—Estuvo muy bien eso que hiciste por Angelo —alabó el tío Luigi—. No creo que yo hubiera podido hacerlo.
—No es para tanto —le restó importancia Salvatore.
En realidad, no le había resultado muy difícil. Había que reconocer, en parte, que ese gesto le había valido una nueva consideración en el seno de su familia. En la boda, todo el mundo había quedado impresionado. Además, estaba seguro de que Paolo habría querido que compartiera el dinero con Angelo, y también había tenido en cuenta algo más.
—Anna así lo hubiera querido —dijo.
En cierto modo, para él representaba una liberación.
1929
A mediados de septiembre, el tío Luigi fue a ver a su agente de Bolsa. Normalmente disfrutaba con aquellas visitas. Habían transcurrido veinte años desde el día en que oyó en el restaurante a alguien que hablaba de aquella empresa. Él siempre procuraba escuchar si alguien del mundo de las finanzas entraba en el establecimiento… y como había ido cobrando fama por su cocina casera italiana de calidad, ello ocurría a veces. De ese modo, aprendía muchas cosas. La agencia de Bolsa en cuestión era, según oyó, de mucho postín y contaba entre sus clientes a gente de importancia, pero también aceptaban cuentas menos sustanciosas y dispensaban a todos sus clientes un trato casi igual de cortés.
A él le agradaba pasar por aquella bonita puerta, ver a todos los escribientes instalados frente a sus escritorios y sentarse en el gran sillón de cuero de aquel acogedor despacho donde, una vez al año, uno de los empleados de mayor antigüedad le trazaba un detallado repaso del estado de su cuenta.
—Me estaba planteando —le comentó el tío Luigi— si debería vender mis acciones.
—¿Por qué iba a hacer eso? —contestó el empleado, un pulcro hombrecillo de unos cincuenta años.
—El mercado ha bajado un poco.
—Ha habido alguna pérdida de ganancias, pero eso no nos sorprende.
—Nada sigue subiendo eternamente —señaló el tío Luigi—. No hay más que fijarse en el sector inmobiliario.
Era cierto que desde 1925, pese a la asombrosa bonanza de la Bolsa, los precios generales de las casas de Estados Unidos habían bajado.
—Una cosa es el sector inmobiliario y otra la Bolsa —repuso, con un encogimiento de hombros, el empleado—. La realidad es que en los últimos seis años, la Bolsa ha experimentado cinco subidas. El 3 de este mes, el índice Dow Jones estaba en 381, el valor más elevado de toda su historia.
—Pero eso es en parte lo que me preocupa —alegó el tío Luigi—. Por lo general, el precio de las acciones tiene ahora un valor treinta veces por encima de su precio real.
El empleado sonrió para mostrar que le impresionaba que un humilde italiano estuviera al corriente de todo aquello.
—Estamos de acuerdo en que las futuras ganancias quizá no sean tan acusadas, pero no vemos ningún motivo para que baje el mercado. Nosotros creemos que se ha instalado en un plano más elevado. Y puedo asegurarle que las inversiones no han remitido.
El tío Luigi asintió, pensativo. Lo que el agente decía era cierto. La gente seguía poniendo dinero en la Bolsa, pero les alentaban a hacerlo.
—Hace años que tenemos tratos con usted, señor, y sus inversiones son una excelente garantía —le había informado un año atrás aquel mismo atildado hombrecillo—. Estaríamos encantados en prestarle una cantidad adicional si estuviera interesado en incrementar el volumen de su cartera.
Luigi, que había declinado la oferta, se preguntaba ahora qué proporción del dinero que había entonces invertido en la Bolsa correspondía a préstamos. Cuanto mayor fuera la parte prestada, más etérea se volvería la burbuja.
—¿Entonces me aconseja que mantenga mis acciones? —preguntó al cabo de un momento.
—Esperamos una pronta subida de la Bolsa. No querría que usted quedara al margen. —El empleado sonrió—. Yo mismo estoy comprando, se lo aseguro.
Rose Master tomó una importantísima decisión esa noche. Llevaba tiempo pensándolo y no había sido fácil. Aquello seguramente tendría más repercusiones en el futuro bienestar y posición de la familia de lo que su marido y su hijo imaginaban. Por más inteligentes que fueran, cada cual a su manera, ella estaba convencida de poseer más perspicacia.
La decisión tenía que ver con la casa de Newport.
