La temperatura había descendido bruscamente, la presión había caído en picado y de improviso el viento había azotado con furia el mar y el río. Luego, desde la costa, había llegado una terrible ventisca. Poco después de medianoche, en Nueva York la lluvia dio paso a la nieve. La temperatura se volvió glacial y las rachas de viento alcanzaron los ciento treinta kilómetros por hora.
La situación se prolongó toda la noche. Cuando llegó la hora del amanecer, la ventisca asfixió la luz. En el transcurso de la mañana, toda la costa nororiental y las criaturas que en ella habitaban quedaron engullidas por aquel enorme huracán blanco.
En el Dakota siempre estaban dispuestos a prestar servicio a sus ocupantes, pero aquello iba mucho más allá del cumplimiento del deber, tanto que Lily de Chantal se sentía incluso un poco incómoda. Al hijo del portero no le importaba, sin embargo, sino que más bien parecía encantado con asumir aquel reto.
—Este hijo mío podría encontrar el camino hasta el Polo Norte y volver, señorita De Chantal —le aseguró el portero—. No os preocupéis por él.
A continuación le entregó la nota a Skip, con la recomendación de que tuviera cuidado.
Eran las diez de la mañana del lunes cuando Skip salió del edificio. A sus catorce años, era más bien bajo, pero musculoso. Llevaba unas resistentes botas de recia suela, los pantalones atados con un cordel en torno a los tobillos, tres jerseys y un abrigo corto que le facilitaba el andar. Complementaban su atuendo un grueso gorro de lana con orejeras y una bufanda con la que se tapaba la cara. Skip estaba contento.
En el momento en que abandonó el abrigo del patio, ya había decidido su curso de acción. No era aconsejable intentar cruzar Central Park, que era como un paisaje ártico barrido por una ventisca que aún no había perdido un ápice de su brío. Ni siquiera valía la pena tratar de bordearlo por abajo. En lugar de ello, caminó en dirección oeste y una manzana más allá se desvió por la Novena Avenida. Unas calles más abajo, saldría a la gran diagonal de Broadway.
El mero caminar resultaba trabajoso. Las gélidas ráfagas amenazaban con desestabilizarlo y la potencia del viento no permitía que la nieve se posara de una manera regular. En algunos sitios se había acumulado en ventisqueros más altos que él. En otros, la había barrido casi, dejando ver retazos de suelo.
La avenida estaba casi vacía. La gente había intentado acudir al trabajo —aquello era Nueva York, al fin y al cabo—, pero la mayoría se había visto obligada a renunciar. El tren elevado guardaba silencio, detenido en unas vías tan cargadas de hielo que aun en el supuesto de que hubieran funcionado las máquinas, las ruedas no habrían tenido suficiente agarre.
Después de recorrer con esfuerzo un par de manzanas, Skip vio algo esperanzador: un solitario carruaje tirado por dos pacientes caballos acabada de desembocar en la avenida y proseguía por ella su lento camino. Skip no vaciló un instante. Cuando el vehículo pasó a su altura, se subió al lado del cochero. El hombre estaba a punto de echarlo de un empujón a la calzada cuando sonó una áspera voz procedente del interior del carruaje.
—Déjalo.
—Tienes suerte —dijo el conductor.
—¿De dónde viene? —preguntó Skip.
—De Yonkers, condado de Westchester —repuso el cochero.
—Eso queda lejos —señaló Skip.
—Estamos en marcha desde las seis de la mañana. Pensaba que los caballos se habrían muerto de cansancio, pero han resistido. Tienen un buen corazón.
—¿Y por qué no se han quedado en casa?
—Aquí el caballero tiene negocios que atender hoy en la ciudad. Dice que una ventisca no se lo va a impedir.
—A mí tampoco —declaró alegremente Skip.
Ése era el espíritu de Nueva York, pensó el muchacho. Él no querría vivir en otro sitio.
—¿No llega ningún tren de Westchester? —preguntó.
—Al cruzar un puente hemos visto uno atascado en la nieve. Seguro que todavía siguen allí.
En la calle Sesenta y Cinco desembocaron en Broadway. Al llegar al extremo suroeste de Central Park, el carruaje se desvió hacia el sur por la Octava y Skip se bajó. Quería seguir la línea de Broadway.
La gente llevaba un rato quitando la nieve con palas para despejar una vía de paso en las aceras que adquiría visos de trinchera. Skip advirtió que los enredados manojos de líneas del telégrafo estaban todos helados. Pronto llegó a un punto donde se habían caído del todo, formando una gran maraña de cables y hielo que se prolongaba durante varias manzanas. En la calle Cincuenta y Cinco resbaló y cayó, pero iba tan abrigado que no se hizo daño. Riendo, miró en torno a sí por si encontraba otro vehículo donde montarse. No había nada, ni coches de caballos, ni carruajes y casi ningún transeúnte. Parecía que algunas tiendas y oficinas estaban abiertas, pero no se veía entrar ni salir a nadie. Después de recorrer a trompicones dos manzanas más, llegó a un bar y entró. Allí había unos cuantos hombres, cubiertos hasta las cejas como él, de pie en la barra. Se quitó la bufanda.
