Albion miró en torno a sí. Parecía que la lucha se había trasladado más allá de la tienda a causa del retroceso de los británicos. No podía esperar ayuda de ellos. Aunque tenía el sable a su lado en el suelo, estaba herido y James iba armado. A menos que James errara el tiro, no tenía ninguna opción, reconoció con un suspiro. Entonces James volvió a hablar.
—Otra cosa más. Tienes que dejar en paz a mi hermana. Debes interrumpir toda correspondencia con ella y no volver a verla más. ¿Entendido?
—Yo la quiero, James.
—Elige.
—¿Y si me niego?
—Dispararé. Nadie se va a enterar.
—No parecen palabras dignas de un caballero.
—No. —James le apuntó a la cabeza—. Elige. Exijo que me des tu palabra.
—Como quieras —concedió Albion tras un instante de vacilación—. Tienes mi palabra.
Con la toma de los reductos, el campamento de Cornwallis quedó expuesto a un bombardeo desde corta distancia. Dos días más tarde, trató de escapar y hacer atravesar el río a sus tropas, pero el mal tiempo se lo impidió. Tres días después de aquella tentativa, el 19 de octubre, no tuvo más remedio que rendirse.
El 19 de noviembre de 1781, a Nueva York llegó un barco proveniente de Virginia. A bordo viajaba ni más ni menos que el propio lord Cornwallis. Mientras sus tropas permanecían retenidas en buques de transporte, el general había negociado la libertad bajo palabra, para poder ir a Londres a rendir explicaciones.
A la espera de la disponibilidad de un navío con destino a Inglaterra, se retiró a una casa de la ciudad, donde se consagró a la correspondencia. En cualquier caso, no había acudido a Nueva York para disfrutar de la vida social. Corría, además, el rumor de que entre él y el general Clinton las relaciones eran tensas. Si Clinton consideraba por su lado que Cornwallis había obrado con precipitación, éste podía replicar que había obedecido instrucciones de Londres y consideraba además que Clinton no le había prestado suficiente apoyo. A raíz del desastre, ambos comandantes acumulaban argumentos en su descargo.
En el mismo barco llegó una carta de James, escrita con afectuoso tono y repleta de noticias. Después de la victoria de Yorktown, Washington se había planteado, por lo visto, una acometida contra Nueva York que podría haber puesto punto final a la guerra, pero el almirante De Grasse estaba impaciente por atacar a los británicos en la zona del Caribe. «De modo que lo más probable será que pase unas cuantas semanas más sentado a las puertas de Nueva York —escribió—, pensando en mi casa y en mi amada familia, que se encuentran en ella». De todos modos, parecía creer que el final de la guerra despuntaba en el horizonte.
A continuación les expuso con brevedad los sucesos de Yorktown y los asaltos de los reductos. John Master entregó la parte siguiente de la carta a Abigail sin pronunciar ni una palabra.
«Y ahora debo daros tristes noticias. Cuando irrumpimos en el reducto, los británicos se defendieron con bravura, en especial un oficial británico al que sólo reconocí cuando cayó, hacia el final del enfrentamiento. Era Grey Albion. Aunque malherido, no estaba muerto, de modo que lo trasladamos en camilla a nuestras filas, junto con los prisioneros que capturamos. Disfrutó de buenos cuidados, pero, por desgracia, tenía pocas posibilidades de recuperarse. Cuando he vuelto al campamento me he enterado, con gran pesar, de que murió hace dos días».
Abigail leyó dos veces el párrafo y después corrió a refugiarse en su habitación.
A comienzos de 1782, Nueva York había recobrado su calma habitual. Cornwallis se encontraba ya en Londres. Pese a que el general Clinton temía que sobre la ciudad se abatiera un masivo levantamiento de milicias americanas, el invierno dio paso a la primavera sin que los patriotas abandonaran sus posiciones. Nadie sabía si la guerra iba a concluir pronto, tal como suponía James, o si por el contrario en Londres se decidiría alguna nueva y audaz iniciativa.
—Tendremos que esperar a ver qué le place decidir al Rey —apuntó con aire de cansancio Master.
En realidad, resultó que el Rey no podía obrar a su placer.
En las elecciones previas, pese a haber tenido que afrontar la oposición de numerosos miembros del Parlamento que estaban descontentos con la marcha de la guerra, el rey Jorge había logrado, a través de los habituales métodos de clientelismo, oferta de ascensos y discretos sobornos, formar una amplia mayoría a su favor. La operación le había representado un desembolso de cien mil libras.
