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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (64 page)

BOOK: Nueva York
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1849

M
ary O’Donnell salió temprano de la tienda. Caminaba con paso rápido y, en lugar de seguir su recorrido habitual, que pasaba frente a la taberna Fraunces, entró encogida en Whitehall, mirando por encima del hombro para cerciorarse de que el diablo no estaba allí. No había señales de él, gracias a Dios. Ella le había dicho que tardaría una hora en marcharse; si acudía a buscarla, se encontraría con que ya se había ido hacía rato. No le gustaría nada, ni lo más mínimo.

De todos modos, le daba igual, siempre y cuando él no supiera dónde estaba.

Aquella zona había cambiado mucho en los últimos años. Dos grandes incendios —el primero ocurrido en 1835, cuando ella era muy niña, y el segundo, dos años atrás— habían destruido muchas de las espléndidas manzanas de casas situadas por debajo de Wall Street. De las magníficas viviendas antiguas, de estilo holandés y georgiano, ya no quedaba nada. El extremo meridional de Manhattan era ahora un sector más comercial que residencial. La tienda donde ella había trabajado no estaba mal, pero quería abrir un paréntesis, escapar del lugar donde se encontraba e iniciar una nueva vida, lejos del diablo y de sus fechorías. Y ahora, gracias a su ángel guardián, quizá tuviera una posibilidad de lograrlo.

En su recorrido normal, Mary subía junto al East River y pasaba por los muelles y los almacenes de South Street hasta llegar a Funton. Después seguía en dirección oeste una manzana; luego se desviaba hacia el norte, por la Bowery. Apresurándose para dejar atrás Five Points, cruzaba Canal a la altura de la taberna Bull’s Head, con su foso, destinado a ofrecer luchas de perros contra osos. Desde allí quedaban sólo cuatro manzanas hasta Delancey Street, donde vivía con su padre.

Aquel día, sin embargo, mientras se alejaba con rapidez por Whitehall, se desvió con un suspiro de alivio hacia la larga y amplia vía de Broadway. La acera estaba repleta de gente, pero no se veía al diablo.

Pronto llegó a la iglesia Trinity, que habían reconstruido unos años atrás en estilo neogótico. Sus puntiagudos arcos y su robusto campanario aportaban una nota de solemnidad anticuada al entorno, como si quisiera recordar a los transeúntes que los ricos protestantes de Wall Street que la frecuentaban preservaban una fe tan valiosa como cualquier forma de piedad practicada en la Edad Media. Frente a ella, no obstante, Wall Street mostraba una cara más pagana que nunca. Hasta la Federal House, la Casa Federal, donde Washington había prestado juramento como presidente, se había sustituido por un templo griego, cuyas recias columnas albergaban el edificio de la aduana.

Tendió la vista al frente. En la época de Washington, las casas de Broadway cedían su lugar a los campos y granjas alrededor de un kilómetro más allá de Wall Street. Para entonces Manhattan estaba ya completamente urbanizado, de un río a otro, y cada año, la gran cuadrícula de manzanas se ampliaba, como si una gigantesca y poderosa mano fuera plantando hileras de casas todas las primaveras. Delante de ella, la ajetreada avenida de Broadway se prolongaba en línea recta durante tres kilómetros más hasta doblar en sentido noroeste y, a partir de allí, proseguía para formar una gran diagonal, que retrazaba la línea de la antigua carretera de Bloomingdale. Su punto de destino se encontraba a casi un kilómetro de distancia del cambio de dirección de la calle.

Llegó al antiguo terreno comunal. La gran explanada triangular aún se conservaba, pero hacía un tiempo que allí se había construido un nuevo ayuntamiento, el City Hall. Revestido de mármol como un ostentoso palacete francés o italiano, se erguía muy ufano encarado hacia el sur. Si uno lo observaba, en cambio, desde la parte de atrás, advertía algo curioso: la fachada norte no estaba hecha de mármol, sino de simple piedra arenisca. En el momento en que se levantó, buena parte de la ciudad, y en especial los barrios de categoría, se encontraban en el sur. Por consiguiente, no había necesidad de gastar dinero en la cara norte, que sólo iban a ver los pobres. Detrás de la pretenciosa fachada, en la parte central de la ciudad, abundaba en efecto la población pobre.

