Así había surgido la Casa de Morgan. Junius Morgan, un respetable caballero de Connecticut cuyos antepasados galeses habían embarcado en Bristol rumbo a América dos siglos atrás, había vuelto a cruzar el océano para establecerse como banquero en Londres. Era una persona que gozaba de confianza y simpatías, que se encontró en el lugar oportuno en el momento apropiado y que tuvo la inteligencia de darse cuenta. Comenzó a organizar desde Londres préstamos con destino a América que fueron adquiriendo un enorme volumen. La práctica de aquel continuado y respetable negocio había hecho de él un hombre muy rico.
Ahora era su hijo, John Pierpont Morgan, quien empuñaba el timón. Con su metro ochenta de estatura, su abultado tórax y su prominente nariz que se hinchaba como un volcán en erupción cuando estaba agitado, el señor J.P. Morgan se estaba convirtiendo en una leyenda viva. Ahora eran J.P. Morgan y otros cuantos banqueros como él los reyes de Wall Street y, a causa de ellos, incluso un sólido hombre de negocios como Frank Master ya no se sentía cómodo allí. Las operaciones y combinaciones industriales de los banqueros estaban adquiriendo tal envergadura, y las sumas de dinero implicadas eran tan grandes, que las personas como Master tenían ya poco peso. Los banqueros no compraban ni vendían mercancías; ellos compraban y vendían negocios. Tampoco financiaban viajes, sino guerras, industrias y hasta pequeños países.
Morgan era acólito de la misma iglesia, sí, y a veces Frank se codeaba con él en las mismas recepciones neoyorquinas, pero los volúmenes que manejaba Morgan eran demasiado grandes para él, y ambos lo sabían. A Frank le resultaba humillante, y a nadie le gusta eso.
Los banqueros se interesaban por los ferrocarriles, sin embargo, porque eran un negocio de suficiente envergadura.
El propio Morgan efectuaba operaciones con los ferrocarriles: había vendido grandes cantidades de valores de ferrocarril a inversores ingleses.
En aquel momento, no obstante, el señor Morgan había decidido que era hora de organizar el caos. Como un monarca en un territorio de bárbaros guerreros, había reunido en su casa a los responsables del ferrocarril para tratar de poner fin a las disputas y solucionar las rivalidades. Su iniciativa comenzaba a dar frutos. A los indómitos barones del ferrocarril aún les quedaba, con todo, un margen de tiempo para llevar a cabo unos cuantos espectaculares atracos.
—Tengo motivos para creer que va a producirse un pulso por el control de ese ferrocarril —explicó Master—. Si así sucede, una de las partes va a intentar comprar más acciones, pero si yo no vendo, en el mercado no va a encontrar otras. Y esa dificultad va a hacer subir el precio de mis acciones.
—Parece que no se presenta mal —comentó su hijo.
—Yo no tengo intención de hacer nada. Dejaré que suban los precios. Aunque si sube mucho, puede que venda… al menos una parte.
—¿No te importa quién controle el ferrocarril?
—Me da completamente igual. La pregunta que me planteo es si voy a incumplir alguna ley.
—Por lo que me has contado —respondió, tras un momento de reflexión, Tom Master—, yo diría que no. ¿Hay algo más que no sepa?
—Una de las partes quiere que me abstenga de vender para hacer subir los valores. Quiere que el otro le compre a él para eliminar su presencia, pero a un precio elevado.
—Hum. ¿Te va a pagar algo?
—No.
—Entonces yo diría que depende de qué más haga él y de qué más sepas tú. Hoy en día hay reglas en este tipo de juego. —Tom sonrió—. Nosotros los banqueros intentamos poner orden en el mercado.
«Nosotros los banqueros»: Tom estaba muy orgulloso de ser un banquero. Adoraba a Morgan… incluso tenía un buró como el de su héroe. Después de todo, era comprensible. Y si los banqueros se estaban erigiendo en autoridad moral para decirles a todos cómo debían comportarse, tampoco se podía negar que les faltara su parte de razón.
Lo cierto era, reconocía Frank, que teniendo en cuenta las últimas décadas, que equivalían más o menos al periodo de su vida, la Bolsa de Nueva York no había sido un lugar muy respetable. Si el espectáculo del ferrocarril había sido una gran atracción, la Bolsa había sido el recinto ferial, donde uno podía obrar casi a su antojo.
La estratagema más sencilla era hacerse con el control de una empresa. Los hombres como Jay Gould se dedicaban sin empacho a emitir nuevas acciones sin siquiera informar a los antiguos accionistas, aceptando dinero de los nuevos al tiempo que diluían los valores bursátiles de los anteriores. A esa clase de proceder se la denominaba aguar las acciones. Se podían montar nuevas empresas para comprar las antiguas hasta que nadie sabía ya qué era lo que tenía. Se podían comprar políticos que votaran a favor de concesiones que lo beneficiarían a uno, y darles acciones a cambio. Sobre todo, se podía manipular el precio de las acciones de la propia empresa y después especular con su índice de cotización.
