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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (90 page)

BOOK: Nueva York
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—Amén —sentenció Sean O’Donnell con regocijo.

Terminaron la langosta. A continuación les propusieron un pastel de charlota, que aceptaron, y luego tomaron peras maceradas en brandy. La conversación derivó hacia el tema del teatro y después al de las carreras de caballos. Les sirvieron un vino dulce francés. Frank no se encontraba muy bien; tenía la frente sudorosa. Decidiendo que había comido demasiado, rechazó la nueva porción de pastel que le ofrecieron.

—Y después de esta triquiñuela —preguntó Sean a Gabriel Love—, ¿qué va a hacer?

—¿Después? —El señor Love paseó una plácida mirada por la mesa—. Nada, señor O’Donnell. No voy a hacer nada.

—No me creo eso de usted —replicó Sean.

—Me voy a retirar —anunció Gabriel Love—. Me voy a consagrar por entero a las buenas obras.

—¿Ya no le tienta la Bolsa?

—Hay demasiados reglamentos, señor O’Donnell, demasiados banqueros como Morgan. Son demasiado poderosos para mí. Y además —agregó con tristeza—, están quitándole vida y salero al negocio.

Siguió una pausa durante la cual los dos hombres meditaron sobre el anterior salero de la vida.

—Los años sesenta —dijo Sean O’Donnell—. Ésos sí que fueron buenos tiempos.

—Es cierto —acordó Gabriel Love.

—Entonces sí tenían las cosas bien atadas, usted y Boss Tweed —evocó Sean.

—Por aquel entonces, nuestro sistema era rayano a la perfección —admitió Love.

Frank escuchaba. Todo el mundo sabía, por supuesto, cómo fueron los años posteriores a la Guerra de Secesión. Si los capitostes del ferrocarril actuales eran como barones feudales, el Wall Street de finales de los años sesenta había sido como una era de las tinieblas en la que la corrupción de la ciudad de Nueva York se había infiltrado en la Bolsa. Oír contar la historia a uno de sus protagonistas suponía una oportunidad única.

—Siempre oí decir que su amigo Fernando Wood podría haberse beneficiado más personalmente si hubiera conservado la proximidad con Tammany Hall.

—Seguramente es verdad —concedió O’Donnell.

—Tammany Hall es la clave de todo en esta ciudad, y fue Boss Tweed quien lo comprendió muy bien. Sin la política se puede ganar dinero a pequeña escala, pero para ganarlo a lo grande hay que comprar a los que dictan la ley. No se puede conseguir de otra forma.

—Los contratos municipales —evocó O’Donnell con afecto.

—Los contratos municipales, sí —corroboró Love—. Con los contratos municipales se ganan fortunas, qué duda cabe, pero eso es sólo el principio para un hombre con visión de futuro. Y Boss Tweed tenía esa amplitud de visión. ¿Que uno quiere que su ferrocarril pase por cierto sitio y la ciudad y el estado tienen que concederle el permiso? Entonces tiene que pagar a los responsables oficiales, poner a unos cuantos en nómina. ¿Que alguien pone una denuncia contra la propia empresa? Entonces hay que comprar a un juez. Tammany se ocupaba de todo eso. Boss Tweed era el hombre idóneo. —Cerró los ojos un instante, paladeando los recuerdos—. Los de la policía eran todos buenos compinches de Tammany. Él sobornaba a los jueces, a los legisladores y hasta al gobernador del estado de Nueva York. En Wall Street sacábamos buena tajada. Se podían aguar las acciones, engañar en las ventas de valores, todo era posible. Si un juez fallaba contra uno, él conseguía otro que diera un veredicto contrario que acarrearía una demora del proceso de años.

