—Espero, Charles, que no vaya a haber una redada —dijo la mujer—. Sería de lo más embarazoso.
El joven se echó a reír, asegurándole que no tenía de qué preocuparse, pero ella seguía intranquila.
Entonces Salvatore vio con asombro cómo Paolo se inclinaba hacia la otra mesa.
—Disculpe, señora —dijo con una voz melosa que Salvatore nunca le había oído—, pero creo que puedo sacarla de su inquietud.
Salvatore lo observaba, estupefacto. Nunca había visto actuar a su hermano de ese modo. El Paolo que conocía desde su infancia, que aún hablaba con residuos de acento italiano, había desaparecido de repente, sustituido por un elegante individuo que habría podido pasar por un abogado de clase alta.
—Ah —dijo, complacida, la dama—, me encantaría.
—Le daré dos motivos para que esté más tranquila. El primero es que, si la policía fuera a realizar una redada en este establecimiento, yo ya estaría al corriente. El segundo es que, dos mesas más allá, se encuentra el alcalde de Nueva York.
El marido miró hacia la mesa en cuestión y después de dispensar una calurosa sonrisa a Paolo estalló en carcajadas. Allí estaba, en efecto, ni más ni menos que James J. Walker, el simpático alcalde irlandés de Nueva York, que se comportaba en todo según le apetecía, ya fuera en cuestiones de vino, mujeres o canciones.
Tras dedicar una sonrisa a la dama y un respetuoso saludo con la cabeza al alcalde, Paolo se levantó para irse.
—¿De veras habrías sabido que iban a hacer una redada? —preguntó Salvatore, una vez se hallaron en la acera.
—Claro que sí, chico. Los polis están todos en la pomada… Lucky Luciano paga más de diez mil dólares a la semana a la policía. —Rio entre dientes—. Esa señora tenía un bonito collar de perlas, fuera quien fuese.
—Ahora he caído en la cuenta —dijo Salvatore—. Ya sé quién es.
—Vaya, cada vez que nos llevas a comer fuera, siempre es una aventura —señaló Rose a Charlie.
Era una queja y, precisamente por eso, Charlie reaccionó con risas.
La última vez que llevó a sus padres a un sitio fue al hotel Algonquin. A ellos les pareció muy bien. Al fin y al cabo, quedaba a unos pasos de la Quinta Avenida, en la calle Cuarenta y Cuatro Oeste. El Harvard Club estaba muy cerca y, lo que era aún mejor, el Yatch Club de Nueva York, aquel nexo que mantenían con los veranos maternos en Newport, tenía su magnífica sede casi al lado.
—Debo de haber pasado cerca de aquí cien veces y nunca se me había ocurrido entrar —comentó su madre.
El rasgo distintivo del Algonquin era la gran mesa a la que se reunían todos los días las figuras literarias de la ciudad. Charlie les señaló los escritores Benchley y Sherwood, la crítico Dorothy Parker y Ross, que acababa de fundar su revista
The New Yorker
ese año. Rose quedó especialmente complacida por haber visto a Ross. La gente comenzaba a hablar del
New Yorker
.
En el local clandestino, Charlie también observó a los presentes por si veía a algún personaje destacado aparte del alcalde.
—Ésa es Edna Saint Vincent, la poetisa —dijo apuntando hacia una mujer de asombrosa belleza que estaba sentada en una esquina—. Ganó un premio Pulitzer.
Estuvo tentado de añadir que le gustaba acostarse con personas interesantes de ambos sexos, pero renunció. Ya tenía bastantes complicaciones con su madre. Rose Master no aprobaba las aspiraciones de Charlie a ser escritor, y él lo comprendía.
—Está muy bien eso de comprar cuadros —le dijo un día cuando era niño—, pero la gente como nosotros no los pinta.
Con lo de la escritura era lo mismo. Un profesor podía escribir sobre cuestiones de historia, por supuesto; un caballero rentista podía escribir sus memorias. Durante la guerra, un miembro de la distinguida familia Washburn había trabajado incluso como corresponsal de guerra para el
Times
de Londres. Eso era diferente, pero vivir de alquiler en Greenwich Village, tener amigos poco recomendables y merodear por Tin Pan Alley intentando escribir obras de teatro y canciones era una indignante manera de desperdiciar el tiempo para un joven que lo tenía todo en la vida. En una ocasión en que Charlie confesó a su madre que le gustaría escribir como Eugene O’Neill, Rose quedó apabullada.
—Pero si es un borracho —se indignó—. Y sus amigos son comunistas.
Charlie también sospechaba que su madre no sólo temía que adoptara de forma permanente un estilo de vida bohemia, sino que no llegara a ganarse bien la vida.
Curiosamente, su padre había sido su aliado secreto. William le había dado un empleo en su oficina, pero con muy poco trabajo; en realidad sólo le exigía que pasara allí unas cuantas horas al día.
—Ganar dinero es bastante aburrido en realidad —había reconocido William—. Yo disfruto mucho más con mi coche.
Aunque seguramente hablaba en serio, Charlie sospechaba que su padre debía de estar ganando una fortuna, que sin duda se sumaría a la que ya había heredado.
A la mayoría de gente que conocían parecía irles bien, ya que la recesión que se había producido después de la guerra había sido breve. Justo después, en Nueva York habían comenzado los locos Años Veinte.
Aquélla fue una época estupenda para los neoyorquinos. Devastada por la guerra, Europa seguía postrada. El Imperio británico estaba gravemente debilitado. Londres seguía siendo un gran centro financiero, pero Nueva York era ahora más rica y poderosa. Por todo Estados Unidos, al amparo de la legislación contra las grandes corporaciones y otras medidas proteccionistas, florecían las empresas modestas. Las industrias y las ciudades se hallaban en plena expansión. No obstante, Nueva York era el centro financiero a través del cual circulaba toda aquella nueva riqueza. En Wall Street la gestionaban, la comercializaban en Bolsa y hacían subir los precios. Los agentes de Bolsa se enriquecen cuando hay compraventa de acciones, y los especuladores se enriquecen aún más. William Master especulaba, pero su negocio principal era la agencia de Bolsa, que para aquel entonces era casi de su exclusiva propiedad.
Charlie sospechaba que la tolerante actitud de su padre con respecto a sus aspiraciones literarias debía de obedecer a dos motivos. El primero era que más valía mantener controlado con afabilidad a su hijo que pelearse con él. El segundo, que la familia tenía ya tanto dinero que de todas formas no importaba demasiado.
Charlie estaba contento. Le encantaba el Village, con su ambiente íntimo, sus teatros, sus escritores y artistas. Aceptaba el modesto sueldo que le pagaba su padre y nunca pedía nada más. Aparecía en casa para las reuniones sociales si su madre quería, y en tales ocasiones se mostraba encantador con los invitados, que lo encontraban divertido y lleno de ingenio. Si había escrito alguna canción para los editores de música de la Tin Pan Alley, les parecía magnífico, y también prometían acudir a ver su obra de teatro cuando la pusieran en escena.
—Los jóvenes llevan una vida tan apasionante hoy en día… —comentaban.
Luego estaba la cuestión de Peaches. Sus padres la acababan de conocer, y su madre aún la observaba con cierto recelo.
—Qué anillo más bonito —le dijo por fin.
Peaches llevaba un vestido corto y un elegante abrigo con cuello de piel, que se había desabotonado antes de sentarse. Lucía un moderno corte de pelo estilo paje bajo un sombrero de campana y unos labios pintados de rojo oscuro. Mientras el camarero iba a buscarles las bebidas, había sacado una boquilla en la que encajó un cigarrillo y después de aspirar una larga calada tuvo el detalle de exhalar el humo por encima de la cabeza de Rose. El anillo era una elegante pieza art déco con un par de granates engastados en una filigrana de oro blanco. De hecho, los granates tenían el mismo tono que el pintalabios.
—Me lo hizo un amigo —explicó—. Es buenísimo.
A Rose no le gustaban aquellas chicas modernas, que parecían varones con aquellos cortes de pelo y llevaban las faldas demasiado cortas. Antes de la guerra, el atuendo al estilo Gibson Girl, con las blusas y faldas ribeteadas que producían las fábricas como la Triangle Factory, evocaba una nueva libertad de la mujer. El fin de la guerra les había procurado, en todo caso, una libertad real: el derecho al voto. Para Rose, no obstante, la libertad iba emparejada con la responsabilidad, y esas
flappers
pensaban, por lo visto, que podían ser libres también en las cuestiones de moralidad. Fumaban y bailaban el charlestón; muchas hasta practicaban el amor libre, y parecía que las había por todas partes.
No le sorprendía que Charlie hubiera entablado relación con una de ellas, pero, como de costumbre, se había llevado una decepción con él.
—¿De dónde eres? —preguntó a la chica, considerando que se trataba de algo simple y sin complicaciones.
—De Londres —contestó ella con aire de tedio. Charlie, no se sabía por qué, parecía encontrarlo muy divertido—. De París también —añadió—. Después estuve en Washington.
—¿Te gustó Washington? —inquirió Rose con frialdad.
—Era aburrido.
—¿Y dónde conociste a Charles?
—En un bar clandestino. Estaba medio piripi.
—Estaba como una cuba —puntualizó alegremente Charlie.
—Pero ya vi que no era ningún zopenco —agregó, en son de elogio, Peaches.
—Sólo soy un poco plasta —dijo Charlie.
—Gomoso, sí.
Rose detestaba la manera de hablar que tenían esos jóvenes. Ya había oído antes aquellas expresiones, por supuesto; se creían muy listos usándolas. También comprendió que Peaches no había vivido ni en Londres ni en París, ni siquiera en Washington probablemente, y que aquélla era su manera de darles a entender que no tenía intención de responder a ninguna pregunta si no le apetecía.
—¿Trabajas en la ciudad? —preguntó Rose.
—En el campo de la música.
William Master se decidió a intervenir entonces. Le gustaban los musicales de Broadway. La semana anterior, precisamente, había asistido al estreno de
Los cuatro cocos
de Kaufman, protagonizada por los hermanos Marx. Cuando le preguntó a Peaches si la había visto recibió la recompensa de una sonrisa.
—Es buena —reconoció.
—¿Crees que tendrá aceptación?
—Sí. Después harán una gira. Los Gershwin también estrenan una obra este mes.
—Sí,
Tip-Toes
. Tenemos entradas. ¿Queréis venir con nosotros?
La propuesta suscitó otra sonrisa por parte de la chica.
—Iremos —anunció Charlie—. Cuando papá fue a ver el concierto de
Rhapsody in Blue
el año pasado —relató a Peaches— dijo que era la pieza musical más bonita que había escuchado nunca.
—Es buena. —Luego se volvió hacia William—. No me sentaría mal otra bebida.
—¿Te gusta beber? —señaló Rose.
—Siempre lleva una petaca encima —explicó alegremente Charlie.
Rose lanzó una mirada al bolsito que llevaba Peaches. Era demasiado pequeño para contener algo más que un pintalabios y una polvera. Al advertirlo, Peaches se echó a reír.
—Aquí no —dijo. Entonces se puso de pie y se levantó la falda. A media altura de los muslos había una liga y, metida entre ésta y la media, una petaca de plata—. Aquí —precisó.
Rose la observó sin dar crédito a lo que veía. También reparó en que su marido miraba el muslo de la chica, y no con aire reprobador.
—Me alegro, querida, de que sea en un sitio discreto.
Rose esperó a encontrarse a solas con su marido para hablarle con franqueza.
—Es hora de que le des a Charlie un poco de trabajo —propuso con contundencia.
A principios del mes de junio, Salvatore llevó a Angelo a Coney Island. Quien hubiera estado en aquel lugar medio siglo atrás, cuando era un pueblo costero, se habría quedado estupefacto al verlo ahora. Primero llegó un carrusel, después una montaña rusa, después teatros de vodevil y parques de atracciones. A fines del siglo XIX, en un día de verano podían pasar por allí más de cien mil personas. Incluso se podía ir en metro hasta Coney Island ahora.
Hacía un día cálido. Angelo quedó encantado con el lugar. Pasearon por la primera línea de mar, donde estaba el hotel Brighton Beach, y después por el Oriental Boulevard. Mientras tomaban unos helados, Salvatore animó a Angelo a mirar a las chicas que se bañaban.
Se encontraban cerca de las deslumbrantes luces de un centro de atracciones cuando reparó en dos muchachas. Parecían italianas, aunque no estaba seguro. Una de ellas era demasiado alta para su gusto, pero la otra le llamó la atención. El tono bronceado de su cara daba pie a pensar que tal vez vivía en una granja. Llevaba un vestido de algodón. No tenía los pechos grandes, pero sí firmes y unas piernas bonitas, recias, como a él le gustaban. El pelo, castaño, lo llevaba recogido en un moño, y tenía una mirada afable.
Se puso a caminar con disimulo con Angelo y luego se detuvo junto a ellas, como si dudara adónde iba a ir a continuación. La chica lo miró y sonrió, aunque no de manera provocativa. Después se volvió hacia su acompañante.
—Pues si no quieres ir a la montaña rusa —le dijo en italiano—, podríamos entrar aquí.
Salvatore esbozó una sonrisa y luego se dirigió a ella en italiano.
—A mi hermano le da miedo la montaña rusa —mintió.
—A mi prima le pasa lo mismo.
—Quizá si fuéramos los cuatro se sentirían más seguros.
La muchacha le dedicó una ojeada, como para cerciorarse de que era de fiar y luego consultó con la mirada a su prima, que se encogió de hombros.
—
Andiamo
—aceptó—. Me llamo Teresa —se presentó.
—Yo Salvatore. ¿Eres italiana?
—Casi. —Soltó una carcajada—. Albanesa, de Inwood.
Salvatore quedó desconcertado un momento. Inwood, en la punta de Manhattan, era un barrio principalmente irlandés y judío. Luego se acordó. En Long Island había otro Inwood, en el lado oriental de Jamaica Bay. Sabía que los albaneses se habían visto obligados a huir de su país durante siglos. En el sur de Italia había enclaves de población albanesa que hablaban un dialecto albanés meridional llamado tosco. En Inwood, Long Island, había una numerosa comunidad de italo-albaneses.
Teresa y Salvatore se fueron pues juntos con la prima y Angelo a la montaña rusa. Después subieron a los autos de choque, visitaron el pequeño hipódromo que había en el lugar y, al volver, comieron salchichas en el Nathan’s y después entraron en un salón de baile.