—Podría verlo si quiere.
—Entonces te expondré lo que necesitamos que hagas.
No cabía duda de que el plan de Gabriel Love era una obra maestra, pensaba Sean. Una parte de su encanto se debía a que aquél no era el tipo de cosas que uno se esperaba del Papá Cariñoso.
Al Papá Cariñoso le gustaba engañar en sus compraventas. Si intuía que el mercado iba a la baja, o mejor aún, si disponía de información confidencial de que unas acciones iban a sufrir turbulencias, le ofrecía a alguien un paquete para vendérselo en una fecha futura a un precio muy inferior al que en ese momento tenía. El incauto interlocutor creía que aquello era una ganga, pero con toda fatalidad, cuando llegaba la fecha fijada, el precio de aquellas acciones había bajado mucho más de lo que había alcanzado a imaginar siquiera. Entonces él compraba a un precio irrisorio y el otro se veía obligado a comprárselas por la cifra, más elevada, que se había convenido antes, con lo cual él se quedaba con unas considerables ganancias y el otro con enormes pérdidas. Para eso no tenía más que hacer la apuesta… o para ser más precisos, calcular la jugada, puesto que él conocía con toda seguridad algo que el otro ignoraba.
En aquella ocasión, en cambio, Gabriel Love iba a hacer lo contrario.
En todo juego hay ganadores y perdedores. En aquél, el perdedor iba a ser un tal Cyrus MacDuff.
—Cyrus MacDuff me odia —le había explicado el señor Love a Sean—. Es un problema que tiene. Me odia desde hace veinte años.
—¿Por qué?
—Porque una vez le estafé mucho dinero. Pero eso no es una excusa cabal. Si el señor MacDuff practicase la caridad cristiana, si supiera perdonar, el terrible destino que está a punto de ensañarse con él podría no haberse producido. Va a ser su tendencia a la maldad, según creo, por lo que el Señor lo va a castigar, cegándolo de forma que no vea la realidad.
—Parece que no se presenta mal —aprobó Sean—. ¿Y cómo se cumplirá la voluntad del Señor?
—A través del ferrocarril Hudson Ohio —respondió el señor Love.
En el año 1888, si algo podía decirse sin margen de error a propósito de los nuevos trazados del ferrocarril era que se trataba de un negocio sucio.
Con la apertura de la ruta del vasto Oeste americano, las oportunidades de transportar mercancías por tren adquirían un tremendo auge. Había quien ganaba grandes fortunas. Y donde hay dinero, hay competencia. Mientras los británicos expandían su imperio en otros continentes y las potencias europeas se precipitaban a colonizar África, los osados empresarios de la costa Este se afanaban construyendo ferrocarriles en las inmensas extensiones del Oeste americano.
A veces se producían peleas por el control de determinada ruta o por una empresa que ya tenía un recorrido despejado. Se daba incluso el caso de que dos grupos construyeran un trazado de vías casi contiguo para ver quién llegaba primero. Hasta ocurría que llegara un tren cargado de hombres armados que resolvían las rivalidades a tiros… no en vano el Oeste recibía el apelativo de salvaje. En otras ocasiones, en cambio, los conflictos tenían un cariz más sutil.
La línea del Niágara había sido una operación de dimensiones modestas. Era una línea secundaria interesante que aportaría riqueza a las regiones agrícolas del Oeste a condición de que quedara unida a una de las vías de tren principales que transportaban mercancías hacia el Hudson. El señor Love había adquirido el control de la línea del Niágara tres años atrás, con el convencimiento de que podría conectarla con la Hudson Ohio.
—Y entonces, señor mío, ese malvado individuo, el señor Cyrus MacDuff, asumió el control de la Hudson Ohio y me interceptó el avance. Sólo para fastidiarme. Se daba por satisfecho perdiendo los beneficios que habría podido reportarle nuestro tráfico del Niágara con tal de hacerme perder dinero a mí. Yo invertí mucho en la Niágara, pero si no puedo empalmar con la Hudson Ohio, mis acciones de la Niágara pierden todo valor. ¿Es eso un comportamiento propio de un buen cristiano? —planteó Gabriel Love.
—No —confirmó Sean—. ¿Y qué se propone hacer entonces?
—Voy a llevar la luz donde hay oscuridad —declaró, con reverencial tono, el señor Love—. Voy a comprar el control de la Hudson Ohio sin que él se entere y la entroncaré con la Niágara.
—Es algo osado —opinó Sean—. La Hudson Ohio es una gran línea. ¿Podrá hacerlo?
—Puede que sí y puede que no. En todo caso, voy a hacer que MacDuff crea que sí puedo. Sólo con que lo crea será maravilloso —se regocijó, con angélica sonrisa, Gabriel Love.
Hasta que no acabó de exponer el resto de su plan, Sean no percibió la extraordinaria belleza de su alma.
En primer lugar, tenía paciencia. Dos años atrás había empezado a comprar discretamente acciones del ferrocarril Hudson Ohio. Las adquiría en pequeña cantidad y siempre a través de empresas intermediarias. Lo había hecho con tal habilidad que ni el propio señor MacDuff había detectado nada.