En Five Points, concretamente.

En otro tiempo, allí hubo un estanque y el poblado de esclavos libertos, bordeado de terrenos pantanosos. El estanque y el pantano aún existían en la época de Washington, cuando la ciudad comenzó a ampliarse en torno a ellos por el norte. Después, las autoridades habían desecado la zona y dispuesto un canal para evacuar el agua, y a continuación habían construido encima calles con casas de ladrillo.

Five Points: ahora sí era un lodazal, un lodazal moral, un infecto laberinto de calles y callejas, bloques de apartamentos y burdeles. En el medio, el antiguo cascarón de una fábrica de cerveza abría sus puertas, como una catedral, para acoger cuanto era profano. Si uno quería ver peleas de gallos, exterminación de ratas a cargo de perros, vivir la experiencia de que le robaran la cartera, encontrar una prostituta o contraer la sífilis, no tenía más que ir a Five Points, donde siempre había quien lo complacería en ese sentido. Si quería ver luchar las bandas de los chicos protestantes contra las de católicos, a menudo también se le ofrecía esta oportunidad. Los viajeros aseguraban que aquél era el arrabal más sórdido del mundo.

¿Y quién vivía allí? Muy sencillo: los emigrantes. Había muchísimos. George Washington había conocido una ciudad de treinta o cuarenta mil almas. En la época de la construcción del canal Erie, podría haberse añadido otras cien mil personas, lo que constituía un número de habitantes muy superior al de cualquier ciudad de América, incluida Filadelfia. Durante la infancia de Mary, el incremento se había acelerado aún más. Por lo que había oído decir, por entonces la población superaba ya el medio millón de personas.

Había gente de todas las condiciones. Muchos huían del Viejo Mundo para probar suerte en el Nuevo; su propia familia había llegado de Irlanda veinte años atrás. Otros acudían desde las zonas agrícolas del norte del estado, de Connecticut, Nueva Jersey o regiones más alejadas en busca de nuevas oportunidades. Los dos años anteriores, una nueva clase de marea humana había barrido las costas de América, mucho más nutrida que las anteriores, impulsada por la tragedia de la Hambruna de Irlanda.

Llegaban a montones, y aunque no eran los irlandeses más pobres —puesto que ellos al menos, con o sin ayuda de sus familiares, habían podido pagarse el pasaje—, una vez allí, se encontraban escasos de medios. Para los recién llegados, cuando todo lo demás fallaba y no había ningún otro sitio adonde ir, siempre quedaba el recurso de instalarse en las mugrientas casas de vecinos de Five Points. Sólo Dios sabía cuántos irlandeses pobres vivían hacinados allí.

La zona albergaba un edificio noble: un enorme rectángulo, del tamaño de un castillo, con altos ventanales y recias columnas de piedra decoradas con espléndidas esculturas de estilo egipcio. Aquella ostentación se veía tan fuera de lugar que cualquiera habría podido pensar que los faraones de la antigüedad habían abandonado sus pirámides para irse a vivir a Nueva York. No era muy seguro, desde luego, que a sus ocupantes les agradara aquella arquitectura, pues aquello era la cárcel local, habitualmente denominada «La tumba», una mole que servía para recordar que también el Nuevo Mundo podía ser duro como una piedra.

Mientras dirigía su mirada hacia Five Points, Mary abrigaba otra clase de certeza, sin embargo: todos los presos, todas las prostitutas, todos los taberneros, todos los emigrantes pobres recién llegados de Irlanda… todos y cada uno de ellos conocían al diablo, y él a ellos. Al pensar que incluso era muy probable que se encontrara allí en ese momento, apretó el paso hasta dejar atrás el barrio.

Sólo entonces se permitió una pausa, bastante breve, en Reade Street, para mirar los bonitos escaparates de la mercería A. T. Stewart. ¿Quién podía resistirse a la tentación de dedicar una ojeada a los percales y las sedas, a los preciosos guantes y chales allí expuestos? En una ocasión, incluso se atrevió a entrar y examinar algunas de las prendas de ropa interior femenina que se guardaban en los cajones de detrás del mostrador. Tenían unas cintas y encajes tan bonitos… Claro que ella no podía permitirse comprarlos, pero le encantaba aunque sólo fuera mirarlos.