Charlie acudió a cenar esa noche. Aquel verano había quedado muy dolida con su hijo. En toda la temporada sólo había ido una vez a Newport, y había quedado patente que lo hizo medio obligado por su padre, para complacerla a ella. Una vez allí, había estado encantador con todos, desde luego, pero eso no alteraba lo esencial.
A aquellas alturas su preocupación por él no hacía más que acusarse. Tenía casi treinta años y aún vivía en Greenwich Village, en Downing Street… aunque a ella le costara entender por qué alguien querría vivir allí. Fingía trabajar para su padre y lo último que supo de sus actividades era que estaba escribiendo una obra de teatro. Ignoraba con qué tipo de mujeres salía y prefería no saberlo. A juzgar por su incipiente barriga, probablemente no hacía suficiente ejercicio, y bebía demasiado. Era hora de que su hijo sentara cabeza, y también de que se casara. Al fin y al cabo, ¿de qué servía hacer todo lo posible por la familia si no había ninguna generación futura que recogiera el testigo?
Su angustia era, pues, bien real, y sentía que debía hablar claro. William la había prevenido, sin embargo.
—Ya sé que te ha hecho daño, pero no pelees con él —le advirtió—. Podrías alejarlo de nosotros.
Por ello, cuando Charlie compareció para la cena esa noche, Rose sugirió tan sólo que debería cuidarse más, sin insistir en la cuestión.
Hablaron de un sinfín de temas. Charlie le contó anécdotas sobre algunos de sus amigos escritores y ella fingió encontrarlas divertidas. Le explicó que pensaba redecorar la casa de Newport y él disimuló su desinterés por el asunto. Luego hablaron de la Bolsa. Rose, que sabía que algunas personas afirmaban que estaba demasiado alta, evocó la terrible crisis de 1907, pero su marido no manifestó preocupación. Según él, las condiciones eran muy distintas en ese momento.
—Por cierto —comentó Charlie a su padre—, ¿sabías que tenemos un nuevo agente competidor justo delante de nuestras oficinas? Adivina quién es —dijo, con una mueca—. El limpiabotas.
—¿El limpiabotas? —exclamó su madre.
—Lo juro por Dios. Mientras me lustraba los zapatos empezó a ofrecerme consejos de inversión. Tiene su propia cartera de acciones. Y todo son buenas noticias: me dijo que el mercado va a experimentar una nueva subida.
—¿Tenemos su cuenta? —preguntó, sonriente, su padre.
—Creo que no.
—Pues entonces tráelo. A ver si te ganas alguna comisión, chico.
—¿No hablarás en serio? —intervino Rose.
—Hoy en día todo el mundo especula en Bolsa, Rose —contestó William.
—Tengo otra novedad —anunció Charlie—. Edmund Keller va a publicar un nuevo libro. Es la historia de la época gloriosa de Roma, pero escrita para el gran público. Espera que se venda muy bien.
Keller llevaba trabajando en aquel proyecto desde que puso fin a su feliz estancia de tres años en Oxford.
—Magnífico —se congratuló William—. Compraremos un par de ejemplares.
—¿Hay alguna posibilidad de que le organicéis una fiesta? —inquirió Charlie—. Ya sabéis lo mucho que os aprecia.
Rose vio que aquello podía ser una buena oportunidad.
—Si prometes hacer un poco de ejercicio y bajar barriga… Pero tiene que ser una promesa en toda regla.
—De acuerdo. Entonces tendré que cumplir el trato —aceptó, pesaroso, su hijo.
Cuando Charlie se hubo ido, William le dio un beso a su mujer.
—Ha sido un bonito detalle —la felicitó—. Y lo has llevado con mucha inteligencia —añadió—. Charlie te estaba muy agradecido.
—Me alegro —respondió.
Había llegado el momento. Todo lo que habían hablado durante la cena había acabado de fortalecer su resolución.
—William, cariño, necesito que hagas algo por mí —pidió.
—Lo que sea.
—Quiero que hagas algunas obras en la casa de Newport. Quiero convertirla en algo muy especial.
—¿Has pensado en algún decorador en concreto?
—En realidad, voy a necesitar un arquitecto. Y voy a necesitar algo de dinero. ¿Puedo disponer de él?
—No veo por qué no. ¿Cuánto necesitas?
—Medio millón de dólares.
A comienzos de octubre, después de un descenso casi constante de un mes, la Bolsa volvió a subir. No pasaría mucho tiempo antes de que volviera a colocarse en los índices de antes, aseguraba la gente. El jueves 17 de octubre, la señora Master dio una fiesta para celebrar la publicación de
La grandeza de Roma
, de Edmund Keller. Se trataba de un libro muy bueno, según decían.