—En este momento —explicó a Sean—, tengo el treinta y seis por ciento de la empresa y MacDuff tiene el cuarenta por ciento. Otro diez por ciento lo controlan otras compañías e inversores que sé a ciencia cierta que no van a vender. Diversos pequeños inversores poseen el cuatro por ciento y el último diez se encuentra en manos de su amigo Frank Master.
—No sabía que tuviera tanta proporción.
—Es su participación de mayor cuantía. La ha ido acumulando con el tiempo y con ello ha demostrado que tiene buen olfato, porque se trata de una excelente inversión. Pero si me la vendiera a mí, yo me haría con el control de la empresa, y puesto que es amigo suyo, querría que nos presentara.
—¿Quiere que le venda su diez por ciento?
—No —contestó, sonriendo, Gabriel Love—. Quiero que MacDuff crea que me lo podría vender.
Sean organizó la cena en el Delmonico. Cuando ésta tocó a su fin, su admiración por el viejo Gabriel Love había alcanzado elevadísimas cotas. La precisión y la simetría de su proyecto eran una obra de arte. ¿Y qué tenía que hacer Frank Master? Nada… sólo ausentarse unos cuantos días.
Debían volver a reunirse en el Delmonico el viernes siguiente, para cerciorarse del buen desarrollo de sus planes.
Sean meditaba sobre aquel asunto el sábado por la tarde, cuando llegó su hermana Mary. Pasaron un agradable rato charlando un poco de todo hasta que la conversación derivó hacia el tema de la familia Master.
—¿Te acuerdas que me dijiste que Frank Master se estaba poniendo en ridículo y que más valía que tuviera cuidado? —señaló Mary—. ¿Me equivoco al pensar que se ha buscado una joven?
—¿Y qué te hace pensar eso?
—No sé. Se lo ve muy ufano, pero también un poco cansado, y no sé, se me ocurrió que podía ser eso.
—Pues tienes razón —confirmó Sean—. Se llama Donna Clipp. Clipper… así la apoda él, como los barcos. Y lo mejor que podría hacer es dejarla. —La miró un instante—. ¿Crees que su mujer sospecha algo?
—En todos estos años, nunca ha dado muestras de estar al corriente de lo de Lily de Chantal —repuso Mary—. Si no se ha enterado de eso, ¿cómo iba a saber lo de ahora?
—Me alegro —dijo Sean—. A su manera, es una buena mujer, y no querría que sufriera. —Calló un momento—. ¿Sabías que Master va a irse de viaje de negocios al norte del Hudson el domingo próximo? Será una cuestión de días, y se va a llevar a esa chica con él. —Se encogió de hombros—. Por mi parte, espero que no dure mucho.
—Nadie se pone tan en ridículo como los viejos —comentó Mary.
—Eso no tienes porque ir contándolo por ahí ¿eh?
—¿Sabes de alguna vez que lo haya hecho?
—No —admitió con aire aprobador Sean—, nunca.
—La va a llevar con él al norte del Hudson el domingo —informó una hora más tarde Mary a Hetty Master—. Y la llama Clipper.
—Perfecto —se felicitó Hetty—. Con eso será suficiente.
Frank Master había dudado, pero al final, el miércoles siguiente, se decidió. Tras salir de su casa a última hora de la mañana, caminó en dirección este por la Catorce hasta llegar a la estación del tren elevado, cuyas escaleras subió para acceder al andén. Al subirlas sintió una punzada, pero como fue breve, respiró hondo y, sacando pecho, se felicitó de su buena forma, tras lo cual encendió un cigarro.
A esa hora de la mañana había poca gente en el andén. Recorriéndolo, observó los manojos de líneas de telégrafo tendidos entre los postes y los tejados de pizarra de las casas. Aquellos tejados, pringados de hollín proveniente del tren que pasaba por encima, solían presentar un triste aspecto en aquel periodo de primavera, pero ese mes de marzo hacía un tiempo tan cálido que, aun estando sucios, se veían alegres con el sol matinal.
Frank no tuvo que esperar mucho antes de que el traqueteo y los resoplidos anunciaran la inminente llegada del tren. De todas maneras, mientras éste lo llevaba al centro de la ciudad habría preferido no encontrarse allí, por dos motivos. El primero era que iba a ver a su hijo. El segundo, que aquello representaba que tenía que pasarse por Wall Street.
Hacía un par de semanas que no veía a Tom. Frank quería a su hijo, desde luego, pero siempre había cierta tensión en el ambiente cuando se encontraban. No era porque Tom dijera nada… aquél no era su estilo… pero desde aquel día en que se habían iniciado los Disturbios del Reclutamiento tenía la impresión de que Tom no tenía un buen concepto de él. Era como si con la mirada le dijera: «Abandonaste a mi madre, y los dos lo sabemos». Bueno, quizá no le faltara razón, pero aquello sucedió mucho tiempo atrás, suficiente como para haberlo perdonado y olvidado. También era cierto que había seguido viendo a Lily de Chantal después, pero estaba seguro de que Tom no lo sabía, de modo que aquello no era una excusa para su actitud.