Cuando ya se daba la vuelta para proseguir camino, sintió una mano que se apoyaba en su hombro.

—¡Jesús, María y José! —exclamó.

—¿Ibas a alguna parte? —preguntó el diablo.

—Ocúpate de tus asuntos.

—Habías dicho que trabajarías hasta tarde.

—El jefe ha cambiado de idea.

—No me mientas, Mary; siempre noto cuando lo haces. Te vengo siguiendo desde la taberna Fraunces —le informó su hermano Sean.

—Está claro que eres el diablo —replicó ella.

No recordaba cuándo había empezado a llamar a Sean de esa manera, pero, en todo caso, hacía mucho de eso. El diablo: el apodo le iba como anillo al dedo. Tampoco estaba muy segura de qué se traía entre manos entonces, y a menudo más le valía no saberlo. Tenía sólo dieciséis años cuando cometió su primer asesinato… o cuando menos eso se rumoreaba, porque cuando había algún homicidio en Five Points, los cadáveres solían desaparecer. Lo cierto era que su fama le había sido útil en su carrera.

Tampoco podía negar que se comportaba como un buen hermano con ella. Lo malo era que siempre quería controlarla, y esto no podía soportarlo.

—¿Adónde ibas, pues? Tanto da que me lo digas, porque lo voy a descubrir de todas maneras.

—Por mí ya te puedes ir al infierno.

—Me parece que llegas tarde para mandarme allí —contestó alegremente.

—Estoy buscando una colocación.

—Ya te dije que hay un puesto libre en Lord & Taylor —le recordó—. Es una buena tienda; les va bien el negocio.

Lord & Taylor tenía un inconveniente: estaba demasiado cerca de Five Points. No quería ir allí y, de todas formas, aspiraba a algo completamente diferente.

—Voy a ponerme a servir —anunció—. En una casa decente.

—¿Lo sabe papá?

—No, no se lo he dicho.

—No me extraña.

Su padre, John O’Donnell, había sido un buen hombre hasta 1842. Ése fue el año en que se acabó su trabajo en el gran acueducto. También fue el año en que falleció su esposa. Después había cambiado; al principio no se notó mucho. Se había esforzado en mantener unida a la familia, pero luego empezó a beber un poco y de vez en cuando se enzarzaba en alguna riña. Lo echaron de su siguiente empleo y del que consiguió después. A los diez años, pese a que era la menor de los hermanos, Mary tenía que llevar la casa por él porque sus dos hermanas mayores se habían marchado. Su hermano Sean la había ayudado entonces, y aún lo hacía ahora. Tenía que reconocer que el diablo no sólo tenía puntos malos.

Los últimos meses, desde la muerte de
Brian Boru
, habían sido sin embargo un calvario.
Brian Boru
era el perro de su padre, un bull terrier del que estaba más orgulloso que nada en el mundo. Todo el dinero que reunía lo gastaba en él.

—Es mi inversión —afirmaba, como si poseyera un banco.

Brian Boru
era un perro de pelea, y había muy pocos canes a los que no fuera capaz de despedazar en un combate.

John O’Donnell solía apostar por él, y denominaba inversiones a aquellas apuestas. Por lo que Mary sabía, aparte del dinero que ella llevaba a casa y de lo que Sean le daba, las ganancias proporcionadas por
Brian Boru
habían constituido la única fuente de ingresos de su padre durante años. En su condición de propietario, incluso cuando se entregaba a la bebida, el señor O’Donnell había mantenido una cierta dignidad. Pero ahora que el perro había muerto, su padre no tenía ninguna razón por la que vivir. Su afición a la bebida se había acusado aún más; si le daba su sueldo, lo dilapidaba en un día. Y el dinero no era el único apremio; aunque no era un palacio, la vivienda que ocupaban en Delancey Bowery quedaba al menos un kilómetro por encima de la Bowery desde Five Points. Si las cosas seguían así, no obstante, estaba convencida de que el propietario iba a echar a su padre, y hasta Sean tendría dificultades para impedirlo.

—Tengo que salir de aquí, Sean —exclamó.

—Lo sé —concedió el diablo—. Yo me ocuparé de padre.

—No lo mates. Prométeme, Sean, que no lo matarás.

—¿Acaso iba a hacer yo algo así?

—Sí, eres muy capaz.

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