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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (67 page)

BOOK: Nueva York
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L
a decisión más sencilla que Frank Master tuvo que tomar a lo largo de su carrera como hombre de negocios se le presentó en el verano de 1853. Se encontraba en su oficina, en un bonito edificio antiguo de ladrillo, al que había adosado un almacén, situado en South Street y junto a los muelles. El sol lucía sobre el East River, donde permanecían ancladas las embarcaciones, de las cuales dos eran de su propiedad. Una era una embarcación de vela, un airoso clíper que iba a zarpar hacia China y el otro, un barco de vapor de una rueda, que se haría a la mar en dirección al istmo de Panamá. El cargamento de ropa que llevaba sería transportado luego por tierra en el estrecho de Panamá para luego ser embarcado en otro navío de vapor que lo llevaría hasta California. Las personas que habían afluido en masa a las ciudades de aquella zona impulsadas por la fiebre del oro no tenían ninguna garantía de encontrar el precioso metal. De lo que no cabía duda, en cambio, era de que necesitaban aprovisionarse con las duras y resistentes prendas que se fabricaban en Nueva York. Armado con tal certeza, Frank Master había ganado mucho dinero enviándoselas.

Master especulaba con el algodón, el té, el embalaje de la carne y los terrenos, pero no estaba dispuesto a participar en aquella aventura.

—Caballeros, no quiero tener nada que ver con esto, y si desean que les dé un consejo, más les vale que renuncien antes de que vuelva el capitán de la flota, porque estoy convencido de que cuando se entere, los va a despellejar vivos.

—No puede hacer gran cosa —arguyó uno.

—No es tan fiero —agregó otro.

—Se equivocan en lo uno y en lo otro —insistió Master.

Cornelius Vanderbilt nunca andaba escaso de recursos. Pese a que hacía treinta años que en el río Hudson circulaban barcos propulsados a vapor, se había tardado mucho en emplearlos para el comercio en el Atlántico. Una compañía de ferrocarril británica había comenzado a utilizarlos, pero fue una familia de empresarios leales, los Cunard, huida a Canadá un par de generaciones atrás, la primera que había efectuado con éxito la travesía del océano. Los neoyorquinos se proponían, no obstante, acortar distancias. Y no había nadie más osado que Vanderbilt.

El capitán provenía de una antigua familia de neoyorquinos, mezcla de ingleses y holandeses, pero había comenzado su vida siendo pobre… más aun que Astor. A Hetty Master le inspiraba antipatía. «Ese marinero malhablado», lo llamaba. Era cierto que en sus comienzos había trabajado de remero y su vocabulario estaba desde luego bien sazonado de maldiciones, pero tenía talento, era implacable y, gracias a sus barcos de vapor, se había convertido en uno de los hombres más ricos de la ciudad. No era una buena idea despertar sus iras.

Frank Master siempre evitaba enojar a Vanderbilt. Había trabado amistad con él y cuando quiso fletar barcos a vapor para cubrir la ruta hacia California pasando por Panamá, había ido a consultarlo, porque sabía que él dominaba ese sector.

—¿Cuántos barcos? —había preguntado el capitán.

—Un par, seguramente.

—De acuerdo —había contestado Vanderbilt con una breve inclinación de cabeza.

—¿Le has pedido permiso? —había preguntado, indignada, Hetty.

—Mejor eso que verse fuera del negocio.

No obstante, aprovechando la ausencia de Vanderbilt en el extranjero, aquellos dos hombres, ambos empleados suyos, se proponían robarle una parte de su imperio.

El plan no carecía de audacia, desde luego. En lugar de hacer pasar las mercancías por Panamá, Vanderbilt había abierto una ruta más económica a través de Nicaragua, que suponía una considerable reducción de la distancia navegable.

—Sin embargo, el gobierno de Nicaragua no era demasiado fuerte —explicaron los dos hombres a Master—. ¿Y si financiáramos una revolución allí? Entonces colocaríamos de presidente a la persona que nos conviniera, que nos concedería un contrato en exclusiva para hacer pasar las mercancías por allí y así dejar a Vanderbilt fuera del negocio.

—¿De veras creen que es factible?

—Sí, y sin un gran desembolso. ¿Quiere participar?

—Caballeros, a mí no me da miedo derrocar el gobierno de Nicaragua, pero sí enojar a Cornelius Vanderbilt —reconoció Master con una carcajada—. Tengan la bondad de no incluirme en sus planes.

Una hora más tarde, cuando fue a reunirse con su mujer, aún estaba riéndose de la osadía de aquellos dos bribones.

Hetty Master se encontraba en la esquina de la Quinta Avenida y la calle Cuarenta, delante de la gran fortaleza que albergaba el depósito de agua. Puesto que medio mundo pasaba por aquella confluencia ese día, habría cabido esperar que ella observara el trajín, o cuando menos, que estuviera pendiente de la llegada de su apuesto marido.

Ella mantenía, con todo, la vista gacha, pues estaba leyendo. Leía allí, de pie como una estatua, bajo el parasol.

Si hubiera reparado en el escenario que la rodeaba, tal vez habría evocado que, casi ocho décadas atrás, el pobre George Washington había golpeado a sus soldados con el lomo de su sable, mientras trataba de impedir que huyeran de los chaquetas rojas. En todo caso, se habría acordado de que fue en ese lugar donde Frank la pidió en matrimonio. Sin embargo, sólo leía el libro.