Rose no descuidó ningún detalle. Invitó a todo el mundo: a la gente que daba fiestas, a la que daba regalos, a los propietarios de librerías, a los mecenas de la red de bibliotecas públicas —el anciano Elihu Pusey había fallecido, por desgracia— y a un buen número de periodistas, críticos y editores reclutados por Charlie. La flor y nata de la clase alta y el mundillo financiero y literario se concentró en su casa. Hasta Nicholas Murray Butler compareció. A Keller lo colocaron en una mesa para que firmara ejemplares de su libro. Repartieron doscientos, y Rose compró cincuenta más para entregar a amigos que divulgarían la noticia.
Edmund Keller estaba abrumado con su amabilidad e hizo lo posible por recompensarla. El momento cumbre de la velada fue el encantador discurso de agradecimiento que pronunció. Con los años de docencia había adquirido experiencia y gracia como orador, y no le costó suscitar las risas generales y una salva de aplausos final. Lo que más gratificó a Rose fueron las palabras que dedicó a la familia Master.
—Este acto me ha procurado un especial placer y me siento muy honrado por él. Hace más de sesenta años mi padre, el fotógrafo Theodore Keller, tuvo la buena fortuna de suscitar la atención de una de las más antiguas y señeras familias de esta ciudad. El señor Frank Master y su señora asumieron una función de mecenas gracias a la cual pudo iniciar una exitosa y, si me permiten decirlo, eminente carrera. Hace unos años, en Columbia, tuve la suerte de tener como alumno a su biznieto Charles Master, a quien hoy en día considero un amigo. Y si pudiera vernos ahora, como así yo lo deseo, sé que mi padre estaría encantado de ver a su hijo honrado también hoy por la manifestación de bondad y apoyo de la familia Master.
Sesenta años de mecenazgo, una de las familias más antiguas y señeras de la ciudad. Raigambre, solera. Rose estaba resplandeciente. Aquella fiesta había acabado resultando mejor de lo que podía haber pensado.
El tío Luigi no iba a menudo a la iglesia, pero aquel domingo sí fue, y Salvatore también, para hacerle compañía.
Las dos semanas anteriores habían sido duras para el tío Luigi. Tal como había pronosticado el empleado de la agencia, la Bolsa había ido subiendo, recuperándose poco a poco hasta los valores de principios de septiembre. El tío Luigi estaba inquieto, sin embargo. Sus ahorros le habían reportado una buena cantidad de dinero. Aunque no quería dejar de trabajar todavía, con lo que había acumulado podía permitirse disfrutar de un agradable retiro. Aún no le había dicho nada, pero en su testamento había previsto que Salvatore lo heredase todo. Le parecía lo más justo. Por eso, tanto por sí mismo como por el bien de su sobrino, sentía la obligación de preservar aquellos ahorros.
En varias ocasiones había estado a punto de vender. En cada una, la voz del empleado había resonado, no obstante, en su cabeza: «No querría que usted quedara al margen». Nadie quiere quedar como un idiota. Nadie quiere quedarse rezagado.
Finalmente, esperando que la visita a la iglesia le sirviera de inspiración, o al menos para aclararse las ideas, probó el recurso a la religión.
La iglesia de la Transfiguración estaba bastante concurrida aquella mañana. Aun así, el sacerdote no dejó de notar la inusual presencia de Luigi, a quien conocía muy bien. Puesto que no se había confesado, el tío Luigi decidió no comulgar… ni siquiera deseaba acercarse y soportar la inspección visual del párroco. Sí escuchó, en cambio, el sermón.
Éste estaba centrado en las tentaciones padecidas por Cristo en el desierto. Al tío Luigi le sorprendió que eligiera aquel tema en ese momento, puesto que era más propio del periodo de Pascua. De todos modos prestó suma atención. El sacerdote recordó a la congregación que Nuestro Señor había ido a un lugar elevado y el diablo lo había animado a saltar al vacío, alegando que los ángeles lo salvarían sin duda. «No tentarás al Señor tu Dios», había replicado Jesús. «Debemos aceptar la voluntad de Dios —explicó el sacerdote—. No debemos extralimitarnos calculando que Dios nos va a ayudar». El párroco agregó aún más consideraciones que el tío Luigi escuchó en su totalidad.