—¿Tomas algo, hijo? —propuso el camarero.
—No tengo dinero —contestó Skip, aunque no era cierto.
Uno de los parroquianos sacó unas monedas y lo invitó a acercarse con un ademán. La barra olía a whisky y ron caliente.
—Yo te invito, chaval —dijo el hombre—. Dale un ponche de carretero —indicó al camarero—. Es sólo cerveza con pimentón; lo que toman los cocheros —explicó a Skip—. Te calentará un poco.
Skip bebió despacio, notando la tibieza de la bebida en el estómago. Al cabo de un poco dio las gracias a su benefactor y se encaminó a la calle volviéndose a enroscar la bufanda en la cara. No fue una precaución vana, pues no bien puso un pie en la avenida de Broadway, la nieve le azotó la cara como si se propusiera atacarlo y despojarlo de la bufanda. Agarrado a una verja, con la cabeza gacha, siguió de todos modos avanzando a traspiés.
Después, unas calles más allá, volvió a sonreírle la suerte. Por allí pasaba ni más ni menos que el carro de un cervecero. Detrás de la bufanda esbozó una sonrisa. Nada detenía jamás a los cerveceros. Si algún día se interrumpía el suministro de cerveza en Nueva York sería porque llegaba el fin del mundo.
El gran carro cargado de barriles avanzaba pesadamente, como un barco en un mar de témpanos, tirado por dos robustos caballos normandos. Sin que lo viera el conductor, Skip se subió de un salto a la parte trasera. De este modo, a paso lento pero seguido, recorrió lo que le quedaba hasta la calle Veintiocho. A partir de allí, aferrándose a las verjas o a cualquier tipo de sostén, se abrió camino entre la ventisca hasta Gramercy Park.
Hetty Master se quedó estupefacta cuando Skip llegó con una nota de Lily de Chantal, que se apresuró a leer. El mensaje no era largo. El barco de Frank había tenido que volver a puerto la noche anterior, decía. Había llegado empapado y parecía que se había resfriado. «Pero lo tengo metido en la cama y le doy un poco de whisky caliente cada hora. No quiere que nadie sepa que está en la ciudad, aunque no me quiere explicar por qué». Hetty sonrió espontáneamente; al menos Frank estaba a salvo, y Lily cuidaría de él. Y como colofón, ésta añadía:
«Está claro que nuestra amiguita no se presentó en el barco. ¡Igual todavía está atrapada en Brooklyn!
»Por mi parte, me encargaré de ir a verla, tal como acordamos, antes de dejar que Frank vuelva a pisar la calle».
Hetty casi se echó a reír. «Ojalá a la señorita Clipp se le estén congelando los dedos de los pies, dondequiera que esté», deseó. Era curioso, pero el plan seguía funcionando.
En ese mismo momento, Donna Clipp se encontraba en la punta del puente de Brooklyn, enojadísima.
Podría haberse quedado en el hotel, por supuesto, pero no paraban de insistirle para que pagara. Además, estaba aburrida. A Donna Clipp no le gustaba permanecer inactiva. Otro de los huéspedes se había ofrecido a prestarle un libro, pero ella nunca le había encontrado utilidad a eso de leer. Lo encontraba aburrido también.
Había resuelto por consiguiente irse a casa. Después de poner los objetos de valor en el bolso de mano, pidió una cuerda con la que ató su maleta mediante una serie de intrincados nudos en los que se dejaría las uñas cualquiera que intentara deshacerlos. Después pidió al director que le diera un recibo por ella y advirtió que volvería a buscarla al cabo de unos días y que si no la encontraba llamaría a la policía. A continuación anunció que se marchaba. No había ningún medio de transporte disponible. La totalidad de la población de Brooklyn permanecía en su casa. El director no realizó ninguna tentativa para detenerla. En realidad hasta deseaba que se muriera congelada no bien se hallara a una prudencial distancia de su hotel.
Donna Clipp se dirigió al puente de Brooklyn, que no se hallaba lejos, y pese a que cuando llegó a éste parecía un muñeco de nieve ambulante, seguía bien viva. Había vagones que cruzaban el puente y una vez se encontrara en el otro lado, de una manera u otra conseguiría llegar a su casa. En el puente se encontró, sin embargo, con un policía.
—El puente está cerrado —le comunicó.
La descomunal estructura estaba, en efecto, totalmente desierta. Sus elevadas torres se perdían en la blancura de la ventisca. En las calzadas había barreras y los vagones permanecían parados, revestidos de hielo. El policía estaba apostado en la cabina de peaje, donde los transeúntes pagaban el centavo exigido para cruzar. En su interior tenía una lámpara para calentarse y no quería siquiera abrir la ventanilla para hablar con ella.
—¡¿Cómo que está cerrado?! —gritó—. ¡Pero si es un maldito puente!
