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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

Viaje alucinante (19 page)

BOOK: Viaje alucinante
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–Shapirov diría –prosiguió Kaliinin, entusiasmándose– que en la ultraminiaturización, el efecto gravitacional sería lo bastante cercano a cero para que se le ignorara del todo y que la velocidad de la luz sería tan grande que podría considerársela infinita. Con la masa virtualmente a cero, la inercia sería virtualmente cero y cualquier objeto, como esta nave por ejemplo, podría acelerarse con un consumo de energía prácticamente inexistente a cualquier velocidad. Tendríamos, dicho de otro modo, un viaje sin gravitación y más veloz que la luz. Según Shapirov, el empuje químico nos daba el Sistema Solar, el empuje iónico nos daría las estrellas más cercanas, pero la miniaturización relativista nos llevaría, de un salto a todo el Universo.

–Es una visión preciosa –exclamó Morrison arrobado.

–Entonces ya sabe lo que estamos buscando, ahora, ¿verdad?

Morrison asintió:

–Todo esto..., si podemos leer la mente de Shapirov, Y si realmente tiene algo en ella y si no estaba, simplemente, soñando.

–¿No cree que esta oportunidad merece el riesgo?

–Estoy a punto de creer que sí. Es usted terriblemente convincente –murmuró Morrison–. ¿Por qué no pudo Natalya emplear este tipo de argumentos en vez de los que utilizó?

–Natalya es... Natalya. Es una persona sumamente práctica, no una soñadora. Consigue que las cosas se hagan.

Morrison estudió a Kaliinin, sentada ahora a su izquierda. Miraba fijamente hacia delante con una expresión abstraída que daba a su perfil la apariencia de una soñadora poco práctica..., aunque, quizá, no una que, como Shapirov, soñara con conquistar el Universo. Con ella se trataba de algo más cercano, quizá.

–Su tristeza no es cosa mía, Sofía, como ya me ha dicho..., pero me han contado lo de Yuri.

Sus ojos lanzaron destellos:

–¡Arkady! Tuvo que ser él. Es un..., un... –Sacudió la cabeza–. Con todos sus conocimientos y todo su genio sigue siendo un patán. Siempre que pienso en él lo veo como un siervo barbudo con una botella de vodka.

–Creo que, a su modo, está preocupado por usted, aunque no sepa expresarlo poéticamente. Todo el mundo debe estar preocupado.

Kaliinin miró furiosa a Morrison, como conteniendo las palabras. Pero él insistió afectuosamente, diciéndole:

–¿Por qué no me lo cuenta? Creo que le ayudaría y yo soy una elección lógica, dado que no pertenezco al grupo. Le aseguro que se puede confiar en mí.

Kaliinin volvió a mirarlo pero esta vez con cierto agradecimiento.

–¡Yuri! –Escupió el nombre–. Todo el mundo puede estar preocupado, menos
Yuri.
No tiene sentimientos.

–Pero en algún momento debió estar enamorado de usted.

–¿Lo estuvo? No lo creo. Tiene una... –Levantó la vista y abrió las manos, que le temblaban, como si estuviera buscando una palabra y no se resignara a emplear otro término inferior–. Visión.

–No siempre somos dueños de nuestras emociones y afectos, Sofía. Si ha encontrado otra mujer y sueña con ella...

–No hay otra mujer –interrumpió Kaliinin–. ¡Ninguna! Utiliza la idea como excusa para ocultarse tras ella. Me amaba, si no del todo, vagamente. Yo le convenía, me tenía a mano, porque yo le satisfacía una cierta necesidad física y, como yo también estaba involucrada en el proyecto, no necesitaba perder tiempo buscándome. Mientras tenía el proyecto firmemente sujeto, no le importaba tenerme, tranquilamente y sin llamar la atención, a ratos perdidos.

–El trabajo de un hombre...

–No necesita ocupar todo su tiempo. Ya le he dicho que tiene una visión. Se propone ser el nuevo Newton, el nuevo Einstein. Quiere hacer que los descubrimientos sean tan fundamentales, tan grandes, que no quedará nada para el futuro. Tomará las especulaciones de Shapirov y las transformará en Ciencia firme. ¡Yuri Konev se transformará en el todo de la ley natural, y los demás no serán sino puro comentario!

–¿Y no puede considerarse esto como una ambición admirable?

–No, cuando le hace sacrificarlo todo y a todos, cuando le hace renegar de su propia hija. ¿Yo? ¿Qué importo yo? Se me puede dejar de lado, negar. Soy una adulta. Puedo cuidar de mí. Pero, ¿y mi hija? ¿Puede negársele un padre a una criatura? ¿Negarla? ¿Rechazarla? Lo distraería de su trabajo, le exigiría atención, consumiría unos breves instantes aquí y allá..., así que insiste en que no es el padre.

–Un análisis genético.

