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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

Viaje alucinante (12 page)

BOOK: Viaje alucinante
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Como Boranova había anunciado se unió a ellos una quinta persona, que fue presentada a Morrison como Yuri Konev.

–Un neurólogo como usted, Albert –dijo Boranova.

Konev, moreno y guapo y de unos treinta y pico de años, tenía un aire de jovencito torpe. Le estrechó la mano con cauta curiosidad, diciéndole:

–Estoy encantado de conocerlo –en un inglés discreto, pero con marcado acento americano.

–Me figuro que habrá vivido en Estados Unidos –observó Morrison también en inglés.

–Pasé dos años trabajando como graduado en la Universidad de Harvard, lo que me proporcionó una espléndida oportunidad de practicar el idioma.

–Sin embargo –intervino Boranova en ruso–, el doctor Morrison habla muy bien nuestra lengua, Yuri, y debemos darle oportunidad de practicarla aquí, en nuestra tierra.

–Por supuesto –asintió Yuri en ruso.

Morrison se había olvidado, o casi, de que se encontraba bajo tierra. En la estancia no había ventanas, pero incluso esto era corriente en grandes edificios comerciales de la superficie.

La comida no era extraordinaria. Arkady Dezhnev comió en silencio, concentrado en lo que hacía y Sofía Kaliinin parecía abstraída. Miraba de cuando en cuando a Morrison, pero ignoraba a Konev por completo. Boranova los observaba a todos, pero apenas hablaba. Parecía satisfecha de dejar la escena a Konev. Éste observó:

–Doctor Morrison, debo decirle que he seguido su trabajo con suma atención.

Morrison, que había estado tomando la sopa de col con fruición, levantó la vista sonriendo. Ésta era la primera referencia a
su
trabajo, más que al trabajo de
todos,
desde que había llegado a la Unión Soviética.

–Gracias por su interés, pero Natalya y Arkady me llaman Albert y me cuesta contestar a diferentes nombres. Llamémonos todos por el nombre de pila durante el poco tiempo que me queda, antes de que me devuelvan a mi propia tierra.

–Ayúdenos –insistió Boranova en voz baja–, y será un tiempo realmente corto.

–Sin condiciones –respondió Morrison en el mismo tono–. Deseo volver.

Konev alzó la voz, como si tratara de encauzar la conversación por el camino que había elegido.

–Pero debo confesar, Albert, que no he podido constatar sus observaciones.

Morrison apretó los labios:

–He oído la misma queja en boca de neurólogos de los Estados Unidos.

–¿Y por qué puede ser? El académico Shapirov está intrigadísimo por sus teorías y asegura que son, probablemente, correctas, por lo menos en parte.

–Ah, pero Shapirov no es neurólogo, ¿verdad?

–No, no lo es, pero tiene una extraordinaria percepción de lo que es o no correcto. Nunca le he oído decir: «Me parece que esto debe ser correcto», cuando habla de cualquier cosa que no lo es, por lo menos en parte. Dice que uno está probablemente en camino de establecer una interesante estación de relé.

–¿Estación de relé? No sé qué querrá decir con esto.

–Eso dijo una vez estando yo presente. Sería una idea particular suya, sin duda. –Dirigió una mirada penetrante a Morrison como esperando que él pudiera explicarle el comentario.

Morrison sencillamente se encogió de hombros y comentó:

–Lo que he hecho es establecer un nuevo tipo de análisis de las ondas cefálicas originadas en el cerebro, y estrechar la investigación en busca de una red específica en el interior del cerebro dedicada al pensamiento creativo.

–Entonces puede que sea usted superoptimista, Albert. No creo que esa red de la que habla exista realmente.

–Mis resultados lo indican claramente.

–En perros y en monos. No es seguro hasta dónde podemos extrapolar tal información en relación con la estructura más compleja del cerebro humano.

–Confieso que no he trabajado, anatómicamente, con el cerebro humano. Sin embargo, he analizado minuciosamente las ondas cerebrales y los resultados obtenidos son, por lo menos, coincidentes con mi hipótesis de estructura creativa.

–Esto es lo que no he podido constatar y lo que los investigadores americanos no habrán podido constatar tampoco.

–El adecuado análisis de la onda cerebral es, y digo en la mejor apreciación, algo monumentalmente difícil a nivel quinquenario. Y nadie más ha dedicado al problema tantos años como yo.

–No posee el adecuado equipo computadorizado. Ha trazado su propio programa con el único fin de analizar las ondas cerebrales, ¿no es verdad?

–En efecto.

–¿Y lo ha expuesto por escrito?

–Naturalmente. Si hubiera obtenido resultados con un programa no descrito, no valdrían nada. ¿Quién podría confirmar mis resultados, si se carecía de un programa equivalente en la computadora?

–Sí, el año pasado, en Bruselas, en la Conferencia Internacional de Neurofísica, oí que modifica usted continuamente su programa y se queja de que la falta de confirmación procede del uso de insuficiente programación compleja incapaz del análisis Fournier, para establecer el debido grado de sensibilidad.

