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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (117 page)

BOOK: Nueva York
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—¡Ahora que tienes dinero —dijo Angelo a Salvatore—, aquí dispones de la oportunidad de ganar aún más!

—Para mí lo alto de un rascacielos ya es altura suficiente —replicó él.

Al final de la comida, Teresa preguntó al tío Luigi si podía hablar un momento con él en privado, sin dar más explicación. Los dos se sentaron en otra mesa y estuvieron enfrascados en un diálogo durante casi un cuarto de hora. Cuando acabaron, ella se levantó y le dio un beso al tío Luigi.

—Ha sido muy agradable tener una verdadera conversación con tu tío —comentó al volverse a sentar con ellos—. Es muy sabio.

Después, Teresa anunció que debía volver a casa. Como el tío Luigi pidió a Angelo que le hiciera un recado, Salvatore acompañó a las dos chicas a la estación. Al darle el beso de despedida a Teresa, la miró con aire interrogador, pero ella sólo respondió con una amable sonrisa.

—Volveré pronto —prometió.

El miércoles, el tío Luigi tenía la tarde libre, de modo que decidieron ir a comer fuera juntos. Hacía un día espléndido y Salvatore disfrutaba trabajando rodeado de un despejado cielo azul. El gran depósito de agua situado en la terraza del edificio iba a quedar rodeado de paredes adornadas con magníficos paneles de colores. El capataz tuvo el detalle de enseñarles los grandes mosaicos que habían llegado esa mañana. En dos de ellos se representaba al dios Mercurio, pero el más espectacular era el enorme rectángulo verde en cuyo centro lucía un rojo sol flanqueado por dos grifos de alas doradas. Angelo quedó embelesado contemplándolo.

Cuando llegaron a casa, no obstante, Angelo se quejó de cansancio. Salvatore lo observó con preocupación, pero él le aseguró que no era nada.

—Saldremos nosotros dos —dictaminó el tío Luigi—. Él se quedará a descansar. No volveremos tarde.

Encontraron un restaurante popular cerca del Greenwich Village, con sitio libre. Ambos eligieron lomo y el tío Luigi pidió además vino tinto. Mientras comían la carne, el tío comentó las últimas novedades relativas a los aviadores.

—Los franceses despegaron de París el domingo. Los vieron sobrevolar el Atlántico desde Irlanda. Desde entonces no se sabe nada.

—Deben de haberse hundido en el océano.

—Unos hombres valientes, sí señor —elogió el tío Luigi. Después observó con actitud pensativa a Salvatore—. Y tú, ¿eres valiente, Salvatore?

—No lo sé —reconoció éste.

—Supongo que nunca lo sabemos hasta que no nos ponen a prueba.

Pidieron flan de postre. Mientras lo tomaban, el tío Luigi volvió a adoptar el mismo aire reflexivo.

—Dime, Salvatore, ¿tú quieres a Teresa? —preguntó.

—Sí —respondió.

—¿Y crees que ella te corresponde?

—No estoy seguro. Creo que sí.

—Pues sí, te quiere, Salvatore. Ella misma me lo dijo.

—Estupendo.

—Sí. Pero tengo malas noticias. Es posible que no pueda casarse contigo. Por eso habló conmigo. Está muy angustiada y no sabe qué hacer.

—¿Es por sus padres?

—No.

—¿Está enferma? Yo cuidaría de ella.

—No. Tienes que ser valiente, Salvatore. Se ha enamorado. —El tío Luigi abrió una pausa—. Es algo muy difícil para ella. Ella no buscaba ese amor, que le llegó por sorpresa. Ha procurado resistirse a él, pero ahora cree que no puede casarse contigo siendo sincera. —El tío exhaló un suspiro—. Es una mujer honrada, Salvatore, que no quiere causarte dolor. Yo la admiro.

Salvatore guardó silencio un momento.

—Eso lo explica todo —dijo, cabizbajo—. ¿Quién es el afortunado? —preguntó por fin.

—Tu hermano. Angelo.

Salvatore se quedó estupefacto al ver la rapidez con que se desarrollaron los acontecimientos a partir de entonces. Al principio pasó unas horas aturdido, y después experimentó una gran rabia. No era sólo porque se sintiera dolido, ni tampoco porque la mujer a la que quería hubiera preferido a su hermano. Lo que más le enojaba era que su propio hermano pequeño, con la connivencia de su tío, lo hubiera puesto en ridículo.

El resto de la verdad no tardó en salir a la luz. El tío Luigi le había hablado a Angelo de los sentimientos de Teresa mientras Salvatore la acompañaba a la estación. De ello se desprendía que Angelo había trabajado a su lado durante tres días sin decir ni una palabra. Lo habían traicionado.

—Debes comprender —alegaba el tío Luigi— que Teresa me confesó sus sentimientos a mí, pero no a Angelo. Era yo quien tenía que hablar con él para averiguar si su amor era correspondido. Yo descubrí que sí. Él la quería, sin ninguna duda, pero según su modo de ver, ella te pertenecía a ti. Estaba desconsolado, perdido. No sabía qué hacer. Fui yo quien le indiqué que no dijera nada hasta que yo hubiera hablado contigo.