»Ésos fueron tiempos ideales para los hombres con visión. Jay Gould, que en mi opinión fue el mejor especulador de todos, casi llegó a convencer al presidente de Estados Unidos, el propio Ulysses Grant, de que contuviera las reservas de lingotes a fin de que Gould pudiera monopolizar el mercado del oro. Y es que Ulysses Grant, por más prócer que fuera, no comprendía tan elevadas cuestiones. Sí señor, utilizó hasta al mismo presidente. Y si algún entrometido villano no le hubiera dicho a Grant lo que tramaba el señor Gould, éste se habría salido con la suya. Habría sido una delicia. —Exhaló un suspiro—. Pero la Bolsa de Valores, el maldito Colegio de Abogados y el señor Morgan y otros de su calaña están acabando con todo eso. —Sacudió la cabeza, como espantado por semejante desatino—. La alegría está abandonando la Bolsa, caballeros. Ya no se puede apostar como Dios manda. Y Gabriel Love se marcha también.

—Pero el juego aún no se ha terminado —disintió Sean—. Aún se pueden hacer muchas cosas en Wall Street. No hay más que fijarse en lo que hace ahora.

Durante un instante, tan breve que apenas resultó perceptible, el señor Love asestó a O’Donnell una mirada de advertencia.

—Vamos, si hasta el señor Morgan podría hacer eso —replicó, contrariado. Después volvió a suspirar—. Yo me retiro, O’Donnell —reiteró—. Para mí, el juego se ha acabado.

En el curso de aquella conversación, Frank escuchaba con una mezcla de horror y fascinación. Tampoco era que le preocupara mucho verse implicado en ciertas dosis de corrupción —aquello formaba parte de la vida de la ciudad— pero le estaba poniendo nervioso oír con qué cariño y familiaridad describían aquellos dos hombres, con quienes estaba haciendo negocios, la vasta maquinaria del fraude y la corrupción. Aquel trato parecía legítimo, pero ¿habría algo más que ignoraba? «Si Jay Gould podía utilizar alegremente al presidente de Estados Unidos como comparsa —pensó—, también Gabriel Love puede hacerlo conmigo». Entonces resonaron en su cabeza con terrible apremio las palabras de su hijo Tom: «Mantente alejado de Gabriel Love».

De nuevo volvió a notar que se le humedecía la frente.

—¿Están totalmente seguros de que este negocio es legal? —planteó de improviso.

—Desde luego que sí —respondió, sonriente, Sean—. Confíe en mí.

Gabriel Love no sonrió, en cambio. Le dirigió una mirada extraña que a Master no le gustó en lo más mínimo.

—No me irá a fallar ¿verdad? —preguntó.

—No —respondió, de mala gana, Frank.

—No me falle nunca —advirtió Gabriel Love.

—No os va a fallar —se apresuró a afirmar Sean.

Gabriel miró a Sean y luego en su cara apareció una sonrisa.

Las peras maceradas en brandy llegaron.

A la mañana siguiente, Frank Master tomó deprisa el desayuno. Después salió al patio trasero de la casa. El tiempo se mantenía más cálido de lo habitual, cercano a los veinte grados. Un artículo del periódico había mencionado una tormenta que arrasaba las tierras del Medio Oeste, pero las previsiones para el fin de semana eran de temperaturas moderadas, progresión de nubes y algunas lluvias dispersas. De momento, el cielo estaba azul. En el jardín, los crocus florecidos ya desde hacía varios días alegraban la vista con su gama de tonos malva, blancos y amarillos.

Después de recorrer varias veces el jardín, Frank decidió ir a Wall Street.

En aquella ocasión tomó un coche de alquiler, lo cual resultó ser un error, pues al llegar al Lower East Side, se encontraron con una caravana de carromatos que entraba en la ciudad. Se trataba del circo Barnum, Bailey y Hutchinson. Se tendría que haber acordado. Antes de que se fuera, tenían que ir a verlo con Hetty y sus nietos. En ese momento, sin embargo, el circo provocó un atasco que lo obligó a esperar un buen rato.

