–Seamos sinceros el uno con el otro, Albert. No podríamos ocultar su participación en esto aunque quisiéramos. El Gobierno americano sabe que lo hemos traído aquí. Nosotros sabemos que lo saben. No hicieron nada por detenernos porque querían que viniera aquí. Bien, sabrán, o por lo menos sospecharán, por qué lo queríamos aquí y lo que hizo por nosotros, una vez anunciemos nuestro éxito. Y se preocuparán de que la ciencia americana, representada por usted, reciba un reconocimiento total.
Morrison permaneció un momento silencioso, con la cabeza gacha. Tenía las mejillas enrojecidas, quizá como resultado del vodka que había bebido. Sin levantar la vista, sabía que cuatro pares de ojos estaban fijos en él y sospechó que cuatro alientos estaban contenidos. Levantó la cabeza y dijo:
–Déjenme que les haga una pregunta. ¿Cómo entró Shapirov en coma?
Hubo un silencio y tres pares de ojos miraron a Natalya Boranova. Morrison, al percatarse, también se la quedó mirando.
–Bien..., espero.
–Albert, voy a decirle la verdad aunque con ella pueda destruir mi propósito. Si intentamos mentirle, tendrá razón en no creer nada de lo que le digamos. Si ve que somos sinceros, podrá creernos en un futuro. Albert, el académico Shapirov
está
en coma porque fue miniaturizado, como confiamos en que usted lo sea. Hubo un pequeño accidente durante la desminiaturización que destruyó parte de su cerebro, al parecer, permanentemente. Esto puede ocurrir, y no se lo ocultamos. Ahora, acepte que somos absolutamente sinceros y diga que va a ayudarnos.
Siempre estamos seguros de que la decisión que acabamos de tomar, es la mala
DEZHNEV, padre
Ahora, al fin, Morrison se puso de pie, sintiéndose algo inseguro..., tal vez por el vodka, por la tensión general de aquel día, o por la última revelación; ni lo sabía, ni le importaba. Golpeó un poco el suelo con los pies, como si quisiera afianzarlos. Después, deliberadamente, anduvo hasta el extremo de la estancia y volvió. Se enfrentó con Boranova y le dijo con dureza:
–Puede miniaturizar un conejo, y parece que no le ocurre nada. ¿Se le ocurrió pensar que el cerebro humano es la materia más compleja que conocemos y que, por más que cualquier otra cosa sobreviva, el cerebro humano puede dañarse?
–Lo hice, pero todas nuestras investigaciones nos han demostrado que la miniaturización no afecta en lo más mínimo las interrelaciones dentro del objeto miniaturizado. En teoría, incluso el cerebro humano no debería ser afectado por la miniaturización.
–¡En teoría! –exclamó Morrison despectivo–. ¿Cómo es posible que, basándose solamente en la teoría, experimentaran con Shapirov, cuyo cerebro parecen valorar en tan alto grado? Y habiendo fracasado con él, con una gran pérdida de su parte, ¿cómo puede ser tan loca que se proponga experimentar conmigo para recuperarse de la otra pérdida? También fracasará conmigo, y no puedo aceptarlo.
–No diga más tonterías –saltó Dezhnev–. No estamos locos. Nada de lo hecho lo ha sido con ligereza. La culpa fue de Shapirov.
–Lo fue en cierto modo –explicó Boranova–. Shapirov es un excéntrico.
Pete el Loco,
creo que lo llaman en inglés y no andan tan equivocados. Estaba empeñado en experimentar la miniaturización. Estaba envejeciendo, nos dijo, y quería, como Moisés, alcanzar la Tierra Prometida sin entrar en ella.
–Se le pudo haber prohibido hacerlo.
–¿Quién, yo? ¿Yo prohibir algo a Shapirov? Supongo que no hablará en serio.
–Usted, no. El Gobierno, sí. Si el proceso de miniaturización es tan valioso para la Unión Soviética...
–Shapirov amenazó con abandonar el proyecto si no hacía lo que quería, y eso no podía arriesgarse. Ni tampoco es nuestro Gobierno tan autoritario como lo fue en otros tiempos con sus presiones sobre científicos creadores de problemas. Ahora debe tener más en cuenta la opinión mundial, lo mismo que su Gobierno..., no sé si para bien o para mal. En todo caso, Shapirov fue eventualmente miniaturizado.
–Completamente loco –masculló Morrison.
–No –dijo Boranova– porque no se hizo nada sin tomar precauciones. Pese al hecho de que cada ejercicio de miniaturización es costoso, y hace que el Comité de Coordinación Central, se estremezca, insistimos en hacerlo con sumo cuidado. Por dos veces miniaturizamos chimpancés y dos veces los trajimos de vuelta sin detectar ningún cambio en ellos, ya fuera por los estudios minuciosos sobre su comportamiento o por una imagen de resonancia magnética de su cerebro.
–Un chimpancé no es un ser humano –observó Morrison.
–Es algo que sabemos bien. Por lo tanto, miniaturizamos a un ser humano a continuación –prosiguió Boranova gravemente–. Un voluntario. Yuri Konev, para ser precisa.
