Tal como estaban las cosas, era el caso de un hombre rico que le daba trabajo a uno pobre. La última vez que los Master le dieron trabajo a Charlie, no fue John, sino uno de los empleados quien trató directamente con él.
Los dos se habían casado, John con la cuáquera de Filadelfia y Charlie con la hija de un carretero. Ambos tenían hijos. John no recordaba los nombres de los hijos de Charlie, pero éste lo sabía todo sobre los de John.
Lo cierto era que Charlie a menudo pensaba en John. Pasaba con frecuencia delante de la espléndida casa de los Master. Sabía qué aspecto tenía Mercy Master, y también sus hijos. Escuchaba las habladurías que en torno a ellos corrían en las tabernas. Lo hacía impulsado por una curiosidad casi morbosa. John Master se habría llevado una sorpresa de haber sabido con qué atención seguía Charlie White todo cuanto le concernía.
Estaban sentados a una mesa de madera de un rincón, con las bebidas en la mano.
—¿Cómo está tu familia, Charlie? ¿Todo va bien?
Charlie iba sin afeitar y tenía la cara surcada de incipientes arrugas. Debajo del cabello en desorden, sus ojos se iban empequeñeciendo.
—Están bien —reconoció—. Dicen que a ti te van bien las cosas.
—Así es, Charlie. —No tenía sentido negarlo—. La guerra ha sido beneficiosa para mucha gente.
Hacía tres años que la madre de John había fallecido y su padre Dirk se había retirado de los negocios para irse a vivir a una pequeña granja que había comprado en el norte de Manhattan, en el condado de Westchester. Allí vivía tranquilamente, atendido por su mayordomo. «Eres como un viejo holandés —le decía con afecto su hijo— que se ha retirado a su
bouwerie
».
Pese a que a Dirk le agradaba que lo mantuvieran al corriente de lo que ocurría, era John Master quien llevaba por entero las riendas del negocio. Y gracias a la guerra, éste había sido más próspero que nunca.
La vieja rivalidad entre Francia e Inglaterra había adoptado un nuevo cariz. Aun cuando las dos potencias litigaban desde el siglo anterior por el control del subcontinente hindú, el lucrativo negocio del azúcar en las Indias Occidentales y el comercio de las pieles en el norte, en América sus conflictos no habían pasado de ser en general meras escaramuzas, llevadas a cabo, con la ayuda de los iroqueses, en el curso alto de los ríos Hudson o Saint Lawrence, lejos de Nueva York. Últimamente, en cambio, ambos países habían intentado asentar su dominio en el valle de Ohio, situado más al oeste y que servía de franja de unión entre el vasto territorio francés de la Luisiana, regado por el río Misisipí, con las posesiones que este país tenía en el norte. En 1754, un joven e inexperto oficial virginiano del Ejército británico, llamado George Washington, había efectuado una incursión en el valle del Ohio, donde había construido un fuerte que pronto le obligaron a abandonar los franceses. El incidente, que no tenía gran importancia en sí, había provocado en Londres una decisión radical del Gobierno británico: era hora de expulsar de una vez por todas a su tradicional enemigo de la zona noreste de América. Con tal objetivo, iniciaron una guerra en toda regla.
—Debería darle las gracias a George Washington —decía alegremente John Master—, por haberme facilitado una fortuna.
La guerra había propiciado la actividad corsaria, de la que John Master había sabido sacar buen provecho. Aunque se trataba de un negocio arriesgado, había calculado bien las posibilidades. Pese a que la mayoría de viajes acarreaban pérdidas, los pocos barcos capturados reportaban unas ganancias espectaculares. Con las participaciones invertidas en una docena de barcos al mismo tiempo, sus beneficios compensaron con creces las pérdidas. En realidad, logró doblar o triplicar las inversiones cada año. Aquello era comparable a un juego de azar, pero con su riqueza, se lo podía permitir.
El verdadero beneficio para Nueva York se hallaba, no obstante, en el Ejército inglés. En poco tiempo, a Nueva York y a Boston habían llegado diez, veinte y hasta veinticinco mil casacas rojas de Inglaterra para combatir a los franceses, junto a una colosal flota dotada de casi quince mil marineros.
Los ejércitos y las flotas necesitan aprovisionamiento. Los oficiales requerían, asimismo, que se les construyeran casas y se les proporcionaran servicios de toda clase. Además del comercio regular que mantenía con la zona del Caribe, John Master recibía cuantiosos encargos gubernamentales para abastecer a la tropa de grano, madera, ropa y ron. Lo mismo ocurría con la mayoría de los comerciantes que conocía. Desbordados de trabajo, los modestos artesanos subían los precios. Los jornaleros se quejaban, no sin razón, de que los soldados de permiso aceptaban empleos temporales y les quitaban el trabajo, pero consideradas en su conjunto, las familias obreras como la de Charlie podían obtener salarios inauditos. La mayoría de los habitantes de Nueva York que disponían de algo que vender podían decir con fervor: «Dios bendiga a los casacas rojas».
