienta.

–No le miento, señora Boranova –consiguió pronunciar su nombre con suma formalidad–. Exijo ser tratado cortésmente.

–Yuri. Deje de formular acusaciones –ordenó Boranova–. Si quiere preguntar, pregunte.

–Entonces, voy a decírselo de otro modo. Percibí una fuerte emoción aunque me hallaba lejos del instrumento, según nuestra miniaturización. Usted, Albert, estaba sobre su computadora y ésta se encuentra ajustada a su cerebro, no al mío. Presumiblemente, nuestros cerebros son de tipo similar, pero no idénticos, y usted puede percibir a través de su instrumento, mucho más que yo. ¿Cómo es posible, pues, que yo pueda haber percibido tanto y que usted, en cambio, pretenda no haber captado nada?

–¿Cree que yo tenía tiempo o ganas de captar algo? Fui arrancado de la nave. Me encontré alejado, solo, perdido.

–Lo comprendo, pero no tenía que hacer ningún esfuerzo para captar. Las sensaciones invadirían su mente a pesar de todo lo que pudiera estar sucediendo.

–Pero así y todo, no capté nada. Lo que invadía mi mente era que estaba solo y que iba a morir. ¿Cómo es posible que no comprenda esto? Pensaba que me calentaría y moriría, casi como ocurrió la primera vez. –Una duda lo asaltó de pronto y miró a Kaliinin–. Han sido dos veces, ¿no es verdad?

–Sí, Albert –respondió con dulzura.

–Luego me di cuenta de que mi temperatura no aumentaba. Por el contrario, me pareció que crecía y disminuía de tamaño... que oscilaba. Estaba metido en una especie de transferencia de miniaturización en lugar de transferencia de calor. ¿Es posible, Natalya?

Boranova dudó, pero respondió:

–Ese efecto sigue naturalmente las ecuaciones del campo de miniaturización. No ha sido nunca experimentado, pero por lo visto usted lo ha confirmado mientras estuvo fuera.

–Tuve la impresión de que mi entorno oscilaba de tamaño, que las moléculas de agua que me rodeaban se dilataban y contraían, y luego me pareció más lógico que fuera yo el que oscilaba, antes que todo lo demás.

–Acertó usted y su informe es valioso. Uno podría deducir de esto, que el trastorno que el suceso le produjo tiene una enorme compensación.

Konev, todavía indignado, insistió:

–Albert, nos está diciendo que era perfectamente capaz de pensar razonablemente mientras estaba allí afuera... No obstante, ¿espera que creamos que no captó nada?

Morrison alzó la voz:

–Y usted, monomaniaco, ¿no puede entender que este pensamiento cuidadoso y racional, como usted lo llama, era el que llenaba por completo mi mente? Estaba absolutamente aterrorizado. Esperaba, cada vez que las moléculas que me rodeaban se contraían, que la contracción siguiera indefinidamente, lo que significaría, de hecho, que yo me dilataría indefinidamente; en otras palabras, sufriría desminiaturización espontánea, estallaría y moriría. En aquellos momentos me tenía perfectamente sin cuidado el captar o no las ondas del pensamiento. Y si alguna hubiera llegado a mí en aquellas circunstancias, la hubiera ignorado. Ésta es la verdad.

El rostro de Konev se contrajo en una expresión de desprecio:

–Si tuviera un trabajo importante que realizar y un pelotón de fusilamiento tuviera sus armas apuntando hacia mí, en los pocos segundos antes de que dispararan, yo seguiría todavía concentrado en mi trabajo.

–Como mi padre solía decir: «Cualquiera puede ir a cazar un oso sin miedo, cuando no hay oso»

Konev se revolvió furioso contra él:

–Ya estoy harto de su padre, viejo borracho.

–Vuelva a repetirme esto cuando estemos de vuelta en la Gruta y entonces se encontrará cazando un oso, con el oso presente.

–Ni una palabra más, Yuri –ordenó Boranova–. ¿Es que está dispuesto a pelearse con todos?

–A lo que estoy dispuesto, Natalya, es a hacer mi trabajo. Albert debe volver a salir.

–¡No! –exclamó Morrison aterrorizado–. Jamás.