–Tenía que ser yo –prosiguió Konev–. Era yo el que intuía con más fuerza que el cerebro humano no quedaría afectado. Soy el neurólogo del proyecto y fui yo quien hizo los cálculos necesarios. No podía pedir a otro ser humano que arriesgara su cordura ante mis cálculos y mi certeza. La vida es una cosa..., todos la perdemos tarde o temprano. La cordura es otra cosa distinta.
–Muy valiente –murmuró Kaliinin mirándose la punta de los dedos–. La hazaña de un verdadero héroe soviético. –Y le tembló el labio como esbozando un mohín despectivo.
Mirando fijamente a Morrison, Konev explicó:
–Soy un ciudadano soviético leal, pero no lo hice por motivos nacionalistas. En este caso serían del todo irrelevantes. Fue por decencia y por ética científica. Confiaba en mi análisis, ¿qué valor tendría mi confianza si no me arriesgaba a comprobarla? También hay algo más. Cuando se escriba la historia de la miniaturización, se me mencionará como el primer ser humano que se sometió al proceso. Esto eclipsará la hazaña de un tataratío, general, que luchó contra los nazis en la Gran Guerra Patriótica. Y me encantaría, no por vanagloria sino por creer que la conquista de la paz debe considerarse siempre superior a las victorias de la guerra.
–Bien –cortó Boranova–. Dejando a un lado los ideales y pasando a los hechos, Yuri fue miniaturizado por dos veces. Primero le redujimos a la mitad de su tamaño y se le restableció en perfecto estado. Luego se le miniaturizó al tamaño de un ratón y también volvió en perfecto estado.
–¿Y, entonces, Shapirov? –preguntó Morrison.
–Sí, entonces lo fue Shapirov. No era fácil de controlar. Vociferó y discutió porque quería ser el primero en ser miniaturizado. Después del primer ensayo con Konev, nos costó muchísimo hacerle esperar una segunda prueba. Pasada ésta, ya no lo pudimos controlar. No sólo nos vimos obligados a miniaturizarlo, sino que juró abandonar el proyecto y el país mismo y comenzar todo de nuevo en otro lugar si no lo miniaturizábamos más que a Konev. No teníamos elección. Si
Pete el Loco,
como le llama, estaba lo bastante loco para emigrar, sería ir mucho más allá de lo que el Gobierno estaba dispuesto a admitir, incluso en estos tiempos. Tampoco queríamos verlo en la cárcel, así que lo miniaturizamos al tamaño de una célula.
–Y eso sobrepasó los límites de seguridad, ¿no?
–No. Tenemos motivos para pensar que se encontraba en perfecto estado, incluso tan miniaturizado. Lo estábamos devolviendo a su estado normal y en un momento dado hubo un percance, la desminiaturización tuvo lugar demasiado de prisa y la temperatura del cuerpo de Shapirov se elevó ligeramente. Tuvo el mismo efecto que una fiebre alta, no lo bastante para matarlo, pero lo suficiente para dañarle permanentemente el cerebro. Podríamos haberlo recuperado de tratarlo inmediatamente, pero había que completar la desminiaturización y eso llevaba tiempo. Fue una catástrofe abrumadora y lo único que nos cabe esperar es la oportunidad de salvar lo que necesitamos de lo que queda de su cerebro.
–Puede ocurrir otro percance, como usted lo llama, si se me miniaturizara. ¿No es verdad?
–Sí. Así es. No lo niego. En la larga historia de la Ciencia ha habido fracasos y desgracias. Seguro que no necesitará que le recuerde que ha habido muertes de cosmonautas, en el espacio, tanto por parte de los soviéticos como de los americanos. Eso no impidió nuestras actuales colonias en la Luna, y en el propio espacio, un nuevo hogar para la Humanidad.
–Puede que sea así, pero todos los adelantos que se hicieron en el espacio, lo fueron por voluntarios. Nadie fue lanzado al espacio contra su voluntad. Y yo no soy un voluntario.
–No tiene por qué estar tan asustado –observó Boranova–. Hemos hecho lo imposible para que sea seguro, pero, además no va a ir solo. Konev y Shapirov fueron solos y tan desprovistos como el conejo, porque ellos, lo mismo que el conejo, se encontraban en un campo de miniaturización rodeado de aire. Usted por el contrario, irá en una nave, una especie de submarino modificado. También ha sido miniaturizado y desminiaturizado sin daños. Resulta algo menos caro realizar el proyecto con un objeto inanimado porque puede aguantar más fácilmente un aumento de temperatura. En verdad, este aumento sirve para probar la resistencia y estabilidad de sus componentes.
–No voy a ir, Natalya, ni solo, ni acompañado del Ejército Rojo.
Boranova ignoró el comentario.
–Con usted dentro de la nave, habrá cuatro más. Yo, Sofía, Yuri y Arkady. Por eso se los he presentado. Estamos todos asociados en el mayor de los viajes de exploración. No cruzaremos océanos ni penetraremos el vacío del espacio. Entraremos, por el contrario, en un océano microscópico y penetraremos en el cerebro humano. ¿Puede ser usted un científico, un neurólogo, y resistirse a ello?