Los domingos por la mañana solían ser muy tranquilos en Wall Street, pero los mercados no cerraban hasta mediodía y siempre había gente circulando por la zona. Master entró directamente en la Bolsa. Le bastó con echar un vistazo al suelo para deducir que había un moderado intercambio de valores. Luego fue a hablar con un corredor.

—¿Ocurre algo en particular? —le preguntó.

—Poca cosa. Se acaban de comprar unas cuantas acciones de la Hudson Ohio, aunque no es nada del otro mundo.

—Son unas buenas acciones —comentó Master, encogiéndose de hombros.

Gabriel Love había comenzado pues a efectuar sus transacciones. La trampa estaba preparada. Master aguardó un rato. La Bolsa estaba a punto de cerrar esa semana sin mucha animación.

¿Qué debía hacer? Había estado pensando en eso desde que se despertó. El consejo de su hijo había sido muy sensato: En caso de duda, lo mejor era no hacer nada. Lo único que debía hacer antes de irse era modificar las instrucciones que había dado a su agente, decirle que no vendiera a ningún precio. Así de simple.

Por otra parte, si la transacción de Gabriel Love era legal, podía sacar sustanciales beneficios de sus acciones. A un dólar veinte, doblaría su dinero, y lo más probable era que la cotización subiera más. Era tentador, sin duda.

¿Tenía de veras motivos para preocuparse? ¿Había dado demasiada rienda suelta a su imaginación en la cena de la noche anterior? Se demoró veinte minutos más, incapaz de decidir, hasta que al final se maldijo, tildándose de cobarde y de necio. Al diablo con todo, se dijo. Había que tener arrestos.

Al día siguiente se iría a la cuenca alta del Hudson con Donna Clipp. Pasaría un buen rato, sin que nadie supiera dónde estaba. Y si Gabriel Love trastocaba el mercado durante su ausencia, tanto mejor. Su agente vendería y, cuando volviera a la ciudad, sería mucho más rico. ¿Por qué no?

Aquello era Wall Street. Aquello era Nueva York. Y él era un Master, por todos los demonios. Tenía talla suficiente para participar en ese juego. Con un sentimiento de varonil pujanza, salió de la Bolsa de Nueva York.

Había recorrido un centenar de metros cuando vio a J.P. Morgan.

El banquero se encontraba en una esquina. Con su sombrero de copa y su frac, su adusto rostro y su pecho abombado, parecía un cruce entre un emperador romano y un boxeador profesional. Aún no había cumplido los cincuenta y dos años, y ya era como si perteneciera al panteón de los inmortales. No era seguro que esperase un coche de caballos, porque no hizo señas a ninguno. Permaneció allí parado, como un faro, pendiente del tráfico.

El gran banquero se encontraba directamente en su camino. Cuando se acercó a él, Morgan se volvió.

—Señor Morgan —lo saludó, dispensándole una cortés reverencia.

Preveía que se hiciera eco de su gesto —lo contrario habría sido de mala educación— aunque de Morgan nunca se podía esperar gran cosa, porque era hombre de muy pocas palabras. El banquero reaccionó con una inclinación de cabeza. Aunque era difícil tener la certeza, cabía la posibilidad incluso de que bajo su poblado bigote hubiera esbozado una sonrisa. Entonces, por un instante, Frank Master experimentó un insensato impulso. Si pudiera revelarle el plan a J.P. Morgan… Si pudiera entrar en un bar con él y sentarse un momento cara a cara, para exponerle sin rodeos la situación y decirle al final: «Ya sé que sólo somos conocidos, señor Morgan, pero ¿cómo cree que debería actuar en este asunto?». No podía hacer eso, claro. Era algo impensable, de modo que siguió adelante con respetuosa actitud.

J.P. Morgan se subió a un coche y desapareció.