Dezhnev, que miraba a Konev menos que amorosamente, observó:

–Acabamos de oír a un héroe de la Unión Soviética. Él debe hacer
su
trabajo, así que Albert debe volver a salir a la célula.

–Dezhnev tiene razón, Yuri –dijo Boranova–. Presume de que ni un pelotón de ejecución interrumpiría su trabajo. Salga pues inmediatamente, como ha hecho Albert por dos veces.

–Es su computadora –objetó Konev–. Está ajustada a su cerebro.

–Así lo tengo entendido, pero usted, como ha dicho, tiene el mismo tipo de cerebro. Al menos puede percibir lo que él percibe. En todo caso percibió las ondas
sképticas
cuando estaba perdido en la corriente intercelular. Y usted se encontraba a distancia. Con la computadora en sus manos y usted fuera, captaría sus propios datos que, de todos modos, serían más valiosos para nosotros. ¿De qué nos sirve la mayor percepción de Albert si usted insiste en no creer en nada de lo que dice?

Todos los ojos estaban ahora fijos en Konev. Incluso Kaliinin lo miraba a intervalos por entre sus largas pestañas. De pronto, Morrison carraspeó y musitó:

–Creo que me oriné en el traje. Un poco. No mucho, creo. El terror tiene su precio.

–Lo sé –respondió Boranova–. Lo he secado y limpiado lo mejor que he podido. Pero que esto no detenga a Yuri. Un pequeño residuo de orina no puede detener, a buen seguro, la dedicación al trabajo de un hombre como él.

–Me ofende este torpe sarcasmo por parte de todos ustedes, pero saldré a la célula. ¿De verdad creen que me da miedo hacerlo? Mi único pensamiento en contra es que Albert es el mejor receptor. Pero yo, en efecto, soy la otra opción y si él no lo hace lo haré yo, a condición...

Calló un instante que Dezhnev aprovechó para decir:

–A condición de que el oso no esté, ¿verdad, Yuri, héroe mío?

–No, imbécil, a condición de que esté bien sujeto a la nave. Albert fue arrancado porque estaba débilmente adherido, un trabajo mal hecho por parte del encargado de ese departamento. No quiero trabajo deficiente para conmigo.

Kaliinin dijo, sin dirigirse a nadie, mirándose la punta de los dedos:

–Albert debió chocar con una estructura que encajaba exactamente con él, eléctricamente hablando. La probabilidad de que esto ocurriera era bajísima. De todos modos, me serviré de un patrón raro en la nave y en el traje, a fin de reducir lo más que pueda la probabilidad.

Konev asintió. Dirigiéndose a Boranova:

–De acuerdo.

Y preguntó a Morrison:

–¿Ha dicho que no había transferencia de calor?

–Ninguna que yo pudiera detectar. Sólo oscilación de tamaño.

–Entonces no me quitaré la ropa.

–Comprenda, Yuri, que estará fuera por poco tiempo. No podemos correr indefinidamente el riesgo de desminiaturización.

–Lo comprendo –contestó Yuri, y ayudado por Morrison se metió en el traje.

Morrison observaba a Konev a través del casco de la nave.

Por dos veces había hecho lo contrario. Estaba fuera mirando hacia dentro. (Y durante un buen rato, aquella segunda vez, había estado en ninguna parte, mirando a ninguna parte.)

A Morrison le dolió un poco que Konev pareciera tan sosegado. Konev no se volvió para mirar a la nave. Sostenía en sus manos la computadora de Morrison, siguiendo las apresuradas instrucciones de éste sobre el aspecto elemental de expansión y enfoque. Parecía enteramente sumido en su tarea. ¿Era de verdad tan glacialmente valeroso? ¿Continuaría concentrándose incluso si era arrancado y empujado a la deriva como lo había sido Morrison? Probablemente... y Morrison se avergonzó.

Miró a los demás.

Dezhnev seguía en los controles. Tenía que mantenerse cerca de la membrana de la célula. Había sugerido trasladarse a la zona de calma entre las dos corrientes. Casi inmóviles, como seguramente estarían (quizás en una especie de resaca) no provocarían el tipo de accidente que había sufrido Morrison. Pero Konev lo había vetado inmediatamente. A lo largo de la membrana era donde se movían las ondas
sképticas,
y él quería estar cerca.

