¿Habría tenido un accidente? Era posible. Aunque lo más probable era que se hubiera marchado a otra parte y lo hubiera dejado plantado como un idiota; plantado, como no podía ser de otro modo, por otro hombre. Sería uno más joven, sin duda. Experimentó una sensación de asco como no había vuelto a sentir desde que era joven, antes de conocer a Hetty.
Fue al bar del barco y se tomó un coñac. Se sentía idiota y solo. De vez en cuando iba a mirar a la puerta, por si aparecía ella, pero no dio señales de vida. Sólo veía el muelle vacío, un par de individuos con impermeable y una farola apagada, que se balanceaba con el viento.
Y la lluvia.
La lluvia lo acababa de empeorar todo. Había empezado a caer a primera hora de la tarde y, pese a las previsiones, no había escampado. Un obstinado aguacero batía las aguas del Hudson produciendo un melancólico tamborileo en el techo del bar, mientras de la sala de máquinas salía de vez en cuando algún hombre para luego volver a desaparecer tras haber informado al capitán.
—La demora podría ser de una o dos horas —le comunicó el capitán a las seis.
Frank ya había preguntado, en un par de ocasiones, qué ocurría. La primera vez le dijeron que había un orificio por el que se perdía aceite; pero después le explicaron que había un problema con el cilindro. Todo aquello no tenía mucho sentido. En otras circunstancias, él mismo habría bajado para constatarlo por sí mismo, puesto que era igual de competente que el mecánico del barco. Esa tarde se sentía demasiado viejo y deprimido, de modo que permaneció sentado con su copa de coñac en la mano. La mayoría de los pasajeros se habían retirado a sus camarotes. Había un grupo de tres o cuatro personas que charlaban en el bar, pero como no tenía ganas de hablar se quedó en su rincón.
A las siete se planteó si no era mejor renunciar y volver a casa. Si sólo hubiera estado esperando a Donna Clipp ya lo habría hecho, pero aparte estaba la cuestión de Gabriel Love y el ferrocarril. Todavía estaba obligado a ausentarse de la ciudad. Procurando pensar sólo en los beneficios que iba a reportarle el ferrocarril Hudson Ohio, volvió a llenarse la copa y permaneció con la vista fija en ella durante otra hora. En ese mismo momento, recordó, en Boston, le estaban explicando a Cyrus MacDuff que Gabriel Love había comprado acciones de su empresa. «Por lo menos hay alguien que lo está pasando peor que yo», pensó. Muy pronto MacDuff trataría de enviarle un telegrama. Y no lo encontraría. Aquel condenado barco era su escondite para aquella aventura. Aun sintiéndose solo, era invisible. La idea lo animó un poco.
A las ocho, el capitán anunció que zarparían dentro de poco. Después de dedicar una última mirada al muelle, Frank Master se sentó a una mesa y pidió un pastel de carne y un plato de verdura. En ese caso, al menos, no hubo retraso en el servicio.
A las nueve, el capitán le susurró que el problema estaba resuelto y que sólo tenían que comprobar el buen funcionamiento de la máquina.
—Pues ya me informarán cuando hayan acabado —le replicó, con cierta aspereza, Frank.
Oyó cómo el motor arrancaba y luego se paraba. Justo antes de las diez volvió a arrancar, y aquella vez no se paró. Unos minutos después, el barco se adentró en el cauce del río y quedó engullido por el oscuro y pertinaz aguacero.
Donna Clipp estaba harta. De no haber sido por la lluvia ya se habría marchado. Por lo que a ella se refería, aquel malnacido de Frank Master ya se podía ir al infierno. Eran más de las diez de la noche.
La nota que le había hecho llegar no dejaba margen de duda.
Querida Clipper,
Ha habido un cambio de planes. Espérame en el hotel Henry’s de Brooklyn.
Iré allí en cuanto pueda a partir de las tres. Vamos a ir a Long Island.
Estoy impaciente por verte.
F.M.
«Típico —pensó—. Está impaciente por verme, pero no viene». Todos los hombres eran iguales, ya debería saberlo. Había conocido a muchos. Algunos de ellos tenían dinero. En todo caso, los de más edad… no tenía mucho interés estar con un hombre mayor si no tenía dinero. La cuestión era si estaban dispuestos a gastarlo. Eso era precisamente lo que encontraba más despreciable en la mayoría de los hombres. Tenían dinero en cantidad, y no iban a vivir mucho tiempo más. Era imposible que pudieran gastar todo lo que tenían y, aun así, seguían ahorrándolo. Lo hacían por pura cuestión de hábito seguramente, los muy roñosos. Algo sí gastaban, claro. Pagaban una botella de champán o un abrigo de piel, por ejemplo. Hacían regalos para contentarla a una… o así lo creían. Hasta costeaban el alquiler, con suerte. Pero ¿darle a una lo que realmente necesitaba? Por lo visto pensaban que por el hecho de ser pobre era tonta. Había oído hablar de mujeres que tenían la vida resuelta gracias a algún señor de avanzada edad. En todo caso, nunca había conocido a ninguna. A las chicas como ella no les ocurría nunca. ¿Y por qué? Porque los hombres eran unos insensibles. No las respetaban. Sacaban lo que querían de ellas, pero si luego pedían algo a cambio las tachaban de interesadas, o de cosas peores. Los ricos se comportaban como gentuza con ellas, ésa era su opinión. Cuando uno se paraba a pensarlo, no eran más que gentuza. Aunque parecieran buenos, en el fondo eran gentuza. Eran peores que ella.
