Tenía nueve años; había acudido a la grandiosa cascada con su familia y pronto proseguiría camino hacia Buffalo.
Frank caminaba junto a su padre. Era un luminoso día de octubre y el cielo desplegaba su inmensidad azul por encima de los árboles. Aunque ahora estaban solos, deducía, por las aplastadas hojas rojas y amarillas del camino, que por aquel mismo sitio habían pasado muchas personas.
—Ya casi hemos llegado —dijo su padre.
Weston Master se desabotonó la chaqueta de confección casera; se había humedecido con la neblina, pero el sol empezaba a calentarla. Un amplio pañuelo le rodeaba el cuello. Aquel día se había puesto un cinturón de
wampum
; se trataba de una vieja prenda que no se ceñía a menudo para no gastarla. Caminaba apoyándose en un recio bastón, mientras fumaba un puro; olía bien.
Frank sabía que a su padre le gustaba estar rodeado de su familia.
—De mi madre no recuerdo nada —decía—. En cuanto a mi padre, estaba luchando en la guerra cuando yo era un niño. Y después de que me fuera a Harvard, no volví a verlo.
Durante las veladas en casa se sentaba en su sillón de mimbre junto al fuego, exigiendo la presencia de su esposa y de sus cinco hijos —las cuatro niñas y el pequeño Frank— para jugar con ellos o leerles cuentos. Weston leía libros divertidos, como el relato de
Rip van Winkle
, de Washington Irving, o la entretenida
Historia de Nueva York
, contada por un personaje holandés inventado por él mismo, al que bautizó como Diedrich Knickerbocker.
Todos los veranos, la familia pasaba dos semanas con la tía Abigail en el condado de Westchester, y otro par de semanas con sus primos del condado de Dutchess. Cuantos más miembros de su familia tenía en torno suyo, más contento se veía a Weston Master.
—Me voy a llevar a Frank conmigo —anunció el mes anterior, a raíz de que el gobernador lo invitara a trasladarse al norte para la inauguración del gran canal.
No era la primera vez que Frank remontaba el río Hudson. Tres años atrás, poco después de cumplir los siete años, había estallado una grave epidemia de fiebre amarilla en Nueva York. En el puerto a menudo se declaraban fiebres.
—Los barcos la traen del sur —explicaba su padre—, y siempre corremos ese riesgo. En Nueva York hace tanto calor como en Jamaica en verano, ya sabes.
No obstante, cuando empezaron a morir muchas personas, Weston se llevó a toda su familia por el río, a Albany, a esperar a que cediera la enfermedad.
Frank había disfrutado con aquel viaje; durante la ida, habían divisado por el oeste las montañas Catskill.
—Allí es donde se quedó dormido Rip van Winkle —les advirtió su padre.
A Frank le agradó Albany; aquella activa ciudad se había convertido en la capital del estado de Nueva York. Su padre había asegurado que esto era bueno, puesto que Manhattan quedaba en el extremo del estado y de todas formas contaba con muchos negocios, pero Albany estaba situada en el centro y así crecía deprisa. Un día, Weston los llevó a todos al viejo fuerte de Ticonderoga y les relató cómo los americanos se lo habían arrebatado a los británicos. Aunque no le interesaba mucho la historia, Frank se divirtió observando las líneas geométricas de los antiguos muros de piedra y los emplazamientos de los cañones.
En aquella ocasión, después de remontar el Hudson hasta Albany, Frank y su padre prosiguieron hacia el oeste. Primero habían ido en diligencia por el antiguo camino de peaje que franqueaba el borde septentrional de las Catskill hasta Syracuse, desde donde habían recorrido la punta de los largos y estrechos lagos Finger. Luego, después de pasar por Seneca y Geneva y atravesar Batavia, habían llegado por fin a Buffalo. El camino les había llevado muchos días.
Frank creía saber por qué lo había llevado allí su padre. Él era el único niño varón de la familia, por supuesto, pero ése no era el único motivo. Le gustaba saber cómo funcionaban las cosas; en casa, le encantaba que su padre lo llevara a los barcos de vapor y le dejara inspeccionar los hornos y los pistones.
—Funcionan según el mismo principio que los grandes ingenios impulsados por vapor que tienen para alijar el algodón en Inglaterra —le había explicado Weston—. Las plantaciones que financiamos en el Sur producen sobre todo algodón en rama, que enviamos al otro lado del océano, donde separan la borra de la simiente con estas máquinas.
Frank iba a veces a los muelles a observar cómo empaquetaban los cargamentos de hielo, de modo que no se deshelaran antes de llegar a las cocinas de las casas pudientes de la Martinica tropical. Cuando los obreros instalaron iluminación a gas en su casa aquella primavera, no se perdió ni el más mínimo centímetro del proceso de colocación de los tubos.
Por eso deducía que era natural que su padre lo hubiera elegido a él entre todos sus hijos para acompañarlo entonces, a fin de que presenciara la inauguración de aquel vasto proyecto de ingeniería emprendido en el norte.
