Salvatore, mucho menos concentrado, rebullía en su asiento.
—Estoy seguro de que oí un sermón como ése de niño —señaló a su tío una vez se hallaron afuera.
—¿Y qué te ha parecido la segunda vez?
—Poca cosa —reconoció.
Al tío Luigi, en cambio, el sermón le había dado mucho que pensar.
El miércoles 23 de octubre fue un día ventoso. William Master se trasladó, como de costumbre, a su oficina en Rolls-Royce.
Por aquel entonces, en Nueva York había ya unos cuantos Rolls-Royce. Una década atrás, la empresa había creado una fábrica en Springfield, Massachusetts. Sólo los ricos poseían uno, sin embargo. La llegada del señor Master a la agencia de Bolsa en su Rolls-Royce se había convertido casi en una tradición, en un ritual tranquilizador benéfico para el negocio.
Hacía cinco años que William tenía aquel modelo. El
Fantasma Plateado
había dado paso al
Espectro
—cuya carrocería había montado Brewster, que operaba en Queensboro, Long Island— y también tenía una pintura plateada. El siguiente modelo, el
Espectro II
, acababa justo de salir, y si el año próximo lo adquiría tenía intención de encargarlo también de color plata.
Después de bajarse delante de la oficina, comunicó a Joe, el chófer, que no volvería a necesitarlo en todo el día, de modo que podía llevar a Rose de compras. Joe era un buen hombre, originario de algún punto impreciso del Medio Oeste. Decía que tenía una abuela india y siempre era amable, aunque sólo hablaba cuando se lo pedían.
Después lo llamaron para una reunión en la calle Cuarenta y Dos, a la que se dirigió en taxi. Una vez concluida ésta, fue a pie hacia la avenida Lexington para hacer un poco de ejercicio. Entonces se fijó en el alto rascacielos de la esquina y se paró a mirar, boquiabierto.
—¡Dios santo! —exclamó.
Había que reconocer que Walter Chrysler tenía estilo. Cuando aquel magnate del sector del automóvil asumió el proyecto del edificio que ahora llevaba su nombre, insistió en que llevara asociados atrevidos diseños art déco que incorporaban imágenes de ruedas, casquillos y diversos elementos mecánicos. La cima del edificio, en construcción, constaba de una hermosa serie de arcos que convergerían en un remate de piedra y luego irían recubiertos de acero. Una vez terminada, la suprema elegancia de aquella cúspide no tendría parangón en el mundo.
Aparte estaba la cuestión de la altura. El edificio más alto del mundo era, por supuesto, la torre Eiffel de París, pero los osados constructores neoyorquinos se estaban aproximando. Un financiero llamado Ohrstrom estaba levantando una impresionante torre en el número 40 de Wall Street para hacerle la competencia a Chrysler, y según decían, aunque no sería tan esbelto, el rascacielos de Ohrstrom sería el más alto de los dos y superaría al resto de los de la ciudad. En la Treinta y Cuatro había previsto un tercer edificio que tal vez concurriría para llevarse la palma de la altura, pero todavía no habían empezado las obras.
Allá arriba, en lo alto del edificio Chrysler, la pirámide de arcos se elevaba hacia el cielo como un entramado de vigas, aún por tapar.
En ese preciso momento, ante la vista de William Master, ocurrió algo extraordinario. De improviso, del centro de la cima del rascacielos comenzó a abrirse paso una torre metálica. Iba surgiendo poco a poco, como la sección de un fino telescopio. Debía de haber permanecido oculta en el interior de la estructura principal y entonces, gracias a algún curioso mecanismo, la elevaban. Y seguía saliendo, apuntando hacia las nubes. En su extremo había prendida la bandera del país, que ondeaba con el viento. William nunca había visto nada igual. Y lo más extraño era que, cuando miró en torno a sí la ajetreada calle, nadie más parecía haberse percatado.
¿Hasta qué altura podría seguir saliendo? Las nubes corrían por el cielo justo encima, y el viento seguramente era fuerte allá arriba… pero la gran aguja mantenía su ascensión.
Cuando por fin se detuvo, calculó que debía de haber incrementado en sesenta metros la altura del edificio. Los remachadores rodeaban ya cual hormigas la base de la enorme aguja, dedicados a afianzarla.
Luego vio una diminuta figura que trepaba por la estrecha estructura. Así siguió hasta encontrarse en la punta junto con la ondulante bandera, a medio camino del cielo. ¿Qué hacía? Soltaba una plomada, para comprobar que el rascacielos mantenía una perfecta verticalidad. Al cabo de un poco, satisfecho del resultado, inició el descenso.
Master continuó observando, fascinado. Sólo cuando intentó consultar el reloj y descubrió la rigidez que le agarrotaba el cuello, cayó en la cuenta de que llevaba casi una hora y media mirando hacia arriba.