Salvatore escuchó aquellas explicaciones, pero para él no alteraron la realidad. Angelo le había robado la novia y le había mentido. Durante días apenas pudo soportar ver a su hermano. En el trabajo se colocaban en diferentes cuadrillas para evitarse. Pasaban el menor tiempo posible en la casa y cuando coincidían allí, Salvatore no le dirigía la palabra.

—¿Quieres que me vaya? —le preguntó Angelo al cabo de unos días.

—¿Para qué? —contestó, encogiéndose de hombros, Salvatore—. De todas maneras te vas a marchar pronto.

El fin de semana siguiente, Angelo desapareció. Estaba claro, con todo, que había ido a Long Island. Salvatore se quedó en la ciudad. Cuando regresó no dijo nada, pero al día siguiente el tío Luigi le dio a Salvatore una carta de Teresa que había traído Angelo. Con innumerables expresiones de afecto, ella manifestaba la esperanza de que pudiera perdonarla, de que comprendiera, de que pudieran seguir siendo amigos. Aunque estuvo a punto de hacer trizas la carta, al final la guardó, asqueado, en un cajón.

—Puede que me vaya a California —confesó al tío Luigi.

—Me sentiré muy solo —señaló éste. Le dijo, con la intención de que le sirviera de consuelo—: Debes comprender, Salvatore, que aparte de mí y las partes interesadas, nadie sabía que eras tú quien cortejaba a Teresa. Nadie dijo nunca nada. No ocurrió nada. Lo único que sabe todo el mundo es que Teresa trabó amistad con dos hermanos y que se va a casar con uno de ellos. No es una deshonra, no has quedado con una
brutta figura
.

Al principio no le pareció gran cosa, pero con el paso de las semanas consideró que era algo.

Lo que también lo llenó de asombro fue la rapidez con que la familia de Teresa pareció aceptar a Angelo. Decidieron que se trasladaría a Long Island sin demora. Le iban a montar una pequeña empresa de pintura de casas. Aparte, también iba a dibujar letreros para tiendas y hacerse cargo de otros proyectos decorativos. De lo que no cabía duda era de que, con lo bien relacionada que estaba la familia en aquel lugar, tendría enseguida muchos encargos.

—Creía que no le gustaba trabajar por encargo —señaló al tío Luigi.

—Ah, pero es que ahora se va a casar —adujo el tío—. Me dijo que cuando se puso enfermo empezó a darse cuenta de que no podría ganarse siempre la vida como albañil. Además, con aquellos trabajos que hizo disfrutó más de lo que pensaba. Hay que adaptarse en la vida —sentenció el tío con enfático ademán—. Un hombre debe aceptar las responsabilidades que le caen.

Tal vez lo que más asombro causó a Salvatore fue la manera como parecía comportarse Angelo con su novia. Llevaba un par de semanas viviendo en Long Island cuando volvió para recoger sus cosas. En aquella ocasión, Salvatore se decidió a dirigirle la palabra, y cuando apuntó que tal vez Teresa preferiría vivir en la ciudad un día, Angelo sacudió la cabeza, sonriendo.

—No —contestó con calma—, en eso se engaña a sí misma. Yo haré que se quede en Long Island.

A Salvatore le costaba creer que fuera su hermano menor el que hablaba.

Tuvo que transcurrir aún más tiempo, pero después de aquello, poco a poco fue reconociendo que, aunque fuera duro de aceptar y por más humillante que resultara, Teresa, sus padres y el tío Luigi habían estado acertados en su decisión.

Era su hermano el que tenía talento. Era su hermano el que estaría contento trabajando con la cabeza y no con las manos. Era Angelo el que permanecería en una oficina, leyendo cartas, ocupándose de las cuentas, mientras él, Salvatore, viviría al aire libre. Pese a los diez mil dólares que ahora poseía, no sería él sino Angelo el que se convertiría en empresario. El destino era cruel, pero no se podía nada contra él.

La boda tuvo lugar el segundo domingo de junio, en Long Island. Como era comprensible, Salvatore no quería hacer de padrino, de modo que el tío Luigi tuvo el detalle de pedirle a Giuseppe que cumpliera el papel. Fue una gran celebración. Los Caruso habían invitado a algunos amigos residentes en la ciudad y la familia de Teresa congregó a la mitad de la población de la zona… con lo que quedó demostrada con creces su importancia en la comunidad.

La ceremonia tuvo su lado doloroso para Salvatore. Cuando vio a Teresa y lo guapa que estaba, el corazón le dio un vuelco. Observándola, atenazado por la angustia del amor, se preguntó cómo podía haber ocurrido aquello.

En cuanto a su hermano menor, cuando lo vio, al principio no lo reconoció. Se había cortado el pelo y se había dejado bigote. Su cara, más delgada que la de sus hermanos, ya no presentaba un aspecto delicado sino varonil, apuesto. Cuando acudió a saludar a Salvatore, parecía que se moviera con la misma gracia y aplomo de un bailarín.