No obstante, incluso en los estados más organizados llega un momento en que ya no es posible comprar los votos, y cuando el Parlamento se enteró de que se había perdido la plaza de Yorktown y de que todo el ejército de Cornwallis había caído prisionero, se desmoronó la mayoría del Rey. Incluso lord North, siempre fiel a su real hermano, tiró la toalla. El gabinete ministerial se vino abajo y hubo que dar entrada a la oposición. Esa primavera los patriotas enviaron cuatro personalidades de alta talla intelectual —Benjamin Franklin, John Jay, John Adams y Henry Laurens— a participar en las negociaciones de paz con las potencias francesa, española, holandesa y británica, cuyos representantes se reunieron en París.
Para Abigail, aquél fue un periodo de aflicción. Con frecuencia pensaba en Albion. Más que una suerte, fue una auténtica bendición el que tuviera que ocuparse de Weston, y su padre también procuraba encontrar la manera de distraerla. El general Clinton regresó a Londres, pero su sustituto era una persona respetable, de modo que la guarnición británica continuó más o menos igual que antes. Como en la ciudad había oficiales jóvenes, sobre todo marinos, su padre le decía que tal vez sería de mala educación no asistir a las fiestas que de vez en cuando organizaban. A ella no le procuraban, sin embargo, placer aquellos eventos.
De tanto en tanto, alguno despertaba su curiosidad. Uno de los hijos del Rey, poco más que un chiquillo, servía de guardiamarina en uno de los barcos atracados en Nueva York. Era un joven amable y entusiasta al que Abigail observaba con cierto interés; pero de todos modos no era una compañía acorde para ella. Era más de su agrado un oficial de la marina de cara lozana, que aun siendo pocos años mayor que Abigail ya poseía el grado de capitán y por sus méritos, aparte de las relaciones de su familia, podía aspirar a subir rápidamente de escalafón. De no haber sido por el duelo que guardaba por Albion, habría recibido con gusto las atenciones del capitán Horatio Nelson.
Master también la animaba a mantenerse ocupada. Ese verano se presentó la posibilidad de un nuevo y lucrativo negocio. Cada vez eran más los comerciantes conservadores de Nueva York que, tras llegar a la conclusión de que ya no les quedaba futuro allí, se disponían a partir a Inglaterra y ponían en venta la totalidad de sus bienes y propiedades. Apenas transcurría semana en que su padre no le pidiera que fuera a inspeccionar una venta en su lugar. Encontraba vajillas de porcelana y cristalerías, mobiliario de lujo, cortinas o alfombras a precios de saldo.
—A partir de ahora lo dejo todo en tus manos, Abigail —decretó su padre después de haber recibido sus consejos en unas cuantas transacciones—. Compra lo que consideres mejor y luego me pasas las cuentas.
Con el correr de los meses, acumuló tantas existencias que el único problema era dónde almacenarlas. Los precios eran tan bajos que casi se sentía culpable.
En otoño, fueron numerosos los patriotas que regresaron a Nueva York para recuperar sus propiedades. Cuando encontraban soldados viviendo en sus casas cambiaban palabras ásperas, pero la situación raras veces degeneraba en violencia. El invierno transcurrió con rapidez y en primavera llegó la noticia de que habían cesado por completo las hostilidades entre los británicos y los patriotas. A medida que los patriotas afluían en mayor número a la ciudad y los leales se preparaban para irse, Abigail se enteraba de más de un caso en que los coléricos patriotas se habían aposentado en las viviendas de los vencidos. Mientras tanto, el gobernador patriota de Nueva York, Clinton, seguía despojando de sus propiedades a tantos leales como podía.
Fue por entonces cuando apareció James. Explicó que aún tenían asuntos pendientes que liquidar con Washington, pero que podía quedarse con ellos dos días. Weston estaba loco de contento y la familia reunida pasó unas horas de dicha. James y Master enseguida convinieron que el padre debería poner a nombre del hijo la casa y las otras propiedades de la ciudad, a fin de que no las confiscaran como posesiones leales, cosa que hicieron sin dilación en el despacho de un abogado.
La tarde del segundo día, mientras paseaban juntos por Broadway, se encontraron con Charlie White. Pese a que los saludó con afabilidad, percibieron que Charlie estaba algo abatido.
—¿Necesitas algo, Charlie? —se interesó Master.
—No, a menos que tengas una casa —repuso éste con tristeza—. La mía se quemó.
—Ven a verme mañana —le propuso Master—, y veremos si encontramos una solución.
Al día siguiente, Charlie pasó a ser propietario de una casa en Maiden Lane. Abigail se ocupó de que estuviera bien amueblada y la dotó con una vajilla y una cristalería como Charlie nunca había soñado poseer.
Aun cuando mantuvo un callado duelo por Grey Albion durante muchos meses, la pena de Abigail fue cediendo poco a poco. Contribuyó a ello la constatación de que eran muchas las personas que habían perdido padres y maridos. Un incidente de poca importancia la ayudó a darse cuenta de que estaba sanando su herida. Se produjo a raíz de otra visita de James, en la que llegó acompañado de un amigo.