—En la construcción me dan mucho trabajo —explicó Charlie—. No me puedo quejar.
Pasaron la velada bebiendo y hablando de sus familias y de los viejos tiempos. Recordando su juventud, John tuvo la impresión de que tampoco había estado tan mal haber compartido su tiempo con personas como Charlie. «Ahora, a los cuarenta años, soy un hombre rico que goza de todas la comodidades —reconoció—, pero conozco la vida de las calles, del puerto y de las tabernas, y por eso llevo mejor mis negocios». Él sabía qué pensaban los hombres como Charlie, sabía cuándo mentían y cómo había que tratarlos. Se puso a pensar en su hijo James. Era un buen chico. Él lo quería y no tenía gran cosa que achacarle. Se había esforzado mucho para procurarle una educación básica y siempre le explicaba los aspectos del comercio de la ciudad y las precauciones que convenía tomar, para encaminarlo por la buena vía. Lo cierto era, se dijo John, que la segunda generación se criaba con demasiados miramientos. Lo que James necesitaba era aprender las mismas lecciones que había aprendido él.
Por eso, cuando más tarde Charlie comentó que su hijo Sam tenía trece años, exactamente la misma edad que James, John concibió una idea.
—¿Sabes una cosa, Charlie? Tu hijo Sam y mi James deberían conocerse. ¿Qué te parece?
—Por mí encantado, John.
—¿Y si lo mando a tu casa?
—Ya sabes dónde encontrarme.
—Pasado mañana entonces. A mediodía.
—Estaré esperando.
—Llegará puntual. Tomemos otra copa.
El Papa había quedado reducido a cenizas cuando salieron del local.
A la mañana siguiente, John Master habló a su hijo James de Charlie White y le explicó que debía ir a visitarlo al día siguiente. Por la tarde se lo volvió a recordar. Al día siguiente a primera hora, antes de salir, le dio instrucciones precisas para encontrar la casa de Charlie y le recomendó que no llegara tarde. James prometió ser puntual.
Mercy Master tenía visita esa tarde. Había elegido con cuidado el momento; tanto su hijo James como su hermana mayor Susan estaban ausentes y su marido tardaría mucho en volver a casa. Cuando llegó el arquitecto, Hudson lo hizo pasar a su salón, donde había despejado una mesa en la que el recién llegado desplegó sin tardanza los planos.
Estaba preparando la tumba de su marido. No era porque deseara la muerte de John, ni mucho menos. En realidad, una parte fundamental de su pasión consistía en procurar que John estuviera bien cuidado, tanto vivo como muerto. Con aquella medida no hacía más que adelantarse, con su práctico espíritu de cuáquera.
La pasión que Mercy profesaba a su marido había ido en aumento con los años. Si veía una nueva peluca, o una lujosa chaqueta confeccionada según la última moda de Londres, o un espléndido carruaje, enseguida pensaba en lo bien que le vendría a John. Si veía un bonito vestido de seda, imaginaba el placer que le procuraría a él verla llevándolo, o lo bien que quedarían los dos juntos. Si veía una silla de estilo
chippendale
en una casa del vecindario, o un hermoso papel pintado, o un primoroso servicio de plata, le daban ganas de comprarlos también para que su casa fuera más elegante y digna de su marido. Incluso había encargado pintar el retrato de él, junto con el de ella, por un cotizado retratista, el señor Copley.
Su pasión era inocente. Nunca había cortado con sus raíces cuáqueras. Su afición por tales refinamientos no tenía por objeto hacer un alarde material a costa de otros, pero puesto que su marido era un buen hombre que había sido bendecido con el éxito en sus negocios, no parecía que hubiera ningún mal en disfrutar de las buenas cosas con las que Dios proveía. En ese sentido, contaba con el ejemplo de otros cuáqueros que la habían precedido. En Filadelfia, los oligarcas cuáqueros gobernaban la ciudad a la manera de los nobles venecianos; justo más allá de Nueva York, un rico cuáquero llamado Murray había mandado construir la magnífica villa campestre denominada Murray Hill.
Y allí, en la ciudad, Dios nunca había proporcionado tantas oportunidades de rodearse de la elegancia. Para las clases cultivadas de Boston y Europa, Nueva York adolecía de una cierta tosquedad en la época de juventud de John, pero aquello estaba cambiando. Los ricos se estaban distanciando rápidamente del tumulto de las calles. Las pulcras vías y plazas de estilo georgiano iban componiendo un distinguido barrio aparte. Delante del antiguo fuerte, un discreto y agradable parque, llamado el Bowling Green, dispuesto según las mismas tendencias de los jardines Vauxhall o Ranelagh de Londres, proporcionaba un pacífico marco donde podían pasear las personas respetables. Pese a que el teatro era limitado y los conciertos escasos, los aristocráticos oficiales británicos recién llegados a la ciudad podían alojarse en casas casi tan refinadas como las que tenían en su país. La casa de una rica familia de comerciantes neoyorquinos, los Walton, con sus revestimientos de roble en las paredes y su vestíbulo de mármol, hacía desmerecer hasta la residencia del gobernador británico.