Weston Master dio una chupada al cigarro. Un poco más allá del sendero, que casi parecía un túnel por el dosel de vegetación que lo cubría, un brillante arco de luz anunciaba el final de los árboles. Mientras observaba a su hijo, sonrió para sí: estaba contento de haberlo llevado con él. Era bueno que los hijos pasaran un tiempo a solas con su padre; además, deseaba compartir ciertas vivencias de aquel viaje con él.
Habían transcurrido más de treinta años desde el repentino fallecimiento de su padre en Inglaterra. El viejo señor Albion, que había tenido bastantes dificultades para descubrir todos los detalles del asunto, explicó en una carta que lo habían atacado unos rufianes en la ciudad, probablemente con la intención de robarlo. James Master había presentado tanta resistencia, sin embargo, que uno de los bandidos le había descargado un terrible golpe con un palo, del que no se había recuperado. Aparte de la gran conmoción que le supuso este suceso, aquella noticia fraguó en Weston un prejuicio que debía perdurar el resto de su vida. Durante toda su infancia en Nueva York, por razones que nunca alcanzó a entender, sintió que Inglaterra retenía a la madre de que carecía. Asimismo, la guerra contra este país fue lo que mantuvo alejado a su padre de él e indujo a que sus compañeros de escuela calificaran a éste de traidor. Aquellas heridas habían sanado sólo en parte cuando le llegó la noticia de que, a la manera de un antiguo dios al que no podía satisfacerse, Inglaterra había reclamado también la vida de su padre. Pese a que por entonces era un joven racional, estudiante de Harvard, era comprensible que en su alma hubiera cuajado una especie de aversión contra Inglaterra y todo lo inglés.
Con el tiempo, el abanico de su rechazo fue aumentando. Mientras estaba en Harvard, durante la Revolución francesa, había tenido la impresión de que, inspirado por el ejemplo de América, en aquel país podría darse el despertar de una nueva libertad europea. No obstante, cuando la Constitución liberal que esperaban obtener Lafayette y sus amigos dio paso primero a un baño de sangre y a la entronización del terror, y después al imperio de Napoleón, Weston llegó a la conclusión de que las libertades logradas en el Nuevo Mundo nunca serían posibles en el Viejo. Europa estaba demasiado atrapada en el atolladero de los antiguos odios y rivalidades entre países. En su imaginación, el continente constituía un lugar peligroso con el que quería tener el menor contacto posible.
De todas maneras, en este tema gozaba de una excelente compañía. El mismo Washington, en su carta de despedida, ya había advertido a la nueva nación americana que evitara enzarzarse en conflictos con el extranjero, y Jefferson, abanderado de la Ilustración europea y antiguo residente de París, también había declarado que América debía limitarse a mantener una honrada amistad con todos los países, sin complicarse estableciendo alianzas con unos o con otros. Madison tenía la misma opinión. Hasta John Quincy Adams, el gran diplomático, que había vivido en países como Rusia y Portugal, decía lo mismo. Europa era una fuente de problemas.
Doce años atrás se había constatado la sabiduría de tales advertencias. Los británicos mantuvieron un reñido pulso con el imperio napoleónico y, obligados por su tratado de amistad con Francia, Estados Unidos se vio atrapado entre ambas potencias enfrentadas. Weston había sentido primero irritación contra Inglaterra, que, incapaz de tolerar que América mantuviera un comercio neutral con su enemigo, comenzó a hostigar a los barcos estadounidenses. A este sentimiento le sucedió otro de desesperación, al ver que las disputas degeneraban en un conflicto a gran escala. Después experimentó una franca ira, cuando América y Bretaña volvieron a entrar en guerra en 1812.
Conservaba amargos recuerdos de aquella guerra. El bloqueo infligido por los británicos al puerto de Nueva York había estado a punto de arruinar sus negocios. Las luchas libradas a lo largo de la costa este y Canadá habían costado decenas de millones de dólares. Los malditos británicos habían incluso quemado la mansión del presidente, en Washington. Cuando aquel lamentable periodo tocó a su fin al cabo de tres años y Napoleón abandonó el escenario de la historia, el alivio de Weston iba acompañado por una férrea determinación.
América nunca debía volver a encontrarse en una posición como aquélla. Tenía que ser robusta, como una fortaleza, para resistir en solitario. Últimamente, el presidente Monroe había abundado aún más en aquella idea y había declarado que, para que Estados Unidos se hallara de verdad segura, la totalidad del área occidental del Atlántico, incluidos Norteamérica, el Caribe y Sudamérica, debía quedar situada bajo su zona de influencia. El resto de los países podía pelear en Europa si quería, pero no en América. Pese a que se trataba de una pretensión osada, Weston se adhería a ella sin reparos.