—Permite que te presente a mi compañero de armas del Ejército francés, el conde de Chablis.
El joven francés era encantador. Iba siempre acicalado, se mostraba fascinado con Nueva York y, en realidad, parecía complacido con el mundo entero. Aunque no hablaba un buen inglés, se le comprendía bien. Al final del día, había quedado hechizada por él.
—Tu amigo es tan agradable que cuesta imaginarlo luchando —comentó a James una vez se hallaron solos.
—Es sólo por su fachada aristocrática —repuso éste—. Lafayette también es así. Chablis es en realidad arrojado como un león.
Se quedaron dos días, pasados los cuales ella casi lamentaba que el conde tuviera que regresar pronto a Francia.
En el curso de aquella visita, Abigail aprendió asimismo a apreciar la astucia de negociante de su padre. Después de la cena del primer día, cuando el conde se había retirado y se encontraban juntos en el salón, James sacó un papel y lo tendió a su padre.
—Creo que esto puede interesarte —dijo.
Era una carta de Washington dirigida al gobernador patriota de Nueva York.
Tengo entendido, estimado señor, que habéis confiscado las propiedades del conservador John Master, de Nueva York. Os quedaría inmensamente agradecido si traspasarais dichas tierras al coronel James Master, que de otro modo las habría heredado y que, desde principio a fin, ha prestado durante estos largos años un gran servicio a nuestra causa.
—Ahora eres coronel, veo —constató su padre con una sonrisa—. Felicidades.
—Gracias, padre. Temo, sin embargo, que la carta de Washington no me sirva de gran cosa. Las granjas ya las han vendido y será muy complicado recuperarlas.
—En tal caso, tengo algo que enseñarte —anunció su padre.
Tras ausentarse un par de minutos, volvió con una pila de papeles que entregó a su hijo. James los observó, sorprendido.
—Esto es dinero patriota, padre.
—Son pagarés de vuestro Congreso, para ser exactos, canjeables… siempre y cuando el Congreso se halle en condiciones de pagar, claro está. Como ya sabes, estos últimos años, dichos pagarés se han ido rebajando más y más. Yo empecé a comprarlos poco después de la batalla de Yorktown, a un penique tan sólo por unidad. Me parece que ahora comprobarás, no obstante, que el Congreso los va a aceptar en su pleno valor, como pago de la tierra leal confiscada.
—Hay una pequeña fortuna aquí —exclamó James.
—Me parece que vamos a acabar esta guerra con bastante más tierra de la que teníamos al empezar —declaró Master con satisfacción. Luego se volvió hacia Abigail—. Tú has estado comprando ajuares, Abby, y yo deuda del Congreso. Todo era el mismo juego. Como el riesgo era elevado, el precio era bajo. Y desde luego, yo disponía del dinero para hacerlo.
El comerciante estaba complacido con el éxito de aquellas operaciones, pero había algo más que le procuraba gran contento. El día después de que James y su amigo se marcharan mantuvo una calmada conversación con Abigail.
—He advertido, Abby, que el conde de Chablis te era simpático.
—¿Se notaba tanto, papá? Espero no haberme puesto en evidencia.
—En absoluto. Pero ya sabes que los padres se fijan en estas cosas. Y me ha alegrado mucho.
—¿Por qué, papá?
—Pronto hará dos años que murió Albion —le recordó con ternura—. Has llorado por él, como debe ser, pero ya es hora de que vuelvas a empezar otra vida.
Ella sabía que tenía razón.
Cuando el verano de 1783 daba paso al otoño, era evidente que los británicos debían abandonar pronto la ciudad. El comandante británico fue, con todo, tajante en un punto.
—Nos iremos después de que todo leal que quiera marcharse haya partido sin percance.
Embarcaban por millares. Unos cuantos eran neoyorquinos, pero la mayoría eran leales que acudían a la ciudad provenientes de muy diversos lugares. Aun cuando algunos se dirigían a Inglaterra, la gran mayoría se iban a la zona marítima de Canadá. El Gobierno británico les pagaba el viaje.
Estaban asimismo los antiguos esclavos que habían liberado los británicos. También ellos se iban, aunque por distintos motivos… para huir de sus propietarios patriotas. Apenas había un día en que Abigail no supiera de algún u otro patriota que volvía a la ciudad y escrutaba las calles y los muelles en busca de sus antiguos esclavos.
—Washington ha sido muy claro al respecto —comentó Master—. Asegura que están en su derecho de reclamar su propiedad, pero los británicos dicen que no es justo. En cualquier caso, los pobres diablos prefieren congelarse en Nueva Escocia antes que volver a ser esclavos.
Había, sin embargo, un esclavo del que no se tenía noticias. Master había logrado por fin averiguar qué había sido del navío francés que había capturado su corsario.