–No. ¿Iba yo a arrastrarlo ante un tribunal y forzar una decisión legal? Piense en lo que su negativa implica. La criatura no ha sido concebida espontáneamente. Alguien
debe ser
el padre. Da a entender..., no, lo
declara,
que soy promiscua. No ha dudado en decir, como opinión propia, que yo no conozco al padre de mi hija puesto que me debato entre numerosas posibilidades. ¿Debo esforzarme para hacer que un hombre tan ruin como él, sea legalmente probado como el padre y se excuse por lo que ha hecho..., y yo pueda concederle, de vez en cuando, echar una mirada a la criatura?

–Sin embargo, tengo la impresión de que todavía lo ama.

–Sí es así, es mi maldición. Pero no afectará a mi hija.

–¿Es por ella por lo que ha tenido que ser persuadida para someterse a la miniaturización?

–¿Y trabajar con él? Sí, ésta es la razón. Pero me dijeron que no se me puede remplazar, que lo que podamos hacer por la Ciencia está por encima y más allá de cualquier sentimiento personal que se pueda concebir..., rabia, odio. Además...

–¿Además?

–Además, si abandonara el proyecto, perdería mi rango de científico soviético. Perdería muchos privilegios y emolumentos, que no me importan, pero que también los perdería mi hija..., y esto me importa mucho

–¿Hubo que persuadir a Yuri también para que trabajara con usted?

–¿Él? Claro que no. El proyecto es lo único que conoce y ve. No me mira. No me ve. Y si muere en el transcurso de este intento... –Le tendió la mano, suplicante–. Por favor, comprenda que ni por un momento crea que esto vaya a ocurrir. Es sólo una actitud estúpidamente romántica el que yo me torture por amor al dolor, creo yo. Si él muriera ni siquiera se daría cuenta de que yo moriría con él.

–No hable así –dijo, estremecido–. ¿Y qué le ocurriría a su hija en tal caso? ¿Se lo ha dicho Natalya?

–No tuvo que hacerlo. Lo sé sin que me lo diga. A mi hija la educaría el Estado, como hija de una mártir de la ciencia soviética. Tal vez estaría mejor. –Sofía calló un instante y miró a su alrededor–. Allá, fuera, todo empieza a parecer normal. No tardaremos en salir de la nave.

Morrison se encogió de hombros.

–Tendrá que pasar gran parte del resto del día sometido a exámenes médicos y psicológicos, Albert. Y yo también. Será muy pesado, pero hay que hacerlo. ¿Cómo se encuentra?

–Me sentiría mejor –dijo Morrison en un arrebato de sinceridad– si no me hubiera hablado de morir... ¡Oiga! Mañana, cuando hagamos el viaje al interior del cuerpo de Shapirov, ¿hasta dónde seremos miniaturizados?

–Esto será decisión de Natalya. Como mínimo a dimensión celular, por supuesto. Quizás a dimensiones moleculares.

–¿Se ha hecho alguna vez?

–No, que yo sepa.

–¿Conejos? ¿Objetos inanimados?

Kaliinin volvió a sacudir la cabeza y repitió:

–No, que yo sepa.

–Entonces, ¿cómo sabe alguien si la miniaturización a tal extremo es posible, o, si lo es, si alguno de nosotros puede sobrevivir?

–La teoría dice que lo es y que podemos. Hasta ahora, cada experimento ha encajado con la teoría.

–Sí, pero hay límites. No sería mejor si la ultraminiaturización se probara en una simple barra de plástico, luego en un conejo, luego en...

–Naturalmente, pero persuadir al Comité Central de Coordinación de que autorice tal gasto de energía sería una tarea enorme y los experimentos habría que repartirlos en meses y años. ¡No disponemos de tiempo! Debemos entrar en Shapirov inmediatamente.

–Pero vamos a hacer algo sin precedentes, cruzar por una región no puesta a prueba, con sólo los «quizá» de la teoría para...

–Exactamente, exactamente. Venga, se ha encendido la luz y debemos salir y reunimos con los médicos que están esperando.

Pero para Morrison la euforia marginal de una desminiaturización lograda, iba esfumándose. Lo que hoy había experimentado no era de ningún modo indicativo de aquello con lo que se enfrentaría al día siguiente.

El terror volvía a apoderarse de él.

VIII. PRELIMINARES

La mayor dificultad surge al principio. Se llama «prepararse»

DEZHNEV, padre

A última hora de aquella tarde, después de un largo y tedioso examen médico, se reunió para cenar con los cuatro investigadores soviéticos. «La Ultima Cena», pensó Morrison sombrío. Una vez sentado estalló:

–Nadie me ha dicho el resultado de mis exámenes –se volvió a Kaliinin–. ¿También la han examinado, Sofía?

–En efecto, Albert.


¿Le
comunicaron el resultado?

–Me temo que no. Como no los pagamos nosotros me supongo que no creen que nos deban algo.

–No importa –terció Dezhnev, jovial–. Mi anciano padre solía decir: «Las malas noticias tienen alas de águila; las buenas, patas de perezoso» Si no han dicho nada es que no tenían nada malo que informar.

–Incluso las malas noticias –dijo Boranova– hubieran llegado a mí y solamente a mí. Yo soy la que debe decidir quién va a acompañarnos.

–¿Qué le dijeron de mí? –preguntó Morrison.

–Que no tiene nada importante. Así que vendrá con nosotros y dentro de doce horas empezará la aventura.