Tom tenía, no obstante, su parte buena. Durante aquel trayecto, Frank sentía que en ese preciso momento necesitaba a su hijo.
Se bajó en Fulton y fue caminando a Wall Street.
No comprendía por qué se encontraba tan incómodo en Wall Street. Antes le gustaba. La iglesia Trinity seguía allí. Resultaba reconfortante verla presidiendo la parte occidental de la calle con su solemne esplendor. Al fin y al cabo, la Trinity representaba el alma de la tradición de Wall Street. La familia Master había estado vinculada a ella, formando a menudo parte de su comité, durante generaciones. Para él Wall Street debería haber sido un lugar acogedor, pero no lo sentía así.
En la calle reinaba el ajetreo de siempre. En la Bolsa entraban y salían individuos vestidos con chaquetas oscuras y altos sombreros en cuyas bandas prendían los pedidos. Los escribientes se apresuraban para instalarse frente a sus mesas. A éstos se sumaban los recaderos, vendedores ambulantes y carruajes de los que se apeaban negociantes como él. Aquello era el viejo Nueva York ¿no?
No, ya no.
Llegó a la altura de un severo e inmenso edificio. Era el número 23, la Casa de Drexel, Morgan. Al pasar junto a él, se contuvo para no agachar la cabeza. Sí él, un miembro de la familia Master, amiga de los Stuyvesant, los Roosevelt, Astor y Vanderbilt, debía experimentar un admirativo escalofrío ante las oficinas de Morgan. Allí estaba el problema. Por eso aquél ya no era su sitio.
No ocurría lo mismo con Tom, a cuya puerta llamó momentos después.
—Padre, qué inesperado placer.
Tom distanció la silla del buró. Su frac estaba colgado en un perchero. Aun así, su chaleco gris estaba tan inmaculado como su camisa blanca, la corbata de seda y el alfiler de perla que la sujetaba. Con su sola presencia, uno sabía que aquel hombre no manejaba mercancías, sólo dinero. Tom no era un mero comerciante como sus antepasados: era un banquero.
—¿Tienes un momento? —preguntó su padre.
—Para ti, desde luego.
Tom no necesitaba precisar que estaba ocupado. La cadena de oro del reloj que llevaba en el chaleco anunciaba ya que su tiempo era muy valioso.
—Necesito un consejo —expuso Frank.
—Me alegra poder ayudarte —respondió Tom. En su mirada se advertía, con todo, como en la del sacerdote a quien pide una entrevista a solas el feligrés, la inminencia de una amonestación, de un juicio.
Ése era el inconveniente que tenían los banqueros, pensó Master. Un comerciante quiere conocer los detalles de un trato. El banquero también quiere el dinero con la misma intensidad, pero se ha adjudicado a sí mismo el papel de vigilante conciencia del tendero, y por ello afecta un aire de superioridad. A sus cuarenta y tantos años, su hijo Tom era un pretencioso señor revestido de seda que apestaba a riqueza. Fuera como fuese, necesitaba su consejo y, al menos, no tendría que pagar por él.
—Poseo un diez por ciento de una línea de ferrocarril —entró en materia Frank.
Entonces se quedó mirando con sorpresa a su hijo. No había dicho aquello para impresionarlo, simplemente había constatado una realidad. La transformación de Tom había sido, sin embargo, notable.
—¿Diez por ciento de una línea de ferrocarril? —preguntó, volcando toda su atención en el asunto—. ¿De qué envergadura?
—Mediana.
—Ya. ¿Y podría preguntarte cuál es? —Frank advirtió en la voz de Tom una consideración que nunca había oído con anterioridad.
—Eso es confidencial por el momento.
—Como desees.
No cabía duda; lo percibía en los ojos de Tom: éste lo trataba con un nuevo respeto. Hasta parecía que hubieran mejorado sus cualidades morales. Era como si el sacerdote tuviera ante sí no a un vulgar tendero, sino a un solvente donante. Consciente de aquella novedosa situación, Frank no perdió la ocasión de afianzarla.
—Mi diez por ciento —declaró con aplomo— me proporciona la posibilidad de decantar a un lado u otro el control.
Tom se arrellanó en el asiento y observó a su padre con amor. Era como si todos sus pecados hubieran quedado redimidos y estuviera entrando por las puertas del cielo, pensó Frank.
—Ya sabes, padre —dijo, sonriente, su hijo— que de eso precisamente nos ocupamos aquí. Bienvenido a Wall Street.
La Guerra de Secesión fue lo que realmente cambió Wall Street. La Guerra Civil y el Oeste americano. Se habían necesitado ingentes flujos de capital para financiar la primera y desarrollar el segundo. ¿Y dónde se encontraba el capital? En un lugar tan sólo, en el centro mundial del dinero: Londres.
Fue Londres la que financió a Estados Unidos. Al igual que en el siglo anterior la economía de América había crecido al amparo del gran triángulo formado por Londres, Nueva York y el comercio del azúcar de las Indias Occidentales —y más tarde el del algodón del Sur—, ahora otra potente maquinaria, menos visible, hacía funcionar el sistema: el flujo de crédito y de acciones entre Londres y Nueva York.