—Han asaltado el transbordador… le han prendido fuego, parece —les informó el posadero—. Acaba de estar aquí el hombre que trae los periódicos desde Brooklyn. En la ciudad hay toda clase de disturbios e incendios por todas partes. Han pedido al presidente Lincoln que envíe tropas.
—¿Podemos mandar un telegrama a la ciudad? —inquirió Theodore.
—Lo siento, pero no. No funciona ninguna línea; las han destruido. Aquí están más seguros.
—Tengo que ir a la ciudad —dijo Gretchen—. Mis hijos están allí.
—Puedo conseguirles un carro que los lleve hasta Brooklyn —se ofreció el propietario—, aunque no sé si les servirá de algo.
Les encontró algo mejor. Al cabo de media hora se subieron a un veloz carrito de dos ruedas. A media tarde, atravesaron Brooklyn Heights, desde donde divisaron la ciudad, que se desplegaba ante ellos.
Había incendios en todos lados: el humo se elevaba desde una docena de zonas distintas. Sólo el Distrito Financiero aparecía indemne, porque en el East River se encontraba una cañonera, justo delante del final de Wall Street. El resto de la ciudad podía ir a parar a los fuegos del Infierno, pero los magnates de Wall Street se aseguraban por todos los medios de que no corrieran peligro los santuarios del dinero. Cuando llegaron al transbordador, se enteraron de que la situación era aún peor.
—La mitad de los barrios negros son pasto de las llamas —les explicaron—. Sabe Dios a cuántos negros están matando; en todo el East Side hay barricadas. También atacan a los ricos: ningún hombre de negocios se atreve a salir a la calle… Hasta han saqueado las tiendas de Brooks Brothers.
—Yo quiero ir al otro lado —dijo Gretchen.
—Si alguien tiene que ir, es mejor que sea yo —se ofreció Theodore—. Vosotras deberíais quedaros aquí.
—Yo pienso ir al lado de mis hijos —replicó Gretchen con firmeza.
—Yo te voy a acompañar —terció su amiga.
—Pues nadie les va a llevar —auguró el capitán del transbordador—. Ya han destruido la mitad de los transbordadores, y también están arrancando las vías del ferrocarril. Los alborotadores van armados. Al otro lado es la guerra.
Recorrieron la totalidad del muelle sin encontrar a nadie dispuesto a llevarlos.
—Será mejor que busquemos un sitio donde pasar la noche —apuntó Mary a la caída de la tarde.
Gretchen no dio muestras de haberla oído.
Entonces vieron una gran llamarada que surgía del lado de la Bowery, donde estaban los hijos de Gretchen. Ésta emitió un gemido y a Theodore se le ensombreció la expresión. Mary consideró que más valía no decir nada.
El sol descendía, ominoso, sobre la bahía cuando un anciano se les acercó.
—Yo tengo una barca y mi mujer está allá. —Apuntó hacia la zona de South Street—. En cuanto se haga de noche voy a cruzar; puedo llevarlas si quieren.
Era extraño atravesar el East River de noche en una barca de remos. Al frente, las casas de la ciudad se perfilaban entre la oscuridad, con los postigos cerrados en casi todas. Muchas de las farolas de gas de la ciudad estaban también apagadas… aunque debían de seguir desprendiendo un peligroso gas… Por todas partes se divisaba el resplandor de los incendios, y el sonido del tenue crepitar de las llamas y el olor del humo se desplazaban hasta el agua.
En los muelles de South Street reinaba, con todo, la calma, de modo que no tuvieron problemas para amarrar la barca y bajar a tierra. Theodore dio al anciano varios dólares por su amabilidad. Aunque Gretchen protestó, al final Mary y Theodore la convencieron para que éste fuera primero a su casa, en las inmediaciones de la Bowery, mientras ellas dos iban al bar de Sean, que no se encontraba lejos.
—Si hay un sitio por la zona donde no habrá peligro, es el bar de Sean —afirmó Mary.
Sean se disponía a cerrar en el preciso momento en que llegaron. Las hizo pasar a toda prisa, nada complacido de verlas allí.
—Creía que estabais a salvo en Coney Island —dijo. Enseguida comprendió, no obstante—. Las madres siempre acuden adonde están sus hijos —dijo a Gretchen, encogiendo los hombros—. ¿Qué podemos hacer?
Theodore llegó al cabo de media hora, con la noticia de que los niños se encontraban en casa de sus abuelos.
—Puedo acompañarte allí —propuso a su hermana.
Cuando se marchaban, se volvió hacia Mary.