Dezhnev también había sugerido voltear la nave. Arriba o abajo no había ninguna diferencia en la célula, como tampoco en el espacio. Al voltear la nave, la esclusa de aire quedaría en el lado opuesto a la membrana y eso podría mantener a Konev alejado de las estructuras citosqueléticas.

Pero eso enfureció a Konev. Hizo notar que dichas estructuras podían encontrarse en cualquier parte de la célula y, en todo caso, no quería la masa de la nave entre él y la membrana.

Así que ya estaba fuera, y del modo que deseaba. Dezhnev, concentrado en sus controles, silbaba suavemente para sí.

Boranova vigilaba su propia computadora levantando sólo ocasionalmente la vista para contemplar, pensativa, a Konev. Kaliinin estaba inquieta. Era el único calificativo. Sus ojos iban hacia Konev cien veces y otras tantas volvían a apartarse de él. De pronto, dijo Boranova:

–Albert, es su instrumento. ¿Cree que Yuri sabrá manejarlo? ¿Cree que está captando algo?

Morrison esbozó una sonrisa.

–Se la he ajustado. No tiene que hacer gran cosa y ya le he explicado cómo enfocarla. De todos modos, sé que no recibe nada, Natalya.

–¿Cómo puede saberlo?

–Si captara algo, yo lo percibiría... o sentiría, debería decir... como él me sintió cuando estaba en la corriente. Y no siento nada, absolutamente nada.

Boranova pareció sorprenderse:

–Pero, ¿puede ser? Si él percibió algo cuando usted la sostenía, ¿por qué no siente nada ahora que la sostiene él?

–Quizás hayan cambiado las condiciones. Piense en toda la agonía que Konev asegura que detectó cuando siguió la emisión de los pensamientos de Shapirov hacia mí, por medio de mi computadora. Eso no era característico de lo que percibimos anteriormente.

–Lo sé. Antes habría sido casi idílico. Prados verdes. Ecuaciones matemáticas.

–Podría ser entonces, que si la parte viva del cerebro de Shapirov es capaz de razonar, se ha dado recientemente cuenta de su estado comatoso; lo ha estado haciendo en la última hora, quizás...

–¿Por qué habría ocurrido en la última hora? Sería demasiada coincidencia que ocurriera así, ahora que estamos en el cerebro.

–Puede que hayamos estimulado el cerebro por el mero hecho de estar en él y como consecuencia hacer que se diera cuenta. O, tal vez,
es
una coincidencia. Lo curioso de las coincidencias es que
ocurren...
Y puede que si el darse cuenta de ello le produjo angustia hace tiempo, le ha sumido ahora en una silenciosa apatía.

–Todavía me cuesta creerlo –musitó Boranova–. ¿Realmente piensa que Yuri no percibe nada?

–Nada significativo. Estoy completamente seguro.

–Tal vez debería llamarlo.

–Si yo fuera usted, lo haría, Natalya. Lleva afuera casi diez minutos. Si no percibe nada, es tiempo suficiente.

–¿Y si capta algo?

–Entonces se negará a regresar. Ya conoce a Konev.

–Golpee el casco de la nave, Albert. Está usted muy cerca de su cara.

Morrison así lo hizo y Konev miró en su dirección. Su rostro se veía borroso a través del plástico del casco, pero se distinguía una inconfundible expresión de desagrado. Boranova le indicó que volviera.

Konev titubeó, después movió afirmativamente la cabeza, y Morrison dijo a Boranova:

–Ahí está su prueba.

Entraron a Konev y vieron que estaba muy sofocado. Cuando le destornillaron el casco, aspiró largamente:

–¡Brrr! ¡Qué bien! Ya empezaba a sentir calor. Como estaba sujeto a la nave, la oscilación de tamaño era menor de lo que esperaba y la transferencia de temperatura algo más perceptible... Ayúdenme a despojarme de esta armadura de plástico.

Boranova preguntó en un súbito arranque de esperanza:

–¿Es por lo que estaba dispuesto a volver? ¿Por el calor?

–Esa fue la razón principal.

–¿Percibió algo especial, Yuri?

Y Konev, ceñudo, respondió:

–No. Nada. Absolutamente nada.

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