–No, Yuri, esto es falso. Enteramente falso. De vez en cuando he modificado mi programa, pero he descrito cuidadosamente cada modificación en
Computer Technology.
He tratado de publicar los datos en el
American Journal of Neurophysics,
pero en los últimos años no han aceptado mis artículos. Si otros limitan sus lecturas al
AJN
y no se mantienen al día consultando las publicaciones relevantes de otros países, no es culpa mía.

–Y, no obstante... –Yuri hizo una pausa. Frunció el ceño y pareció dudar–. No sé si debería decirle esto porque puede ser algo que nos antagonice.

–Adelante, en los últimos años he aprendido a aceptar todo tipo de comentarios, hostiles, sarcásticos y, lo que es peor, compasivos. Y estoy endurecido... Por cierto, este pollo «Kiev» está muy bueno.

–Es comida para invitados –murmuró Kaliinin casi entre dientes–. Demasiada mantequilla es mala para la silueta.

–Bah –comentó Dezhnev con fuerza–. ¡Malo para la silueta! Ésta es una observación americana que en ruso no tiene sentido. Mi padre decía siempre: «El cuerpo sabe lo que necesita. Por eso algunas cosas saben tan bien»

Kaliinin cerró los ojos, claramente disgustada, y comentó:

–Una receta suicida.

Morrison observó que Konev no miró ni una sola vez a la joven durante este intercambio de palabras. Ni una sola vez.

–¿Qué me estaba diciendo, Yuri? Algo que pudiera hacerme enfadar, ¿no es eso?

–Bueno, sí –respondió Konev–. Albert, ¿es cierto o no que pasó su programa a un colega y que éste, sirviéndose de su computadora, ni así pudo comprobar sus resultados?

–En efecto –contestó Morrison–. Por lo menos mi colega, un hombre muy competente,
dijo
no haber podido verificarlos.

–¿Sospecha que mentía?

–Realmente, no. Es sólo que las observaciones son
tan
delicadas que el hecho de intentarlas con la seguridad de fracasar, lleva, en mi opinión, al fracaso.

–¿No podríamos considerarlo a la inversa, Albert, y decir que su seguridad de éxito lo lleva a imaginar el éxito?

–Posiblemente –aceptó Morrison–. Se me ha dicho lo mismo varias veces en el pasado. Pero no lo creo.

–Un rumor más –insistió Yuri–. Y siento repetirlo, pero me parece muy importante. ¿Es verdad que en sus análisis de las ondas cerebrales ha declarado que, a veces, ha podido captar pensamientos?

Morrison sacudió vigorosamente la cabeza.

–Jamás he publicado tal cosa. Una o dos veces comenté a un colega que al concentrarme en el análisis de la onda cerebral, tuve la sensación de que mi mente era invadida por ciertos pensamientos. No puedo asegurar si los pensamientos eran enteramente míos o si mis propias ondas cerebrales respondían a las del sujeto.

–¿Puede concebirse tal resonancia?

–Me figuro que sí. Las ondas cerebrales producen pequeños, y fluctuantes, campos electromagnéticos.

–Ah, será eso, supongo, lo que hizo que el académico Shiparov hablara de la estación de relé. Las ondas cerebrales producen siempre fluctuantes campos electromagnéticos..., con o sin análisis. No hay resonancia, si esto es de lo que se trata, respecto a los pensamientos de alguien en su presencia, por más intensamente que esté pensando. La resonancia ocurre solamente cuando está enfrascado en el estudio de las ondas cerebrales con su computadora programada. Ésta, presumiblemente, actúa como estación de relé, modificando o intensificando las ondas cerebrales del sujeto y proyectándolas hacia la mente de usted.

–No tengo pruebas de ello, excepto por ocasionales y fugaces impresiones. Y esto no basta.

–Tal vez sí. El cerebro humano es infinitamente más complejo que cualquier otra pieza de materia que conozcamos.

–¿Qué me dice de los delfines? –preguntó Dezhnev con la boca llena.

–Es un punto de vista muy explotado –objetó Konev al instante–. Son inteligentes, pero sus cerebros están únicamente dedicados a las minucias como el radar, para permitirles la capacidad suficiente de generar pensamientos abstractos a escala humana.

–Nunca he estudiado a los delfines –dijo Morrison, indiferente.

–Olvídese de los delfines –exclamó Konev impaciente–. concéntrese solamente en el hecho de que su computadora, debidamente programada, puede actuar de estación de relé, trasladando pensamientos de la mente del sujeto que está estudiando, a la suya. Si es así, Albert, le necesitamos a
usted
y a nadie más de este mundo.

Pero Morrison, ceñudo, apartó la silla de la mesa y protestó:

–Incluso en el caso de que pueda captar pensamientos mediante computadora, algo que jamás he dicho que hiciera y por lo tanto niego, ¿qué puede tener esto que ver con la miniaturización?