¿Para qué necesitaban, además, los americanos el Viejo Mundo, situado al otro lado del océano, cuando disponían de un inmenso continente a las puertas de su casa? Impresionantes sistemas fluviales, ricos valles, interminables bosques, magníficas montañas, fértiles llanuras… Un territorio con infinitas posibilidades se prolongaba hacia el oeste, más allá de poniente. La libertad y la riqueza de un continente, con sus miles de kilómetros de extensión, se hallaban allí, al alcance de su mano.
Era aquella gran verdad, aquel magnífico proyecto, lo que Weston deseaba inculcar a su hijo con aquel viaje hacia el oeste.
Para Nueva York, y para la familia Master en particular, el gran canal que se acababa de construir formaba parte integral de aquella ambiciosa disposición de futuro. Por ello, antes de abandonar la ciudad, procuró hacerle comprender a su hijo su importancia y destacó, en un mapa de Norteamérica extendido en la mesa de la biblioteca, ciertos lugares clave.
—Mira, Frank, aquí están los Apalaches, que empiezan abajo, en Georgia, y se extienden hasta la punta oriental del país. En Carolina del Norte se convierten en las Smoky Mountains. Después continúan recto a través de Virginia, Pensilvania, Nueva Jersey y Nueva York, donde primero reciben el nombre de Catskill y después de Adirondack. Las primeras trece colonias se encontraban todas en el lado oriental de los Apalaches, pero el otro costado representa el futuro, Frank. Allí está el gran Oeste americano —recalcó, abarcando con un ademán la parte del mapa que se prolongaba hasta el Pacífico.
Las zonas del mapa que ya pertenecían a Estados Unidos estaban pintadas en color, pero no así el territorio del Lejano Oeste, que quedaba más allá de las montañas Rocosas. Aunque tras la guerra de 1812, los españoles habían renunciado a Florida, su inmenso imperio mexicano todavía iba desde la costa del Pacífico hasta el estado de Oregón, el territorio libre que controlaban de forma conjunta América y Gran Bretaña. La vasta franja de territorio situada al este de las Rocosas y que iba desde Canadá hasta Nueva Orleans sí constaba en color. Se trataba de la denominada Compra de Luisiana, que, con una extensión equiparable a los trece estados iniciales juntos, Jefferson había comprado a Napoleón a un precio de saldo.
—Napoleón era un gran general —explicó Weston a Frank—, pero como negociante era un desastre.
Aunque todavía faltaba organizar en diversos estados buena parte de la Compra de Luisiana, Weston preveía que aquello tendría lugar con el tiempo. En aquella ocasión, sin embargo, fue al oeste más próximo, situado bajo los Grandes Lagos, adonde dirigió la atención de su hijo.
—Fíjate en estos nuevos estados, Frank —dijo—: Ohio, Indiana, Illinois… con el territorio de Michigan arriba y los estados de Kentucky y Tenessee abajo. Son ricos en toda clase de cultivos, sobre todo en cereales; será el futuro granero del mundo, pero Nueva York no se beneficia de ellos. Todo el grano, los cerdos y el resto de los productos del Oeste van a parar al Sur, adonde los transportan a través del río Ohio y después el Misisipí… —recorrió con el dedo la línea de los vastos sistemas fluviales—… hasta que por fin llegan a Nueva Orleans, donde se pueden embarcar. Ésa es la razón, muchacho, por la que hemos construido el canal Erie —apostilló con una sonrisa.
La geografía había mostrado, desde luego, una cara amable a los emprendedores neoyorquinos. En el norte, cerca de Albany, en la orilla occidental del río Hudson, donde confluía con el río Mohawk, la enorme y amplia brecha formada entre las montañas Catskill y las Adirondack ofrecía un terreno viable para trazar un canal. Desde el Hudson, éste se prolongaba por el oeste hasta el extremo de los Grandes Lagos, situados en la zona del Medio Oeste.
—Aquí, justo debajo del lago Ontario y encima del lago Erie, queda la localidad de Buffalo —informó Weston—. En este lugar afluyen toda clase de productos, y el canal termina justo debajo de Buffalo.
—¿Así que ahora podremos usar el canal para llevar mercancías hacia el este en lugar de al sur?
—Exacto. El traslado de cargas pesadas por tierra resulta caro y lento; las barcazas cargadas de cereales pueden viajar, en cambio, desde Buffalo a Nueva York en sólo seis días. Y en lo que se refiere a la costa… el coste se disminuye de cien dólares por tonelada a tan sólo cinco, lo que supondrá una transformación radical. La riqueza del Oeste pasará directamente por Nueva York.
—Para Nueva Orleans no será tan bueno, supongo.
—No… Bueno, el problema es de ellos.
El día anterior, Weston y Frank habían pasado el día inspeccionando los sectores finales del canal. Con ello habían disfrutado de unas magníficas horas, en compañía del ingeniero que les había enseñado las obras. Frank se había recreado en algo que era lo que más le gustaba y Weston había observado con orgullo lo impresionado que había quedado el ingeniero con las preguntas del chiquillo.