Para entonces, no obstante, las personas cabales como Morgan insistían en la necesidad de aplicar nuevas reglas. Poco a poco se iban imponiendo límites.
—Lo que está peor visto en este momento —explicó Tom— es que las empresas manipulen sus propias acciones. Por ejemplo, una compañía le ofrece a uno un paquete de acciones a un precio rebajado. Después, a través de distintas manipulaciones, la misma empresa le hace creer de forma deliberada que sus acciones han perdido todo valor; de este modo, puede presentarse como salvadora al volver a comprar sus propias acciones a un precio ínfimo. Una semana después, el pánico artificial ha pasado, y la empresa ha sacado unas ganancias suplementarias. Algunas firmas han repetido infinidad de veces el mismo truco. Por supuesto, cuando los agentes comienzan a hacer apuestas basándose en las fluctuaciones de las cotizaciones. Gabriel Love es uno de los grandes transgresores. ¿Lo conoces?
—De nombre —repuso, con cautela, Frank Master.
—En la cárcel es donde debería estar —afirmó Tom—. Pero la operación de la que me has hablado no parece que sea como ésas. Efectivamente, habrías monopolizado el mercado de las acciones y podrías sacar provecho de ello. Siempre y cuando no haya algo más.
—¿Entonces crees que es correcto?
—Me encantaría encargarme yo mismo del asunto, si quieres.
—Eres muy amable, Tom, pero me parece que puedo ocuparme yo.
—Como quieras. Si te enteras de que está ocurriendo algo turbio, dispones de una opción muy simple: conserva tus acciones. No las vendas, o como mínimo espera un poco, hasta que todo se haya calmado. Es posible que los valores mantengan una cotización más elevada. Entonces podrías desprenderte de una parte y sacar algún beneficio. Eso no presentaría problemas.
—Gracias, Tom.
—Ha sido un placer. ¿No quieres decirme de qué ferrocarril se trata?
—Ahora mismo no.
—Pues buena suerte. Ten sólo presente una cosa: mantente alejado de Gabriel Love.
—Gracias —reiteró Frank—. Lo tendré en cuenta.
La segunda cena en el Delmonico tuvo lugar ese viernes. De nuevo, eran sólo tres comensales: Frank, Sean O’Donnell y Gabriel Love. Como la vez anterior, este último aposentó su voluminoso cuerpo en el asiento y les dirigió una bondadosa mirada. Sean sonrió con expresión tranquilizadora a Frank, como si quisiera decirle: «¿No es todo un personaje?». Master se había preparado a conciencia para aquella reunión. Por ello, en cuanto hubieron pedido la bebida, fue directo al grano.
—Señor Love, querría que volviera a exponerme con toda precisión los detalles de esta transacción. —Esbozó una sonrisa—. Sólo para que sepa en qué me estoy metiendo.
Gabriel Love volvió a mirarlo con sus acuosos ojos azules, pero en su bondadosa apariencia, Frank creyó detectar un asomo de impaciencia.
—Este negocio, amigos míos, es un modelo de simplicidad —aseguró con gran delicadeza—. Su participación en él exige sólo que se ausente de la ciudad un par de días… que se tome un pequeño descanso, lejos de las preocupaciones del trabajo, en un lugar adonde no puedan ponerse en contacto con usted mediante el telégrafo. Nada más. —Le dedicó una afable sonrisa—. En resumen, unas breves vacaciones libre de cuidado. ¿No es así? —preguntó a Sean.
—Así es —confirmó éste—. Se puede ir por el río.
—Mañana es sábado —prosiguió Gabriel Love—. Los mercados están abiertos por la mañana y luego permanecen cerrados el resto del fin de semana. Mañana por la mañana, justo antes del cierre de la Bolsa, voy a comprar, en nombre de diversas terceras partes, algunos paquetes de acciones que sumarán la mitad del uno por ciento del ferrocarril Hudson Ohio. Sé que puedo hacerme con ellas, porque ya están en manos de mis agentes, que con mucho gusto me las venderán. Aunque no causarán ningún revuelo, el mercado se hará eco sin duda de esas transacciones.
»El señor Cyrus MacDuff está en Boston, donde mañana asistirá a la boda de su nieta. En el improbable supuesto de que su agente le informe por telégrafo de la actividad de venta, es posible que intente enviarle un telegrama. Si así lo hiciera, no obtendrá respuesta. Lo más probable es, de todas formas, que no se entere de nada.
»El domingo por la noche, un juez conocido mío va a cenar con el señor McDuff. Le informará de que ha oído decir que yo he adquirido a escondidas más del treinta y seis por ciento de su ferrocarril y que se rumorea que mis agentes compraron unas cuantas acciones más el sábado por la mañana. Mientras tanto yo me encargaré de que el rumor circule por todo Nueva York. —Asintió con actitud de sabio—. Y aquí es, amigos míos, donde la malvada naturaleza de Cyrus MacDuff va a apoderarse de él. El diablo va a mantener en sus garras a ese hombre.