Boranova se puso de pie y miró el reloj.

–Ya es hora –dijo–. Vamos a ver a Shapirov. Ahora.

–Lo que él diga me resultará indiferente –declaró Morrison.

–Descubrirá –expuso Boranova con un deje acerado en la voz– que él no le dirá nada, pero que será, de todos modos, absolutamente convincente.

Morrison se había aguantado el mal genio hasta aquel momento. Los soviéticos, al fin y al cabo, lo trataban como un invitado y si pudiera olvidar el pequeño detalle de haber sido traído a la fuerza, tenía poco de que quejarse.

Pero, ¿qué se proponía? Boranova se los había ido presentando uno por uno; primero Dezhnev, después Kaliinin, luego Konev, por razones aún impenetrables para él. Una y otra vez, Boranova había señalado su utilidad sin llegar a decirle en qué consistía. Ahora Konev hacía lo mismo y se mostraba igualmente misterioso.

Y ahora se iban a ver a Shapirov. Obviamente, éste iba a ser una especie de clímax. Desde que por primera vez Boranova lo mencionó un par de días atrás, en la Convención, Shapirov había parecido cubrir todo aquello como una espesa niebla. Era él quien había descubierto el proceso miniaturizador. Él quien parecía haber detectado una conexión entre la constante de Planck y la velocidad de la luz, el que parecía valorar las teorías neurofísicas de Morrison y él quien hizo la observación sobre la computadora como estación de relé, lo que había provocado en Konev la convicción de que Morrison, y solamente Morrison, podía ayudarlos.

Ahora, sólo le quedaba a Morrison resistirse a las amenazas o argumentos que Shapirov presentara. Si Morrison insistía en que no les ayudaría, ¿qué harían cuando todas las amenazas y argumentos fracasaran?

¿Amenazarlo descaradamente con emplear la fuerza..., o torturarlo?

¿Lavarle el cerebro?

Morrison se acobardó. No se atrevía a plantear su negativa sobre la base de
no querer.
Tendría que persuadirlos de que
no podía.
Indudablemente, sería la única postura razonable. ¿Qué podía la Neurología, y además parte de un trabajo neurofísico no aceptado, tener que ver con la miniaturización?

Pero, ¿cómo no lo veían también ellos? ¿Por qué actuaban todos como si fuera concebible que una persona como él, que nunca había pensado en la miniaturización hasta cosa de cuarenta y ocho horas antes, pudiera hacer algo por ellos, los únicos expertos en aquel campo, que no pudiesen hacer por sí mismos?

Fue un trayecto bastante largo. Morrison, sumido en sus incómodos pensamientos, no se dio cuenta de que eran menos, los que lo acompañaban, de lo que había pensado. De pronto, preguntó a Boranova:

–¿Dónde están los otros?

–Tenían trabajo que hacer. No siempre hacemos lo que debemos, ¿sabe?

Morrison sacudió la cabeza. No eran muy comunicativos. Ninguno de ellos parecía regalar información. Siempre con la boca cerrada. Una antigua costumbre soviética, quizás..., o algo que forma parte de su trabajo en un proyecto secreto o en el que incluso los científicos no se atrevían a traspasar los estrechos límites de su ocupación inmediata.

¿Por qué se acercaban a él como si fuese un americano de fábula? Nada de lo que había hecho podía darles esta impresión. La verdad es que él era un humilde especialista, que no sabía virtualmente nada fuera de la Neurología. «Éste era el peor mal de la ciencia moderna», pensó.

Habían entrado en otro ascensor, casi sin que se hubiera percatado de ello, y se encontraban ahora en otro nivel. Miró a su alrededor y reconoció ciertas características que parecen trascender las diferencias nacionales.

–¿Estamos en una sección médica? –preguntó.

–Es un hospital. La Gruta es un complejo científico autosuficiente.

–¿Y por qué estamos aquí? Es que... –Calló de pronto, horrorizado ante lo que estaba pensando. ¿Iban acaso a drogarle, o, por otros medios médicos, volverlo más dócil?

Boranova, que había seguido andando, se detuvo. Miró hacia atrás, y volviendo junto a él, preguntó agresiva:

–Y ahora, ¿de
qué
tiene miedo?

Morrison se avergonzó. ¿Tan transparente era la expresión de su rostro?

–Nada me da miedo –masculló–. Es que estoy harto de caminar sin rumbo fijo.

–¿Qué le hace pensar eso? Le dije que íbamos a ver a Pyotr Shapirov. Ahora nos dirigimos a su encuentro. Venga, sólo quedan unos pasos.

Doblaron una esquina y Boranova le mandó acercarse a una ventana.

Se colocó a su lado y observó. La ventana daba a una habitación repleta de gente. Había cuatro camas, pero sólo una estaba ocupada y rodeada por una serie de instrumentos que desconocía. Tubos y botellas, extendiéndose hacia la cama. Morrison contó a unas doce personas que podían ser médicos, enfermeras o técnicos médicos. Boranova dijo:

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