Daba igual. Acababa de ser testigo de un fragmento de la historia. Con aquella ingeniosa y astuta estratagema, Chrysler debía de haber agregado sesenta metros de altura a su edificio, tomando desprevenidos a sus rivales para vencerlos. Aunque no estaba muy seguro, Master tenía la impresión de que el edificio Chrysler acababa de superar a la propia torre Eiffel.
Por otra parte, sería algo muy adecuado. Nueva York era el centro del mundo. La Bolsa estaba en pleno auge. Los rascacielos crecían por doquier. Aquél era el espíritu de la época.
Con un tremendo retraso, que no lamentaba en lo más mínimo, tomó un taxi y regresó muy ufano a su despacho.
Cerca de la puerta se cruzó con un menudo individuo de edad avanzada que acababa de salir. Tendría más de sesenta años y parecía italiano. Él mismo había alentado a sus empleados a no desdeñar a esa clase de pequeños inversores.
—No os olvidéis de que ellos son el futuro de este país —les recordaba.
Por eso, al llegar adentro, preguntó quién era aquel individuo.
—Un italiano, señor. Ha mantenido una cuenta aquí durante años, muy bien llevada en realidad. Trabaja de camarero en Little Italy, pero tiene una cuenta considerable.
—¿Por qué valor?
—En torno a los setenta mil dólares. Por desgracia, acaba de vender todas sus acciones. Hoy mismo le hemos entregado los fondos.
—¿Lo ha vendido todo?
—Intenté convencerlo de lo contrario, pero el lunes vino y dijo que no quería tentar al destino. Dijo que había recibido una señal de san Antonio —agregó, con una sonrisa, el empleado.
—¿De veras? Pues me parece que se ha equivocado. Pero claro, él no debe de saber que Dios sólo habla a los Morgan.
—Sí, señor. Aunque a decir verdad, señor, mientras usted estaba afuera, las acciones han comenzado a bajar.
El inicio del gran crack de 1929 normalmente se fija en el Jueves Negro, 24 de octubre, pero se trata de una incorrección. En realidad comenzó el miércoles, el mismo día en que el rascacielos Chrysler se convirtió en el edificio más alto del mundo, jornada en la que la Bolsa experimentó una repentina bajada de un 4,6 por ciento. Curiosamente, pocas personas se habían percatado aún de la ingeniosa estratagema llevada a cabo por Chrysler. El miércoles todo el mundo reparó, en cambio, en el brusco descenso de la Bolsa.
El jueves por la mañana, William Master fue a la Bolsa no bien se abrieron sus puertas. El ambiente era tenso. En la galería de las visitas creyó advertir una cara conocida.
—Es Winston Churchill, el político británico —le explicó uno de los agentes—. Ha escogido un día fatal para venir.
Así era. En cuanto se iniciaron las operaciones, Master se quedó horrorizado. No era sólo que el mercado cayera. Había un clima de pánico, de estampida. Al cabo de una hora se oían gritos de dolor y después, alaridos. Los que poseían valores con márgenes de garantía veían liquidada su posición. En un par de ocasiones, los vendedores pregonaron los precios y no encontraron ni un solo comprador en el mercado. Cerca de mediodía, calculó que los valores debían de haber caído casi un diez por ciento. La angustiosa algarabía del recinto era tan agobiante que salió a la calle, incapaz de seguir soportándola.
Afuera se desarrollaba una escena fuera de lo común. En las escaleras del Federal Hall se había congregado una multitud de hombres. Todos parecían anonadados. Un individuo salió de la Bolsa y se echó a llorar.
—Nunca había visto nada igual desde la crisis de 1907 —le comentó, sacudiendo la cabeza, un viejo agente conocido.
En 1907, el viejo Pierpont Morgan había estado allí para salvar la situación. ¿Tal vez su hijo Jack podría hacer algo? Jack Morgan se encontraba, no obstante, al otro lado del Atlántico, en Inglaterra, disfrutando de la temporada de caza. El distinguido socio principal de Morgan, Thomas Lamont, había quedado a cargo de la casa.
En ese preciso momento un grupo de personas subía las escaleras del número 23 de Wall Street, la Casa de Morgan. Entre ellas reconoció a los responsables de los principales bancos. ¿Serían capaces de contener la desbandada?
En principio, parecía que sí. A la una y media Richard Whitney, el presidente de la Bolsa y un agente de Morgan, salieron con aplomo del 23 de Wall Street para encaminarse directamente a la Bolsa, donde empezaron a comprar. El dinero era mucho y las acciones importantes, compradas por encima del precio inicial. Los bancos le habían dado 240 millones de dólares para que los empleara en caso necesario, pero sólo tenía que gastar una parte. Con un gran suspiro de alivio, el mercado comenzó a calmarse.
El deífico espíritu de Pierpont Morgan había bajado del Olimpo para volver a imponer orden en la calle.
Esa noche, William asistió a una gran reunión de agentes. Todo el mundo coincidía en que no había que sucumbir al pánico. El viernes y el sábado por la mañana, el mercado no sufrió más sobresaltos.