De nuevo, entre su congoja, tuvo que admitir lo que era justo: que Teresa y su familia habían demostrado una gran sabiduría. Habían elegido a la única persona de la familia que salía fuera de lo común, la que tenía la capacidad de crecer, y a su manera, con humildad, iban a ayudarlo a acceder al éxito. Pese a sus celos, no dejaba de reconocer la verdad.

—Estoy muy orgulloso de ti —susurró con toda sinceridad a Angelo, al tiempo que lo abrazaba.

Después de la misa, todos se dirigieron a pie a la casa de la familia de Teresa. Al tratarse de una boda italiana, el padrino aguardaba en la puerta con una enorme bandeja cargada de bebidas a fin de que todos pudieran brindar por los novios. Después, pasaron ante la mesa donde estaban sentadas las madres, detrás de las mujeres que detallaban los regalos traídos por los invitados.

La familia, naturalmente, ya había entregado los regalos a la pareja. La amplia parentela de Teresa los había inundado de presentes y, aunque la familia de Angelo no podía equipararlos, su honor quedaba preservado gracias a la fina vajilla de porcelana ofrecida por el tío Luigi y al regalo que había enviado, junto con una gran fotografía firmada, el mismísimo Caruso, el tenor. Todo aquello se exponía a la vista de los invitados. Salvatore había pensado mucho en cuál debía ser su regalo. Al final compró un hermoso jarrón de cristal que colocaron junto a la vajilla del tío Luigi.

Durante el baile, la novia llevaría además un bolso de seda en el que los hombres pondrían dinero.

La mesa era algo distinto. Allí, los invitados deudores de la familia presentarían sus regalos a la vista de todos y las ayudantes dejarían constancia de ello por escrito, con una nota de su valor. ¡Ay del invitado que no estuviera a la altura! Todo el mundo se enteraría de que había ofrecido algo barato… y quedaría con una
brutta figura
.

Puesto que él pertenecía a la familia, no se esperaba que se detuviera en la mesa. Al llegar a ella se paró, sin embargo, y dio su nombre a las ayudantes.

—Querría añadir otro regalo al que ya di —anunció en voz baja—. Es para mi hermano Angelo, al que quiero mucho, en el día de su boda.

Luego sacó del bolsillo un papel que dejó en la mesa. Las mujeres contuvieron una exclamación. Era un cheque por un valor de cinco mil dólares.

El segundo lunes de junio de 1927 en la ciudad de Nueva York se produjo un gran acontecimiento. Durante la primera mitad del mes de mayo se habían llevado a cabo operaciones de búsqueda de los dos arrojados aviadores franceses que habían desaparecido en su avión después de emprender la travesía del Atlántico. Nadie los había vuelto a ver, pero los rumores que habían circulado, según los cuales se habían oído ruidos de un motor de avión sobrevolando Newfoundland y Maine, habían reavivado las esperanzas. De todos modos no se encontró nada y, fuera cual fuese su paradero, estaba claro que no habían llegado a Nueva York.

El 20 de mayo, sin embargo, un joven americano del que nadie había oído hablar logró despegar de Roosevelt Field, en Long Island, en un monoplaza de un solo motor al que puso por nombre
Spirit of Saint Louis
. En la noche del día siguiente, tras volar entre la lluvia, el viento y la niebla, en ocasiones sobre las nubes y en otras a escasos centímetros de las olas del Atlántico, el joven llegó al aeropuerto parisino de Le Bourget, donde a pesar de la hora se había reunido una multitud de 150.000 personas para darle la bienvenida. A partir de ese momento el joven Charles Lindbergh se convirtió en una celebridad internacional. Aun cuando habían perdido a dos de sus héroes nacionales ese mismo mes, los franceses acogieron con gran afecto al joven americano. En el Quai d’Orsay, haciendo caso omiso a todo protocolo, el ministro de Asuntos Exteriores hizo ondear la bandera americana. El presidente de Francia concedió a Lindbergh la Legión de Honor.

Ahora que Lindbergh había regresado a Estados Unidos, el alcalde Walker de Nueva York no podía perder aquella oportunidad. El lunes 13 de junio, Charles A. Lindbergh fue honrado con un desfile multitudinario.

Salvatore y el tío Luigi lo contemplaron juntos a su paso por la Quinta Avenida. La gente lanzaba sonoros vítores a su paso. El tío Luigi estaba especialmente emocionado.

—¿Sabes cuándo se celebró el primer desfile de esta clase? —preguntó, alzando la voz, a Salvatore.

—No —reconoció éste—, pero estoy seguro de que tú me lo vas a decir.

—En 1886, para celebrar la entrega de la Estatua de la Libertad. Fíjate, la estatua fue un regalo de Francia y ahora que Lindbergh realiza el primer vuelo directo a París, le dispensamos el mismo honor.

—Ya entiendo.
Vive la France
.


Essattamente
.

Mientras regresaban a casa, Salvatore observó a su tío con afecto. Aunque ya tenía más de sesenta años, mantenía la misma curiosidad y entusiasmo por el mundo que manifestaba a los treinta. «Vive para siempre —pensó Salvatore—, porque me sentiría muy solo sin ti».

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