No bien se hubo alejado, Master cayó en la cuenta, horrorizado, de la terrible estupidez que se había planteado cometer. Morgan habría preguntado quién le había propuesto esa operación, y él habría tenido que responder Gabriel Love. Habría tenido que decirle a J.P. Morgan que mantenía tratos con el Papá Cariñoso.

Por más cuantiosa que fuera la fortuna que había adquirido con malas artes, por más venerable que fuera su barba y por más dinero que diera para obras de caridad, el señor Gabriel Love jamás cruzaría el umbral de la Casa de Morgan. El señor Morgan no hablaba con un hombre como Gabriel Love; ni siquiera levantaría la vista de su escritorio para mirarlo. Algunos lo achacarían al orgullo de Morgan. Otros dirían que era un presuntuoso. Lo cierto era, en todo caso, que tenía razón.

Estaba haciendo negocios con un temible y consumado delincuente, y ya podía rezar para que todo saliera bien. Frank Master se apresuró a abandonar Wall Street para dirigirse a su casa.

En el momento en que Mary salió de la casa de Gramercy Park anochecía ya. La tarde había sido apacible. Frank Master regresó con aspecto abatido de Wall Street, pero después de una siesta, ya más animado, se puso a realizar los preparativos para el viaje a Albany que iba a efectuar al día siguiente.

Desde Gramercy Park, Mary tomó un coche de caballos que pronto la condujo por la Quinta Avenida hasta la casa de su hermano. Después de pasar un rato con toda la familia, le dijo que necesitaba hablar a solas con él.

—Necesito un favor, Sean —le pidió.

—Dime de qué se trata.

Sacó una carta. Era sólo una breve nota, metida en un sobre cerrado. En él estaba escrito el nombre de Donna Clipp y su dirección. Sean lo tomó y lo miró.

—Es la letra de Frank Master —observó.

Mary sonrió. En realidad, las letras del sobre y la nota del interior las había caligrafiado con sumo cuidado Hetty Master, que disponía de una multitud de modelos de la letra de Frank para imitarla. De todas maneras, Sean no tenía por qué saberlo.

—Hay que entregarla en mano mañana hacia media mañana. Tengo que saber con toda seguridad que la ha recibido. ¿Podrías encargarte de eso?

—Tengo un chico que puede entregarla, claro.

—Si le preguntan, tiene que decir que tú se la has dado.

—De acuerdo.

—Y sobre todo, no hay que mencionar que yo te la di, Sean. Tú no la has recibido hasta mañana por la mañana. Un caballero que tú supusiste que era Frank Master la dejó al criado que acudió a la puerta, precisando que había que entregarla sin tardanza a su destinatario.

—¿Éste es el favor?

—Sí. Sólo debes tener presente que no fui yo quien te la entregó.

—De acuerdo. ¿Por qué?

—Más vale que no lo sepas.

—En ese caso…

—Sólo te diré algo, que es por su propio bien.

—Dalo por hecho —zanjó Sean mientras la guardaba en el bolsillo.

—Esta tarde ha habido un gran desfile de circo —le comentó a Mary el conductor del coche con que regresó más tarde a casa—. Cualquiera diría que ya ha empezado el verano.

El transbordador debía salir a las cuatro en punto de la tarde del sábado. A las cinco, todavía seguía en el muelle. Había un problema con el motor. El capitán se disculpó por el retraso, asegurando a los pasajeros que pronto estaría solucionado.

Frank Master no se quedó muy tranquilo, de todos modos.

¿Dónde diablos estaba Donna Clipp? No se había presentado ni había dicho nada. Se habían dado cita allí a las tres. Veinte minutos después de esa hora, él mismo había ido a su casa. No estaba allí y su casera había dicho que se había ido hacía más de una hora, precisando que no volvería hasta al cabo de unos días. Se había apresurado a regresar al muelle, donde le aseguraron que durante su ausencia no había llegado ninguna dama de las características que él describió. Como para entonces ya eran casi las cuatro, había subido a bordo.

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