El resto del fin de semana lo pasó de manera apacible. El domingo, Charlie acudió a comer.
—Técnicamente —informó William—, esta liquidación de acciones ha dejado el mercado en mejores condiciones de las que tenía desde hacía meses.
Después, tras pedir a Charlie que se quedara haciendo compañía a su madre, salió a pasear por Central Park.
La verdad era que necesitaba estar un rato a solas para pensar.
¿Qué había ocurrido realmente? El problema de fondo era, según él, que durante los últimos años había habido demasiada liquidez en la Bolsa. Lo curioso era que ello no se correspondía a una situación floreciente en toda la economía. Dado que los rendimientos agrícolas y los precios de los productos básicos eran débiles, en lugar de invertir en aquellos sectores tradicionales la gente había procurado buscar beneficios en las acciones. El dinero afluía de continuo; los agentes, bancos y otras empresas financieras proliferaban como setas. Incluso en la enorme economía estadounidense no había en realidad suficientes valores productivos correlativos a toda esa liquidez, lo cual ocasionó una subida de precios. Y después se instaló, por supuesto, la codicia desenfrenada.
Los pequeños inversores, que deberían haber colocado algunos ahorros en valores sólidos, compraban sin tino. De entre un total de población de ciento veinte millones, dos o quizá tres millones de personas tenían acciones en Bolsa, lo cual suponía una elevadísima proporción. Y más de medio millón de entre ellas compraban incluso con un margen de un diez por ciento, depositando sólo cien dólares por cada mil que invertían, el resto de los cuales se los prestaban las entidades financieras. Las respetables sociedades de Bolsa como la de William Master prestaban a los clientes dos tercios de la liquidez para comprar acciones. El dinero no hacía más que causar un impulso aún mayor en la subida de los precios de las acciones. No había forma de perder, y ello no sólo concernía a las acciones. William sabía perfectamente que algunos de los bancos estaban fragmentando lo peor de la deuda latinoamericana y vendiéndola a estafadores en forma de valiosos bonos. Mientras todo siguiera subiendo, nadie se daba cuenta.
Aquella inconsciencia no sólo afectaba al hombre de a pie, sino también a muchos agentes y operadores de Bolsa. Embriagados por su propio éxito, la mayoría de ellos no habían visto un mercado bajista en toda su vida.
William atravesó el parque hasta llegar delante del Dakota. Después, ensimismado, emprendió despacio el camino de regreso.
Quizás aquella sacudida tuviera un efecto benéfico para el mercado. Tal vez era hora de zarandear un poco el sistema, no sólo de la Bolsa, sino de la totalidad de la ciudad.
Lo cierto era que Nueva York en pleno parecía haber olvidado toda moral. ¿Qué se había hecho de las inversiones responsables? ¿Y de la valoración del trabajo y del ahorro? ¿Adónde había ido a parar la vieja ética puritana en el mundo de los bares clandestinos, de los estraperlistas, de los ajustes de cuentas entre bandas y de las mujeres de costumbres licenciosas? La vida era demasiado fácil; todos se habían vuelto demasiado complacientes. Él mismo era tan culpable como cualquiera. No había más que fijarse en Charlie; muy encantador y todo lo que se quisiera, pero situado en lo más bajo, un niño rico consentido. «Y yo soy igual de responsable que él —pensó—, porque le he dejado seguir por esa vía».
¿Qué había que hacer, pues? No tenía ni idea. En todo caso, si aquella pequeña crisis servía para recordar a la gente los fundamentos de la vida, quizá valdría la pena sufrir algunas pérdidas.
En realidad no sabía muy bien a cuánto ascendían las suyas. La agencia de Bolsa debía de haber sufrido un buen revés, pero no estaban desestabilizados. El lunes tendría que repasar los libros de cuentas con sus empleados.
Charlie Master pasó toda aquella semana en la oficina con su padre. Quizá se debiera a algo que había dicho su madre, o tal vez fuera un sexto sentido que le indicaba que algo espectacular iba a producirse allí. Su intuición fue acertada, en cualquier caso, porque los Lunes y Martes Negros de Wall Street fueron acontecimientos que quedaron grabados para siempre en la memoria colectiva.
A lo largo de la semana, el público había leído los periódicos y tras ponderar las tranquilizadoras declaraciones de los banqueros, había sacado su propia conclusión, muy sencilla: había que vender.
El lunes, Charlie fue testigo del desplome del mercado. Ese día el índice Dow Jones bajó más del doce por ciento. El martes fue incluso peor. Si bien la caída de porcentaje fue casi la misma, el volumen de operaciones fue asombroso: más de dieciséis millones de acciones cambiaron de manos. Nadie había visto nunca nada igual. El número de transacciones era tan elevado que las máquinas donde quedaban registradas acumulaban dos horas y media de retraso. Mientras observaba con ansiedad a su padre, Charlie se preguntaba si habría alguna sociedad de Bolsa capaz de resistir aquel desastre.