–Sí.
Puedo
resistirme. Y fácilmente. No iré.
–Tenemos sus notas, su programa –le advirtió Boranova–. Lo lleva siempre encima y cuando lo trajimos aquí lo llevaba también. Llevaremos una computadora a bordo, una que sea el modelo exacto de la que utiliza en su laboratorio. Será un viaje corto. Seremos todos miniaturizados, arriesgándonos junto con usted. Se llevará sus notas y registrará las sensaciones que reciba y después nos desminiaturizarán y habrá terminado su papel. Diga que se unirá a nosotros, diga que lo hará.
Y Morrison, con los puños apretados, repitió, obcecado:
–No me uniré a ustedes. No lo haré.
–Lo siento, Albert, pero es la respuesta equivocada. No la aceptamos.
Morrison volvió a notar que se le desbocaba el corazón. Si esto iba a ser una pura batalla de voluntades, no estaba seguro de resistirse a esa mujer que, pese a su aparente dulzura, parecía hecha de una aleación de acero. Además, detrás de ella estaba todo el aparato de la Unión Soviética, y él estaba solo. Objetó desesperadamente:
–Saben de sobra que todo esto es una noción romántica trucada. ¿Cómo pueden saber que hay alguna conexión entre la constante de Planck y la velocidad de la luz? Lo único que tienen es la declaración de Shapirov. ¿Me equivoco? ¿Les dio él algún detalle? ¿Pruebas? ¿Explicaciones? ¿Análisis matemáticos? Sólo fue una declaración, una suposición imaginativa, ¿verdad?
Morrison intentaba mostrarse confiado. Después de todo, si Shapirov les hubiera dado algo tangible, ¿no estarían ahora tratando desesperadamente el truco de rebuscar en su cerebro algo de utilidad? Contuvo el aliento, esperando la respuesta.
Boranova miró a Konev y luego, a regañadientes, dijo:
–Seguiremos con nuestra política de decir la pura verdad. No tenemos más que comentarios hechos por Shapirov, como ha supuesto. Disfrutaba guardándose las cosas para soltárnoslas de improviso, por decirlo así. En este aspecto era de lo más infantil. Quizás éste fuera un aspecto de su excentricidad, o de su genio, o de ambas cosas.
–Pero, ¿cómo puede decir, en estas circunstancias, que tal especulación sin pruebas pueda tener alguna validez?
–Cuando el académico Shapirov decía: «Creo que será así y así», así era como resultaba.
–¡Vamos! ¿Siempre?
–Casi siempre.
–
Casi
siempre. Esta vez pudo haberse equivocado.
–Lo acepto. Así pudo ser.
–O si tenía alguna noción que pudiera resultarnos útil, podría estar localizada en la parte del cerebro que ha sido dañada.
–Es concebible.
–O, si la noción es útil y se encuentra en la parte intacta del cerebro, yo podría
no
ser capaz de interpretar debidamente las ondas cerebrales.
–También podría ser.
–En resumen, las sugerencias de Shapirov podrían estar equivocadas o incluso si no lo estuvieran, podrían estar fuera de nuestro alcance, o también podría no saber yo interpretarlas. Considerándolo bien, ¿qué posibilidades de éxito hay? ¿Y no se da cuenta de que pondremos nuestras vidas en peligro por algo que seguramente no podremos conseguir?
–Considerando el asunto objetivamente –dijo Boranova– parece que las posibilidades son escasas. No obstante, si no arriesgamos nuestras vidas la posibilidad de conseguir algo es cero. Cero absoluto. Si
arriesgamos
nuestras vidas, las probabilidades de éxito son pocas, de acuerdo, pero
no son
cero. En tales circunstancias, debemos correr el riesgo, aun cuando lo mejor que podemos decir de nuestras probabilidades de éxito es que
no
son cero.
–Para mí –declaró Morrison– el riesgo es demasiado grande y las probabilidades de éxito demasiado escasas.
Boranova apoyó la mano en el hombro de Morrison, diciendo:
–Seguro que ésta es su decisión final.
–Seguro que sí.
–Piense. Piense en lo valioso que será para la Unión Soviética. Piense en los beneficios para su propio país, que resultarán de su participación reconocida en lo que precisamente necesita la ciencia global, su propia fama y reputación. Todo esto a favor de que lo haga. En contra están sus miedos personales. Son comprensibles, pero todo lo que desea uno alcanzar en la vida requiere el dominio del miedo.
–Pensar en ello no me hará cambiar de opinión.
–En todo caso, piénselo hasta mañana por la mañana. Son quince horas y es todo lo que podemos concederle. Al fin y al cabo, equilibrar miedos y esperanzas puede mantenerlo a uno irresoluto durante toda la vida y no disponemos de toda una vida. El pobre Shapirov podría seguir en coma diez años más, pero ignoramos cuánto tiempo lo que queda de su cerebro retendrá sus ideas y no nos atrevemos a esperar mucho tiempo más.
–Ni puedo, ni quiero, preocuparme por sus problemas.
Boranova parecía no oír ninguna de sus negativas, de sus protestas. En su tono de voz, invariablemente dulce, le aseguró: