—Se pondría furioso. Pero no se va a enterar.
—¿Y James?
—Igual, supongo, pero tampoco lo va a saber.
Para las autoridades británicas, el comercio en el sentido inverso era ilegal. Los comerciantes leales de Nueva York no debían suministrar nada a los rebeldes, pero nadie prestaba demasiada atención a esa actividad. Los negociantes británicos ofrecían sin escrúpulos a los patriotas de la parte septentrional de la región todos los lujos que estaban en condiciones de pagar. Puesto que se trataba de algo ilegal si a uno lo sorprendían in fraganti, casi todos tomaban sus precauciones. Susan pagaba a los guardias del punto de control cuando salía de la ciudad.
Master, en cambio, se había acogido en ese aspecto a su anticuado sentido de la lealtad y, aunque sabía perfectamente lo que Susan hacía, siempre se había negado a participar en la venta de suministros a los patriotas. Por eso Abigail se quedó muy asombrada con la conversación que tuvo lugar en la biblioteca de su padre un día de septiembre.
Grey Albion estaba fuera. El día anterior, para agradecerle todos los cuidados que le había dispensado, le había hecho dos magníficos regalos. Uno era un chal de seda, elegido expresamente para ir a juego con uno de sus vestidos preferidos; el otro era una edición, de hermosa cubierta, de
Los viajes de Gulliver
, un libro que ella le había comentado en una ocasión que le gustaba. Había quedado complacida y emocionada por las evidentes molestias que se había tomado Albion, quien esa mañana salió para ir al fuerte a ver al general Clinton, y no lo esperaban hasta más tarde. Como Weston estaba en la escuela, Abigail y su padre se encontraban solos cuando llegó Susan.
Ese día había acudido a la ciudad con tres carros. Su padre aceptó acompañarla enseguida para realizar las gestiones para la venta de los productos.
—Tengo reservas de seda y excelente vino y coñac en el almacén —anunció, provocando la estupefacción de Abigail—. ¿Crees que podrías vendérmelos a tu regreso?
—Por supuesto —accedió, riendo Susan.
—¡Padre! —exclamó Abigail, indignada—. Pero ¿cómo vas a proveer a los patriotas?
—No hay motivo para dejar inservibles las mercancías en el almacén —repuso su padre, con un encogimiento de hombros.
—Pero ¿y si el general Clinton se enterase?
—Esperemos que no se entere.
Por el tono empleado por su padre, intuyó que, por algún motivo, se había producido un cambio en el alma de su padre.
Acababa de dejar a su padre y a Susan en la biblioteca cuando, al salir al vestíbulo, vio a Grey Albion. No le había oído llegar. Estaba parado, con aire pensativo. Se sonrojó, invadida por el temor de que hubiera oído lo que acababan de decir y, tras murmurar una excusa, volvió a la biblioteca para avisar a su padre de su presencia. Cuando regresó al vestíbulo, Albion se había ido.
Pasó el resto del día preguntándose qué haría Albion si los había oído. ¿Se sentiría obligado a informar al general Clinton? ¿Fingiría no saber nada? En cualquier caso, ella sólo podía aguardar para ver qué ocurría.
Por la tarde se puso bastante nerviosa cuando oyó que le pedía a su padre mantener una entrevista a solas con él. Los dos se encerraron en la biblioteca y permanecieron un rato adentro, hablando en voz baja. Albion salió con expresión grave, pero no dijo nada. Cuando le preguntó a su padre si Grey había sacado a colación la cuestión de las ventas ilegales, éste sólo le contestó:
—No preguntes.
Puesto que a lo largo de los días siguientes nadie planteó quejas contra su padre, supuso que el asunto había quedado resuelto.
Poco después, Albion volvió a incorporarse a sus funciones. El general Clinton lo integró en el Estado Mayor, de modo que aún estuvo más ocupado que antes. Quizá se debiera sólo a que estaba preocupado, pero Abigail tenía la impresión de que, después de darle tan gentiles muestras de agradecimiento, Albion estaba poniendo ahora cierta distancia entre ambos, y aun sabiendo que era injusto, no pudo evitar reaccionar con un sentimiento de irritación.
En la casa reinaba un ambiente algo sombrío. Habían recibido noticias de que el gobernador patriota había confiscado las granjas de Master. Pese a que era algo previsible, supuso un duro golpe para todos.
Las noticias llegadas del otro lado del océano eran peores.
—Parece que toda Europa está aprovechando la ocasión para atacar el Imperio británico ahora —les explicó Albion—. Francia ha convencido a España para que se sume a ellos. Las flotas francesa y española se encuentran en el Canal de la Mancha y se espera que ataquen Gibraltar. Los españoles van a tomar sin duda la ofensiva contra nosotros en Florida. Los holandeses también están en contra nuestra, y en cuanto a los alemanes y los rusos, se conforman con quedarse al margen, contentos de ver cómo perdemos.
El colmo de la ofensa fue que, utilizando barcos suministrados por Francia, el corsario americano John Paul Jones tuvo la desvergüenza de efectuar incursiones en las costas de la propia Bretaña.
Había llegado un nuevo contingente de soldados británicos.
—Pero la mitad están enfermos —se lamentó Albion—. Ahora tenemos que evitar que contagien a los demás.
Durante las dos semanas posteriores, Abigail apenas lo vio.
—Voy a ir a un baile con otros oficiales, señorita Abigail —anunció Albion sobriamente una tarde, a comienzos de octubre—. Querría saber si nos haríais el honor de acompañarnos.
Aquellos encuentros, denominados Asambleas de la Guarnición, tenían lugar un par de veces al mes en el gran salón de la taberna de la Ciudad, en Broadway. Su padre la había llevado alguna vez. Como la invitación vino en ese caso directamente de él, se quedó sorprendida, dudando.
—Tal vez debería advertiros —se apresuró a aclarar él— que es posible que este baile no sea de vuestro agrado.
—¿No? ¿Y por qué?
—Es lo que llaman un baile etíope.
Abigail lo miró con cara de asombro.
En los seis meses anteriores se había producido otra novedad en Nueva York. La tendencia se había iniciado cuando, con intención de minar la posición de los patriotas, el general Clinton proclamó que todos los negros alistados en las fuerzas patriotas que desertaran podrían instalarse en la ciudad de Nueva York como personas libres y dedicarse a cualquier trabajo o actividad que eligieran. La respuesta había sido superior a las expectativas, hasta el punto de que el mismo general había confesado a Master que tal vez tendrían que poner límites a aquella oleada.
La medida había enfurecido, en todo caso, a los patriotas. Los de Long Island padecieron ya las consecuencias cuando los esclavos fugitivos explicaron a los miembros de las partidas de incursión británicas dónde tenían escondidos sus bienes de valor. En frente de Staten Island, en el condado de Monmouth, una brigada capitaneada por un osado oficial negro, el coronel Tye, tenía aterrorizadas a las fuerzas patriotas.
—Estos malditos británicos están volviendo a promover revueltas de esclavos —protestaban.
En la ciudad, no obstante, la operación había dado resultados interesantes.
—He encontrado un carpintero y un empleado de almacén que necesitaba —se congratuló Master.
—Y nosotros tenemos más soldados, que también nos hacían falta —había informado Albion.
En Broadway habían acondicionado cuarteles adicionales para ellos.
La influencia más destacable se dejó sentir, sin duda, en la vida social de la ciudad. Un paradójico rasgo del Imperio británico era que pese a ser la principal potencia en el tráfico de esclavos y utilizarlos masivamente en las plantaciones de azúcar, en el territorio de Inglaterra apenas habían visto un esclavo. Para Albion y los otros jóvenes como él, los negros libertos de Nueva York resultaban una graciosa curiosidad. Organizaban bailes, con bandas de negros que tocaban el violín y el banjo, y para hacer más intrigante el ambiente, les permitían participar también en el baile. Ellos lo consideraban muy divertido y exótico.
—No estoy seguro de que vuestro padre dé su aprobación.
Algunos leales conservadores habían expresado quejas por la afluencia de negros libertos a la ciudad. Master, no obstante, integraba la comisión de la iglesia Trinity, que mantenía su antigua tradición de procurar escolarización a los hijos de la comunidad negra.
—Será un placer acompañaros —dijo Abigail, con un levísimo asomo de desaprobación.
Fue su padre quien propuso que Hudson y su esposa acompañaran a la comitiva de jóvenes. Como el acto tenía lugar a corta distancia, decidieron ir a pie.
El lugar estaba muy concurrido. La mitad de los presentes eran negros, una proporción muy baja eran civiles de la ciudad y el resto eran oficiales británicos con sus acompañantes. La sala resplandecía alumbrada por un millar de velas. Pese a las dificultades para encontrar comida, había una espléndida oferta de refrigerios. La banda era excelente y el baile se desarrollaba según las pautas habituales, con la diferencia de que se prescindió del formal minueto inicial y tampoco nadie estaba de humor para tratar de ejecutar un cotillón francés. Los asistentes pasaron directamente a las gigas, bailes escoceses, bailes en cuadrilla y bailes regionales. Las canciones eran populares y animadas, y Abigail observó con placer que pese al animado ambiente, todos se comportaban con decoro.
Tomaron asiento juntos Albion y sus amigos, los Hudson y dos parejas de negros que habían encontrado, y se enzarzaron en una alegre conversación. Abigail felicitó a Hudson por lo bien que bailaba y él le dio las gracias con mucha seriedad.
—¿Y cómo bailo yo, señora Hudson? —preguntó festivamente Albion.
Ella tardó sólo unos segundos en responder.
—Hombre, no está mal… ¡para alguien que sólo tiene una pierna buena!
Todos acogieron con risas la ocurrencia.
—Pues ya tiene la pierna bastante bien para entrar en combate pronto —señaló uno de sus compañeros.
—En efecto —confirmó, sonriente, Albion.
—¿Cómo? —dijo Abigail—. ¿Os vais a ir?
—Sí —corroboró—. Me lo han notificado hoy. El general Clinton va a reforzar las fuerzas del sur y me va a llevar con él, así que es posible que participe en algún combate.
—¿Cuándo os marcháis? —preguntó.
—A finales de mes, creo.
—¡Vamos! —reclamaron los otros—. Es hora de volver a bailar.
Después regresaron todos juntos. Era más de medianoche. Aun cuando en la ciudad se había decretado un toque de queda, aspecto en el cual el general Clinton insistía, no se sabía muy bien por qué, para determinados eventos sociales se aplicaba con tolerancia. Las farolas dispersas en la calle les proporcionaban luz suficiente para encontrar el camino. El matrimonio Hudson caminaba junto y Abigail y Albion iban un poco rezagados. Él le había ofrecido su brazo.
—Deberéis procurar que no os vuelvan a disparar en el sur —le dijo—. No puedo comprometerme a serviros de enfermera dos veces.
—Haré lo posible —respondió él—. Seguramente será muy aburrido, sin combates ni nada.
—Entonces tendréis que entreteneros cortejando a las bellas muchachas sureñas —sugirió.
—Puede. —Calló un instante—. Pero ¿dónde encontraría a otra como vos? —añadió con voz queda.
A Abigail le dio un vuelco el corazón. Eran las mismas palabras exactas. Entonces no había sido un sueño. Quiso dar alguna respuesta desenvuelta, pero no se lo ocurrió ninguna. Siguieron caminando. Al llegar a casa, Hudson abrió la puerta y los hizo pasar al salón. Había un gran silencio. Todos los demás debían de haberse acostado.
—Supongo que el caballero querrá una copa de coñac antes de retirarse —dijo Hudson—. Vuelvo en un par de minutos.
La habitación estaba caldeada. En el hogar quedaba aún un resto de brasas, que Albion aventó en un momento. Ella se quitó la capa y entonces él se volvió.
—No puedo creer que os vayáis —dijo.
—No es que tenga deseos de hacerlo. —La observaba con una clase de afecto que no dejaba margen a confusión.
Ella lo miró y entreabrió los labios mientras él avanzaba y la estrechaba entre sus brazos.
Los minutos pasaron y Hudson no apareció ni por asomo. Sólo se oía el quedo crepitar del fuego en la chimenea mientras se besaban. Pegados con creciente pasión siguieron besándose hasta que Abigail tuvo conciencia de que se habría entregado allí mismo a él de no haber sido porque la puerta se abrió y la voz de su padre proveniente del vestíbulo los hizo separarse con sobresalto.
—Ah, ya habéis vuelto —dijo con naturalidad su padre al entrar, después de unos instantes de preámbulo—. Estupendo. Espero que la fiesta fuera lucida.
—Sí, señor, creo que lo ha sido —dijo Albion.
Después de añadir unas frases de cortesía, se fue a acostar.
Durante el tiempo previo a su partida, Albion estuvo muy atareado. El general Clinton se proponía bajar bordeando la costa de Georgia con ocho mil soldados. Aparte de las ocupaciones que lo retenían en la zona del puerto, Albion a menudo se ausentaba y pasaba días enteros en Long Island y en los diversos enclaves de los alrededores de la ciudad.
El día de su partida llegó de forma inexorable. Tenía previsto despedirse de la familia en la casa para después desfilar con sus hombres hasta los barcos. Antes llevó al salón a Abigail para estar con ella a solas. Una vez allí le tomó la mano y la miró a los ojos con gran afecto y sinceridad.
—Querida Abigail, ¿cómo podré agradeceros nunca todo lo que habéis hecho por mí? ¿O la felicidad de gozar de vuestra compañía? —Abrió una pausa—. Espero que volvamos a vernos, pero la guerra es algo incierto. Por eso, por si acaso no nos volvemos a ver, debo deciros que me llevaré el recuerdo del tiempo que hemos pasado juntos como los más espléndidos momentos de mi vida.
Después le dio un suave beso en la mejilla.
Había hablado con tanta ternura que ella inclinó la cabeza dándole a entender que acogía el gran homenaje que le brindaba. No obstante, había esperado algo más… no sabía muy bien qué.
Más tarde, Abigail y su padre llevaron a Weston al puerto para ver zarpar los barcos.
La Navidad llegó y pasó. Supieron por Susan que James se había trasladado con Washington al campamento de invierno. Hacía un frío glacial. Las tempestades de nieve se sucedían, enterrando las calles. No sólo se heló el río Hudson, sin también el puerto. Nadie recordaba algo semejante, y Abigail se preguntaba con angustia cómo lo estaría pasando su hermano. También en la zona costera del sur hubo grandes tormentas. No se sabía nada de Clinton y su flota.