–¿Tengo algo, entonces, que no sea importante, Natalya?

–Nada digno de mención, excepto que manifiesta, según el doctor, un «típico mal carácter americano»

–¡Ah! –exclamó Morrison–. Una de nuestras libertades americanas es la de poder ser malhumorado cuando los médicos hacen gala de una típica falta de consideración soviética hacia sus pacientes.

No obstante, su aprensión por su estado mental se disipó, y al hacerlo, la inevitable aprensión sobre su próxima miniaturización creció repentinamente.

Se sumió en el silencio, comiendo despacio y sin demasiado apetito.

Yuri Konev fue el primero en levantarse de la mesa. Permaneció un momento de pie, ligeramente inclinado sobre la mesa, con una leve expresión ceñuda en su rostro intenso y juvenil. Dijo:

–Natalya. Debo llevarme a Albert a mi despacho. Es preciso que discutamos la tarea de mañana y nos preparemos para ella.

–Tenga en cuenta, por favor, que todos debemos dormir mucho esta noche. No quiero que se le olvide el paso del tiempo. ¿Quiere que Arkady los acompañe?

–No lo necesito –protestó Konev, altanero.

–No obstante –insistió Boranova– habrá dos guardias a la puerta de su despacho y los llamará en caso de necesitarlos.

Konev la miró con impaciencia, diciendo:

–Estoy seguro de que no voy a necesitarlos, Natalya. Venga conmigo, Albert.

Morrison, que los había estado observando con ojos semicerrados, se levantó y preguntó:

–¿Va a ser un viaje largo? Estoy harto de hacer de lanzadera de una punta a otra de la Gruta.

Morrison sabía que estaba siendo impertinente, pero Konev no parecía molestarse, aunque le contestó con la misma impertinencia:

–Creo que un profesor debería estar acostumbrado a ir de un punto a otro del campus universitario.

Morrison siguió a Konev y juntos emprendieron la marcha por el corredor, en silencio. Morrison observó que en un momento dado dos guardias se les unían; oyó otros pasos al mismo ritmo que los suyos. Miró hacia atrás, pero Konev, no. Morrison, impaciente, quiso saber:

–¿Tardaremos mucho, Yuri?

–Es una pregunta estúpida, Albert. No tengo la menor intención de caminar más allá de nuestro destino. Cuando lleguemos, habremos llegado. Si todavía andamos es porque aún no hemos llegado.

–Pienso que con tanto paseo, podrían disponer de carritos como los del golf o algo parecido, para los recorridos.

–Cualquier cosa para que se le atrofien los músculos, ¿no es así, Albert? Venga, no es tan viejo que no pueda andar, ni tan joven que haya que llevarlo en brazos.

Morrison pensó: «Si yo fuera aquella pobre mujer echaría cohetes para celebrar su negativa de paternidad» Por fin llegaron al despacho de Konev, o por lo menos esto supuso Morrison cuando oyó a Konev gritar: «Abre», y la puerta se deslizó sin ruido en respuesta a su impresión vocal. Konev entró primero.

–¿Y si alguien imita su voz? –preguntó Morrison curioso–. No tiene un tipo de voz especial, sabe.

–También capta mi cara. No respondería separadamente a una u otra.

–¿Y si está resfriado?

–Una vez que lo estuve, no pude entrar en mi despacho por tres días y finalmente tuve que mandar abrir la puerta mecánicamente. Si se me estropeara la cara por accidente o cualquier motivo, también tendría problemas. Pero, claro, éste es el precio de la seguridad.

–¿Pero la gente de aquí es tan inquisitiva como para invadir su despacho privado?

–La gente es gente y no es prudente tentar a nadie, incluso a los mejores. Aquí guardo cosas únicas para mí y que pueden verse solamente cuando yo lo permito. Esto, por ejemplo. –Y su mano fina, cuidada y manicurada («habrá cosas que deje de lado –observó Morrison–, pero no el cuidado de su persona») se apoyó en un libro extraordinariamente grande y grueso que, a su vez, descansaba en un soporte claramente diseñado para él.

–¿Qué es? –preguntó Morrison.

–Esto –explicó Konev– es el académico Shapirov..., o por lo menos su esencia. –Abrió el libro y volvió unas páginas. Una tras otra, o quizá todas ellas, estaban llenas de símbolos ordenados al estilo de diagramas. Konev prosiguió–: Lo tengo en microfilme, claro, pero hay cierta conveniencia de tenerlo impreso... –Tocó las páginas casi amorosamente.

–Sigo sin comprender –insistió Morrison.

–Ésta es la estructura básica del cerebro de Shapirov, trasladada a un simbolismo inventado por mí. Introducido en la computadora adecuada, puede reconstruir un mapa tridimensional del cerebro en sus más ínfimos detalles y proyectarlo en la pantalla.

–Sorprendente, si lo dice en serio.

–Lo digo en serio. He pasado toda mi carrera dedicado a esta tarea: traducir la estructura cerebral a símbolos y los símbolos a estructura cerebral. He inventado y avanzado en esta ciencia de cerebrografía.

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