En cualquier caso, Inglaterra era el modelo exclusivo a seguir. Aunque las leyes de comercio británicas garantizaban la llegada de algunas mercancías de la Europa continental a los puertos americanos, la cosa no tenía mayor consecuencia, porque Inglaterra suministraba todo cuanto requería la elegancia. La porcelana y el cristal, la plata y las sedas, toda suerte de lujosos materiales, delicados o resistentes, se enviaban por barco de Inglaterra a Nueva York, junto con cómodas condiciones de crédito destinadas a inducir a la gente a comprar. Mercy Master lo compraba todo. La verdad era que le habría encantado cruzar el océano hasta Londres para cerciorarse de que no le faltaba nada. Aquella perspectiva era, no obstante, impensable con todo el trabajo que tenía su marido.
Había sólo algo que John Master le había negado: una casa de campo. No una granja, como las antiguas
bouweries
de los Stuyvesant y otras familias de su nivel. Las casas de campo podían tener varios centenares de acres de terrenos de cultivo, pero su utilidad no radicaba en eso; también eran un refugio adonde se podía huir de la insalubre ciudad durante el cálido y bochornoso verano, pero, sobre todo, representaban un trofeo, un lugar donde las personas refinadas demostraban su buen gusto. Las villas rodeadas de parques eran continuadoras de una larga tradición: los ricos aristócratas ya las mandaban construir durante el Imperio romano, la Edad Media y el Renacimiento. Ahora le tocaba el turno a Nueva York. En Manhattan había la casa Watts, en Rose Hill, y Murray Hill por supuesto, y otras más con nombres que parecían extraídos de Londres, como Greenwich y Chelsea. Algunas se encontraban un poco más lejos, hacia el norte, como la propiedad que tenían los Van Cortlandt en el Bronx. Qué bien se vería su marido en un sitio como aquél. Él se lo podía permitir, pero se había negado tajantemente.
—Siempre tenemos la granja de mi padre adonde ir —le había señalado. En una zona más alejada, en el condado de Dutchess, había comprado dos mil acres de tierra, que estaba talando—. Los condados de Westchester y Dutchess serán los territorios cerealeros del norte —aseguraba—, y yo sembraré grano en todas mis tierras, sin dejar ni un metro.
Ella se limitaba a suspirar. La cuáquera que había en ella sabía que tenía razón.
De vez en cuando volvía a plantearse qué más podía hacer por su marido, dentro de los límites de la ciudad. Ya tenían su casa, su mobiliario, sus retratos. ¿Qué más faltaba?
Ah, una tumba. Un mausoleo. Si no se podía construir una casa en la que vivir unos cuantos años, sí era posible, y menos oneroso, construir una tumba en la que descansar toda la eternidad. El mausoleo honraría la memoria de su marido; a ella la podrían enterrar a su lado, y después también a sus descendientes. Se trataba de un proyecto para el que se podía recurrir a un arquitecto y que permitía mostrar planos a la gente. Llevaba un mes ocupada con el asunto, aunque en secreto. Su intención era darle una sorpresa a su marido el día de Año Nuevo.
Por ello, cuando su marido regresó antes de lo previsto, a las tres de la tarde, y la descubrió con los arquitectos y los planos, se llevó una gran decepción.
John Master observó el plano de su tumba. Habría podido servir para un emperador romano. Sabía perfectamente que algunas de las antiguas familias de terratenientes de la región, en especial las presbiterianas, se mofaban de las pretensiones de los comerciantes neoyorquinos, y reconocía que no les faltaba razón.
—Vaya, Mercy, tengo poco más de cuarenta años y ya me quieres enterrar —se limitó sin embargo a decir, mirando con afecto a su esposa.
Entonces, puesto que el único defecto de su amante esposa era que no siempre entendía las bromas y cayendo de repente en la cuenta de la absurda magnificencia de la tumba, se sentó en su silla
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y estalló en carcajadas. De todos modos no tardó en levantarse, darle un beso y expresarle su agradecimiento. Luego sonrió para sí. En realidad también él le había preparado una sorpresa, aunque en su caso, ella no sabía nada aún.
—Por cierto ¿ha vuelto James de casa de Charlie White? —preguntó.
Al obtener una respuesta negativa, pensó que seguramente era una señal de que el encuentro se había desarrollado bien.
Ese día, al mediodía, Charlie White y su hijo permanecían listos delante del patio de su casa. La calle donde vivían quedaba al oeste de Broadway, no lejos de la taberna de Montayne, en torno a un kilómetro al norte de la iglesia Trinity, que era propietaria del terreno. Mientras que las calles de los barrios distinguidos de la ciudad estaban pulcramente adoquinadas, flanqueadas por casas de ladrillo, los caminos de la barriada próxima al terreno comunal donde vivía Charlie eran de tierra, y las destartaladas casas de tablones de madera sin pintar. La zona era bastante alegre, sin embargo.