—¡Está cerrado. Es demasiado peligroso, señora! —le contestó él a gritos.
—Tengo que ir a Manhattan —protestó.
—Imposible. No hay transbordador y el puente está cerrado. No hay forma de llegar allí.
—Entonces cruzaré a pie.
—¿Está loca, señora? —estalló el hombre—. Acabo de decirle que el puente está cerrado, en especial para los peatones. —Señaló la calzada que se perdía en medio de la violenta ventisca—. Nunca llegaría al otro lado.
—¿Cuánto es el peaje? Aquí pone que un centavo. No pienso pagar más de un centavo.
—¡No va a pagar ningún centavo —vociferó el policía—, porque ya le he dicho tres veces que el puente está cerrado!
—Eso dice usted.
—Exacto. Ahora váyase de aquí, señora.
—Me voy a quedar aquí todo el tiempo que quiera. No va en contra de la ley.
—¡Jesús! —gritó el policía—. Congélese ahí mismo entonces, pero no va a cruzar el puente.
Cinco minutos más tarde seguía allí. Exasperado, el policía le dio la espalda. Así permaneció un par de minutos. Cuando se volvió, ya no estaba, gracias a Dios. Con un suspiro, alzó la mirada hacia el puente y entonces emitió un grito de cólera.
Estaba allá arriba, en la vía de transeúntes. Había recorrido ya unos doscientos metros y estaba a punto de desaparecer entre el temporal de nieve. ¿Cómo diablos había podido pasar delante de la cabina? Abrió la puerta y el gélido vendaval le golpeó en plena cara. Después corrió tras ella, soltando una retahíla de juramentos.
Y luego se detuvo. Convencido de que de un minuto a otro el viento la levantaría por los aires y la precipitaría al nivel inferior o, mejor aún, a las heladas aguas del East River, regresó a su caseta.
—Será como si nunca la hubiera visto —murmuró.
Que se muriera la mala pécora, si eso era lo que quería.
Donna Clipp siguió avanzando, paso a paso. Puesto que ya había perdido de vista la cabina, dedujo que se aproximaba al punto más elevado del largo puente suspendido. El viento gemía. De vez en cuando, el gemido se transformaba en un aullido, como si algún gigantesco leviatán agitara, enfurecido, en la bahía y el East River una monstruosa serpiente marina que se proponía engullirla. La nieve le había entumecido ya la cara. Había olvidado que, a aquella altura y más encima del agua, el frío podía ser peor, mucho peor, y tomó conciencia de que si no encontraba algún lugar donde cobijarse, se quedaría helada. Se moriría quizá.
Donna Clipp no quería morir. Aquello no entraba ni remotamente en sus proyectos, hasta mucho tiempo después. No tenía pues más opción que seguir caminando por aquel terrible túnel blanco rodeado de cielo y descender hasta la otra orilla.
El avance era lentísimo. Era imposible ir más deprisa. Si se soltaba ni aunque fuera un instante de la barandilla, podría perder pie y caer proyectada al vacío. Lo único que podía hacer era agarrarse bien fuerte e impulsarse hacia delante, paso a paso. Sabía que no debía detenerse. Si pudiera llegar al otro lado… Si pudiera seguir caminando…
Consiguió llegar a la mitad del puente. Desde allí le quedaba una larga bajada. Consiguió recorrer otro centenar de metros, y luego otro más. Después, justo delante de ella, vio algo que la dejó petrificada.
Y se detuvo.
El temporal se prolongó durante todo el día. Algunos lo llamaron el Huracán Blanco, pero pronto lo bautizaron con otro nombre. Debido a que al territorio de Dakota se asociaba, no siempre de manera acertada, a la idea de agrestes tierras aisladas por la nieve, lo llamaron la Ventisca de Dakota.
Pese a que las calles de la ciudad estaban impracticables, algunos bastiones comerciales procuraron mantener un mínimo de actividad. Los almacenes Macy’s abrieron un rato, pero no recibieron ningún cliente y las pobres dependientas tuvieron que quedarse refugiadas allí hasta que pasó la Ventisca de Dakota y pudieron volver a casa. Algunos bancos trataron de abrir también, pero decidieron ampliar los plazos de sus préstamos unos días, puesto que los clientes no podían ponerse en contacto con ellos. La Bolsa de Nueva York abrió e incluso efectuó algunas transacciones aquella mañana del lunes. De todas maneras, como eran muy pocas las personas que acudieron, poco después de mediodía consideraron que no valía la pena seguir.
De las pocas acciones que se vendieron, ninguna guardaba relación con el ferrocarril Hudson Ohio, puesto que el señor Cyrus MacDuff no pudo transmitir instrucciones a ningún agente debido a que las líneas de telégrafo que comunicaban Boston con Nueva York estaban averiadas. Pese a su furia, aquel caballero tampoco pudo ir a salvar en persona su empresa, dado que todas las carreteras estaban recubiertas de nieve, las vías de tren bloqueadas y el mar tan embravecido que en las proximidades de la costa los barcos naufragaban por decenas.