Eran las diez de aquella noche cerrada y llovía a cántaros, y ella estaba sentada en ese absurdo hotel al otro lado del puente de Brooklyn, y aún no había señales de su amante, por así decirlo, o de ese viejo estúpido.
Donna Clipp era bonita. Tenía una espesa cabellera rubia —de rubio natural, además— y unos ojos azules que podían aparecer risueños o abrasadores, según se le antojara a ella. Nunca había trabajado de buscona en la calle. Siempre había tenido empleos decentes. Había confeccionado vestidos y los había vendido. Tenía buen ojo para la moda. También poseía cierto talento como actriz y había intentado conseguir algún papel en el teatro, pero en general le decían que no era lo bastante alta. Su baja estatura y su cuerpo tirando a robusto no habían sido ningún inconveniente, en cambio, en encuentros de cariz más íntimo, y ya la habían mantenido, más o menos, varios hombres. Cuando llegó a Nueva York buscó alojamiento en una casa respetable de Greenwich Village. Al cabo de un mes conoció a Frank Master, pero aunque llevaba ya un tiempo viéndose con él, apenas había recibido nada tangible.
Por eso llevaba tres semanas rumiando qué debía hacer con él. Últimamente estaba sopesando otra cuestión a raíz de una carta que le había enviado dos semanas atrás la amiga con quien había compartido piso en Filadelfia. Aunque estaba escrita con una concienzuda y prudente selección de palabras, había comprendido muy bien el mensaje que contenía.
Una persona había estado haciendo preguntas sobre ella. Su amiga ignoraba si se trataba de la policía o bien de alguien que le guardaba rencor por algo; en todo caso parecía que alguien intentaba seguir la pista de ciertos artículos de valor desaparecidos… como la pulsera de oro que ella llevaba, por ejemplo. Lo más sencillo habría sido deshacerse de aquellos objetos comprometedores, porque así nadie podría demostrar nada. Éstos eran valiosos, sin embargo. Antes de hacerlo, necesitaba que Frank Master le propusiera algo.
Por eso, cuando la invitó a aquel viaje por el Hudson, con todas las comodidades del más lujoso barco de vapor, Clipper creyó que tal vez las cosas mejorarían. Se preparó a conciencia, y sufrió una gran decepción al recibir la nota en que le anunciaba el cambio de planes. De todas maneras, no tenía más remedio que seguirle la corriente y ver cuál iba a ser la oferta. Por consiguiente, cargó el equipaje en un coche de caballos y se desplazó de Greenwich Village a Brooklyn.
Había sido una lástima que lloviera. Cuando lo inauguraron cinco años atrás, el impresionante puente suspendido de Brooklyn, situado en la boca del East River, había sido considerado como una de las maravillas del Nuevo Mundo. Con sus dos kilómetros de longitud, los más de cuarenta metros de altura, las dos extraordinarias torres rematadas con aguzados arcos y las airosas figuras compuestas por sus cables de acero, evocaba la potencia y la belleza de aquella nueva era industrial neogótica. En el centro había dos pares de vías de tren. A ambos lados, las calzadas para caballos y carruajes ofrecían una amplia vista del río. Y en un nivel superior reservado a los viandantes se extendía un inacabable paseo de elegante forma curva suspendido en el aire, entre los firmamentos del río y el cielo. Yendo por el carril exterior en un coche de caballos, se disfrutaba de una magnífica panorámica del río.
Aquel día no fue así. Con la implacable cortina de lluvia, Clipper no pudo ver ni las aguas de abajo ni la torre de arriba. En realidad, fue como si entrase en un nubarrón, húmedo y opresivo, que impedía cualquier atisbo de esperanza.
Durante el transcurso de la tarde, supuso que Master se retrasaba por algún imprevisto. Más tarde, se preguntó si no le habría ocurrido algo. A las ocho concluyó que el tiempo era tan horrible que había decidido anularlo todo. De todas formas podría haberle enviado al menos un mensaje y un carruaje para volver a casa. Pidió un té al camarero y siguió esperando, por si acaso aparecía. A las nueve pidió una sopa caliente. Para entonces, pasadas las diez, ya había tenido suficiente. Le daba igual lo que hubiera podido sucederle. Resuelta a regresar a casa, solicitó al portero que le localizara un coche de caballos.
No obstante, había transcurrido una hora y todavía no había habido forma de encontrar un carruaje.