—Hablaremos pronto, Mary —le dijo en voz baja—, cuando todo esto haya acabado.
—Es posible —respondió ella.
Tampoco era que pensara que él no iba a llegar hasta el final. Si acudía a su estudio, estaba segura de que así sería. Pero las cosas habían sido distintas, allá en Coney Island, y ahora estaba de nuevo en la ciudad, en su mundo de siempre. Ya vería. Lo que tenía que decidir de inmediato era adónde iba a ir.
—Será mejor que te quedes aquí —opinó Sean. Cuando ella le dijo que quería ir a Gramercy Park, él insistió—: No sé cómo está la situación allá, pero de lo que sí no me cabe duda es de que estás más segura aquí con tu familia.
A aquellas alturas, los Master eran en realidad su familia. Aunque omitió decirlo, reiteró que quería ir allá de todas formas. De mala gana, Sean accedió a acompañarla. Se aproximaron con cautela a Gramercy Park y, al llegar a Irving Place, advirtieron el rastro dejado por los disturbios: toda la zona estaba atestada de vidrios y escombros. Sean había oído decir que en la calle Veintiuno, situada al norte de la plaza, habían montado barricadas. Cuando llegaron a aquella tranquila plaza por el lado del oeste, se encontraron con que les obstruía el paso una patrulla, no de alborotadores, sino de residentes de Gramercy Park, bien pertrechados con pistolas y mosquetes. Aquellos hombres no conocían a Sean, pero uno de ellos reconoció a Mary. Después de insistir para que se despidiera de su hermano en el punto de control, él mismo acabó acompañándola a casa de los Master y llamó a la puerta. Sean aguardó hasta tener la certeza de que había entrado sin complicaciones en la vivienda.
La propia señora Master acudió de inmediato desde su habitación y le hizo tomar una taza de chocolate caliente en la cocina.
—Ahora debes acostarte enseguida, Mary —dijo—, y mañana me contarás tus aventuras.
A la mañana siguiente, Mary no le contó sus aventuras. Ya fuera como consecuencia del calor, de la conmoción por lo que había presenciado o por otra causa, durante esa noche comenzó a subirle la fiebre. Al día siguiente ardía, aquejada de temblores. La señora Master se ocupó en persona de cuidarla, haciéndole tomar bebidas calientes y aplicándole compresas frías en la cabeza.
—No hables ahora, Mary —le decía, cuando ésta quería darle las gracias—. Estamos muy contentos de que estés a salvo en casa.
Mary no tuvo pues conocimiento de los incendios y matanzas que se prolongaron por toda la ciudad al día siguiente. No supo que en Brooklyn también había estallado la violencia, precisamente en los muelles donde había estado, ni que la turba había matado a muchas personas a lo largo del East River. Sólo después de que la fiebre cediera, cuando el jueves por la mañana se despertó con hambre, se enteró de que por fin habían llegado las tropas, que estaban dispersando a las masas a base de descargas cerradas, y que la propia zona de Gramercy Park estaba entonces protegida con obuses.
Los terribles disturbios de 1863, ocasionados por los reclutamientos, estaban tocando a su fin.
Era mediodía cuando la doncella entró en su habitación con un tazón de sopa y se sentó a charlar a su lado. ¿No sabía lo que había pasado mientras ella no estaba?, planteó la muchacha. ¿No sabía que al señor Master no había forma de encontrarlo, y después a la señora Master tampoco, y que ésta había intentado salvar el orfanato y por poco la habían matado, y que la habían rescatado el señor Master y madame Restell, la abortista? Al oír aquellas asombrosas noticias, Mary se incorporó en la cama.
—¿Y a ti te pasó algo? —quiso saber la doncella.
—¿A mí? —dijo Mary—. Ah no, poca cosa.
1871
E
l decisivo despegue que había experimentado la carrera de Theodore Keller durante los ocho años posteriores a su visita a Coney Island se debió sobre todo a dos circunstancias. La primera fue que, al final del verano en que se produjeron los terribles disturbios, decidió ir al Sur a cubrir los últimos episodios de la Guerra de Secesión. La segunda fue el mecenazgo de Frank Master.
No obstante, en aquella cálida tarde de octubre, cuando estaba a punto de inaugurar la exposición más importante de su vida, en la espléndida galería próxima a Astor Place que Master había alquilado para la ocasión, faltó muy poco para que perdiera la paciencia con su protector.
—¡Lo va a echar todo a perder! —gritó con exasperación a Master.