»Intentará ponerse en contacto con usted para que le asegure que no va a vender su diez por ciento, o que si lo vende, será a él y no a mí. Primero intentará mandarle un telegrama. Es posible incluso que intente coger un tren con destino a Nueva York, si encuentra uno a esas horas. Pero no podrá localizarlo, porque usted se habrá marchado. Todas sus tentativas serán un fracaso. No sabrá si piensa vender o no. Experimentará un estado de elevadísima ansiedad. ¿Y por qué? Todo porque me odia y no quiere que yo tenga ninguna participación en su ferrocarril. Allí se oirán, caballeros, los gemidos y el rechinar de dientes.
»El lunes por la mañana, Cyrus MacDuff o sus agentes tratarán de comprar acciones de la Hudson Ohio con gran apremio. Harán subir la cotización de las acciones, pero casi no encontrarán ninguna que comprar.
»En realidad, mis agentes les venderán algunas de las mías para mantener un cierto movimiento, aunque ni de lejos tantas como van a necesitar. La Bolsa se percatará de ello y comenzará a animarse. Luego la Bolsa se acordará de algo; y lo hará porque mis agentes lo sacarán a relucir. «Si Gabriel Love se hace con el control de la Hudson Ohio —dirán—, entonces la conectará con la línea del Niágara, con lo cual el valor del ferrocarril del Niágara se multiplicará». Mientras los hombres de MacDuff sigan rebuscando en el mercado en busca de acciones de la Hudson Ohio, la cotización de la Niágara subirá como la espuma. Se trata de una buena apuesta. Durante ese tiempo, yo venderé mis acciones de la Niágara y, al final del día, tengo previsto haberme desprendido de todas.
—Y mientras tanto, ¿qué quiere que haga yo? —inquirió Master.
—Usted no se encontrará aquí ni estará al corriente de nada. Aunque según lo que acordamos en nuestra reunión anterior, habrá dejado instrucciones secretas a su agente.
—Si la cotización de la Hudson Ohio supera uno veinte, debe vender la mitad al mejor precio que pueda conseguir.
—Unas instrucciones razonables, como las que dejaría cualquier inversor. Y yo creo que lo superarán con creces. En ese momento todo el mercado estará interesadísimo en comprar esas acciones. Nadie se dará cuenta de lo que pasa. Yo también venderé las mías. Ambos sacaremos un considerable beneficio, señor Master. Muy cuantioso.
—Es una maravilla —aprobó Sean.
—Su belleza reside en el hecho de que todo el mundo saca lo que le conviene —aseguró, con benévolo tono, el señor Love—. Yo me retiraré de la Bolsa con pingües beneficios. El señor Master aquí presente también sacará su buena tajada, sin riesgo alguno. Incluso la gente que compró acciones de la Niágara saldrá beneficiada, porque en cuanto descubra que yo me he retirado, el señor MacDuff no tendrá ninguna razón para no hacer lo que con toda evidencia hay que hacer, que es empalmar la Niágara con la Hudson Ohio, cosa que revalorizará sus acciones. Incluso MacDuff obtendrá lo que le interesa, porque seguro que acabará el día contando con un control absoluto sobre la Hudson Ohio. —En ese momento, los acuosos ojos azules del señor Love no sólo adquirieron una expresión de dureza, sino que parecieron entornarse como por milagro, hasta que toda su cara, en lugar de asemejarse a la de Santa Claus, adoptó la misma apariencia que la de una voluminosa rata blanca—. Pero —añadió en un susurro—, me habrá pagado un ojo de la cara para conseguirlo.
Siguió un momento de silencio. Entonces aparecieron tres camareros con tres platos de langosta, la especialidad más célebre del Delmonico.
—Yo bendeciré la mesa —dijo Gabriel Love antes de juntar los dedos para rezar—. Oh Señor, te damos las gracias por esta langosta y te pedimos también que nos concedas, si así es tu voluntad, el control del ferrocarril Hudson Ohio.
—Pero si nosotros no queremos el control de la Hudson Ohio —objetó Sean.
—Cierto —concedió Gabriel Love—, pero el Altísimo no tiene por qué saberlo todavía.
—Lo que me gusta —dijo Sean— es que todo es perfectamente legal. Usted compra las acciones, a MacDuff le entra el pánico, la Bolsa se alborota y usted y Master venden sacando beneficios. No hay nada malo en eso, y funcionará, a no ser que MacDuff se huela algo.
—Por eso he esperado a que estuviera afuera —precisó Gabriel Love—. Si pudiera entrar en la oficina de Master y hablar con él cara a cara o si pudiera por lo menos comunicarse con él por telegrama, mi plan se iría al suelo. Pero como no puede, se quedará en la incertidumbre, y la incertidumbre atrae al miedo. Además estará algo descompensado. La que se casa es su nieta favorita y MacDuff es una persona emotiva. —Lanzó un suspiro—. Así es la naturaleza humana, caballeros. Es el pecado original lo que siempre lleva a los hombres a la desgracia. —Los observó, con serenidad—. Yo soy un especulador de Bolsa, caballeros, y eso forma parte del plan de Dios. Las personas sólo aprenden a través del sufrimiento. Por eso yo castigo la debilidad humana y Dios me recompensa.