Eran pasadas las doce cuando Lily de Chantal decidió acostarse. Había estado ensayando el papel que debía representar al día siguiente. No era muy difícil, pero quería asegurarse de que iba a interpretarlo a la perfección. A decir verdad, estaba disfrutando con él. La venganza procuraba una dulce sensación, incluso para alguien de afable naturaleza como ella.
Las nueve de la mañana sería una hora apropiada, pensó. Para entonces era más que probable que la tal señorita Clipp hubiera regresado de la vuelta que le habían obligado a realizar. Había que pillarla sin tardanza antes de que tuviera tiempo de reponerse.
—Yo no puedo hacerlo, querida —había alegado Hetty—, porque si Frank llegara a enterarse me lo reprocharía siempre. Pero usted sí podría. Los hombres son más dados a perdonar a la amante que a la esposa. Además, me parece que me debe un favor —añadió con una sonrisa.
Se habían repartido pues las tareas. Hetty había escrito la nota, Mary había organizado la entrega y ahora, Lily de Chantal iba a mandar a paseo a aquella descarada. Hetty le había procurado cuanto necesitaba y Lily había ensayado a conciencia el texto.
—Siento decirle, señorita Clipp, que tengo pruebas, pruebas fehacientes, de que robó diversas joyas a la señora Linford de Filadelfia. Incluso dispongo de testigos capaces de declarar que la vieron llevando dichas joyas después del robo. Va a ir a la cárcel, señorita Clipp. A no ser, claro, que se avenga a abandonar hoy mismo Nueva York sin decirle ni una palabra al señor Master. Y si efectuara algún intento de ponerse en contacto con él más adelante, llevaremos todas estas pruebas a la policía.
Donna Clipp se iría bien deprisa después de aquello. No tendría más opción.
La misma Hetty había ponderado la perfección del plan unos días antes.
—Quiero que Frank piense que lo ha dejado plantado. Que después de no presentarse para el viaje por el río, se ha marchado antes de su regreso. Eso lo mortificará bastante, me temo, pero lo hará entrar en razón. Entonces necesitará consuelo y lo buscará en nosotras.
—¿Nosotras?
—Usted y yo, las mismas de antes. Creo que somos demasiado viejas para poner reparos a estos detalles ¿verdad?
—Es usted una mujer extraordinaria —la elogió Lily de Chantal—. Tiene suerte de tenerla.
—Gracias, querida —respondió Hetty—. Diría que no le falta razón.
Sí, pensaba Lily, sería un gusto quitar de en medio a la señorita Clipp, para beneficio de ambas.
Veinte minutos más tarde se quedó extrañada cuando el portero llamó a la puerta del apartamento para preguntar si deseaba recibir visita. Luego, su sorpresa fue mayúscula cuando vio, calada hasta los huesos, la cara de Frank Master.
A la una de la mañana, en el hotel Henry de Brooklyn había tenido lugar un pulso. El director estaba muy contrariado porque Donna Clipp había pedido una habitación y se había negado a pagarla, alegando que era culpa del hotel que no le hubieran conseguido un carruaje.
—Podría ponerla en la calle —señaló.
—Pruebe a hacerlo —replicó ella—. Todavía no me ha oído gritar.
Se encaminó a la puerta con la intención de echarla de todas formas, pero al llegar afuera descubrió algo extraño. La lluvia se transformaba en nieve, y la temperatura, que se había mantenido tan cálida a lo largo de la semana, estaba bajando en picado. Se disponía a volver a entrar cuando oyó un gran gruñido y una especie de gemido proveniente del río. Un segundo después, una racha de viento recorrió con un aullido la calle, golpeando postigos y combando árboles con tal violencia que casi hizo perder el equilibrio al director. Afianzado en la jamba de la puerta, se retiró al vestíbulo y se apresuró a cerrar la puerta.
—Tome. —Le dio una llave—. Nadie puede salir con este tiempo. Suba. La segunda a la izquierda.
No se ofreció, sin embargo, a ayudar a aquella fresca con el equipaje.
Mientras Frank permanecía en una bañera de agua caliente, Lily de Chantal contemplaba desde la ventana de su casa la danza de nieve provocada por los torbellinos de viento. En Gramercy Park, Hetty había estado observando con desconcierto el extraño telegrama que le había llegado a Frank un rato antes, procedente de Boston, en el que alguien le preguntaba si estaba dispuesto a vender un ferrocarril. Entonces, al oír el desproporcionado silbido del viento, corrió las cortinas y, contemplando con asombro los remolinos de nieve, hizo votos por que Frank estuviera a buen recaudo, a distancia de las frías aguas del Hudson, en una noche tan terrible como aquélla. ¿Cómo demonios era posible, se preguntó, que se hubiera desatado semejante ventisca?
Aquella tremenda tempestad de nieve venía del oeste, transportada desde el Pacífico en una gélida masa de aire a razón de mil kilómetros al día. No se bastó a sí misma para adquirir aquellas proporciones. De Georgia había llegado un vasto frente cálido que entró en contacto con ella en la desembocadura del río Delaware, a unos doscientos kilómetros de Nueva York.