—Insisto en que eso es lo que debes hacer —reiteró con firmeza Master.
Ya habían tenido otro altercado. Theodore no había puesto objeción alguna cuando Master le sugirió que incluyera uno de los retratos que le había hecho a Lily de Chantal. Pero cuando su mecenas le advirtió que no debía exponer la foto de madame Restell, Theodore reaccionó con gran contrariedad.
—Es una de las mejores fotografías que he sacado nunca —protestó.
El retrato de madame Restell era una obra maestra. Él mismo había ido a su casa y se lo había tomado instalada en un gran sillón de recargada factura, como Cleopatra en su trono. Con su ancha cara bovina, fijó una beligerante mirada a la cámara, igual de terrorífica que un minotauro. Colocado incluso al lado del general Grant, su retrato lo hubiera desbancado de la pared.
—Theo, esa mujer es tan conocida ahora —adujo Master— que no pueden siquiera vender el solar que hay al lado de su casa… ¡ni siquiera en la Quinta Avenida, fíjate! Nadie quiere vivir allí. Si cuelgas su retrato aquí, no volverás a recibir ningún encargo.
Hasta Hetty Master había tenido que reconocer que no le faltaba razón. Cuando se enteró de que su retrato no iba a formar parte de la exposición, madame Restell se puso furiosa.
Aparte, a Master también le preocupaba otro aspecto de la exposición: las obras de carácter político.
—Ten cuidado, Theo —lo había prevenido—. No quiero que te busques complicaciones.
Pese a que su consejo tal vez podía calificarse de sabio, Theodore se negaba a ceder.
—Yo sólo plasmo la verdad —arguyó—. Ésa es la función de los artistas.
En aquel sentido, contó con el imprevisto apoyo de Hetty Master.
—Tiene razón —le dijo ésta a su marido—. Debería exponer las fotografías que quiera. A excepción de la de madame Restell, tal vez —añadió con reticencia.
El intempestivo mensaje que le había hecho llegar aquella mañana Master, cuando todas las obras estaban colgadas, había hecho montar en cólera a Theodore. La llegada de su mecenas a la galería para exponer sus razones no había mejorado precisamente su humor.
—Piénsalo bien —exclamó Frank con entusiasmo—. Las pones las tres juntas en la pared: Boss Tweed a la izquierda, Thomas Nast a la derecha y esa foto que sacaste de los juzgados de la ciudad justo debajo. O encima, si prefieres —añadió, a modo de concesión.
—Pero esas obras carecen de interés —arguyó Theodore.
De las miles de fotografías que contaba su colección, aquellas tres podrían considerarse correctas, pero nada más.
—Theodore —contestó Frank Master con la misma paciencia que si estuviera hablando con un niño—, a Boss Tweed lo han detenido hoy.
Los de Tammany Hall sabían cómo sacar dinero de la ciudad de Nueva York, desde luego, pero había que reconocer que el tal Boss Tweed había llevado el arte de amañar contratos fraudulentos a unas alturas de virtuosismo. Tampoco era que hiciera cosas complicadas. Junto con Sweeny, el comisario de Parques, el interventor Connolly y el alcalde Oakey Hall, formaban una red que controlaba la concesión de contratos del ayuntamiento. La diferencia estaba en que mientras que antes, para un contrato que ascendía a diez mil dólares se le podían añadir uno o dos mil dólares más, al sentirse dueños de la situación, los componentes de la red sintieron que podían aumentar sin problema sus ganancias. Durante más de una década, las cifras de los contratos se habían llegado a multiplicar por cinco, por diez e incluso por cien veces su valor real. Después de pagar al contratista con una sustancial propina adicional, la red se repartía los pingües beneficios.
La más noble empresa en que habían aplicado sus dotes habían sido los juzgados, situados detrás del ayuntamiento. Hacía diez años que estaban en fase de construcción, y no se veía señales de que las obras fueran a concluir. Cuando por fin estuvieran acabadas, se preveía que aquél sería uno de los edificios más imponentes de la ciudad, con aires de palacio de estilo neoclásico. La red no tenía, sin embargo, prisa, puesto que aquel espléndido receptáculo arquitectónico era también un filón de oro. Todo el mundo se beneficiaba de él… cuando menos, los amigos de los componentes del círculo. Los modestos artesanos que habían sido contratados para trabajar allí ya se habían hecho ricos. Aunque nadie sabía cuántos millones habían afluido hacia aquel edificio, de una cosa no cabía duda: los juzgados habían costado ya más dinero que la reciente compra de Alaska.