Siempre le había gustado leer, por supuesto. En la época de su noviazgo, el gran Charles Dickens había viajado desde Londres para iniciar una gira triunfal por América. La gente había acudido a verlo por millares y ella había llevado a Frank a nada menos que tres actos para ver a su escritor preferido y escucharlo leer sus textos.

—Me encantan sus personajes y sus argumentos —le decía a Frank—, y lo mejor es la denuncia que hace de la injusticia social.

Sus relatos, protagonizados por la población pobre de Londres, conmovían, en efecto, a los neoyorquinos. Sin embargo, ese día no leía a Dickens: era algo más peligroso.

Frank no la vio al principio. Con todo, había muchas cosas que atraían su mirada. Lo más destacado era el observatorio Latting, una vidriera cónica de madera y hierro que se elevaba más de cien metros para proveer un mirador sobre la calle Cuarenta y Dos. Se podía subir los dos primeros pisos de la torre en una extraordinaria y novedosa máquina a la que llamaban ascensor y que Master estaba impaciente por probar. El observatorio no dejaba de ser, con todo, un elemento secundario con relación a la más rutilante pieza arquitectónica de la zona, que quedaba justo detrás del depósito y cuya parte superior se iba haciendo visible a medida que Frank se aproximaba: el Palacio de Cristal.

Dos años antes, los británicos habían centrado su exposición universal en un emblemático y enorme palacio de cristal y hierro situado en pleno centro de Londres. Aquella muestra de cultura y diseño industrial de alcance mundial había atraído a seis millones de personas. El palacio de Hyde Park era como una especie de gigantesco invernadero que, con sus más de seiscientos metros de largo, cubría una superficie de más de veinticinco mil metros cuadrados. Nueva York había decidido poseer uno también y, aunque no alcanzaba la vasta escala del que había en la capital del Imperio británico, el Palacio de Cristal de la calle Cuarenta era de todas maneras un edificio imponente y bello, dotado de una espléndida cúpula de treinta y siete metros de altura. Acababan de inaugurarlo el día anterior, y Frank Master estaba ansioso por examinarlo desde dentro.

Entonces vio a su esposa y torció el gesto. Otra vez volvía a leer ese maldito libro.

—Deja el libro —le dijo sin aspereza, mientras la cogía del brazo—, y vamos a ver la exposición.

La entrada principal de la Sexta era espléndida. Con su pórtico y cúpula de estilo clásico, parecía una catedral veneciana construida con cristal. Las banderas francesa y británica ondeaban a la izquierda y a la derecha, mientras la estadounidense lo hacía desde el centro.

Frank conocía a la mayoría de los organizadores, en especial a William Cullen Bryant y August Belmont. Habían prometido una exposición de la industria de todas las naciones y, a juicio de Frank, lo habían logrado de pleno. En compañía de Hetty, vio instrumentos científicos, bombas de agua y artilugios para preparar helados, aparatos para sacar fotografías y enviar telegramas… por no mencionar la enorme estatua de George Washington montado a caballo. Estaba encantado con toda aquella maquinaria de la nueva era industrial.

—Mira ese reloj —urgió a Hetty—. Deberíamos tener uno así. —Ella sonreía y asentía—. ¿Qué te parece esa máquina de coser? —tanteaba.

—Sí, cariño —respondía ella.

No obstante, aunque estuvieron paseando una hora por el recinto y ella inspeccionó todo tal como era debido, se dio cuenta de que en el fondo no prestaba atención.

—Vamos a la torre de observación —propuso.

La vista de la que se disfrutaba desde el observatorio era extraordinaria. Al este, se divisaba Queens; al oeste, el Hudson y Nueva Jersey, y al norte, la extensión de Manhattan aún dedicada a la agricultura, entre la que, cual columnas de infantería, se abrían camino las manzanas de calles. Los dos apreciaron la subida en el ascensor que comunicaba las plataformas de la torre. Cuando salieron abajo, a Frank le llamó la atención otra exposición. Como Hetty prefería sentarse un rato, fue a verla solo.

—Es algo asombroso —le informó después—. Un tipo llamado Otis ha inventado un ascensor como ése donde hemos subido, pero ha añadido un sistema de mecanismos de seguridad que hacen que, aunque se rompiera el cable, no caiga. Apuesto a que se podría instalar algo así en un almacén grande, o incluso en una casa. —Asintió con la cabeza—. El inventor va a lanzar la creación al mercado. Podría suponer una inversión interesante.

—Sí, cariño —convino Hetty.

—Vayamos a casa —dijo por fin él, con un suspiro.

Sabía de qué le iba a hablar ella. Al principio guardó silencio, pero después de esperar durante toda una manzana, atacó el tema en la calle Treinta y Nueve.

—Frank, hay que hacer algo —dijo—. Quiero que leas este libro.

—Maldita sea, Hetty, no pienso leerlo —replicó. Luego, para disimular su irritación, sonrió—. Tampoco hay necesidad, con todo lo que me has contado de él.

La autora, Harriet Beecher Stowe, era sin duda una mujer buena y honrada, pero, a su juicio, habría sido preferible que hubiera encontrado otra manera de pasar el tiempo en lugar de escribir. El caso era que su novela
La cabaña del Tío Tom
se había convertido en la plaga de su casa desde hacía casi una semana, una epidemia que, por lo que alcanzaba a percibir, se estaba propagando por todo el país.

Y para los propietarios de esclavos del Sur, seguro que ya había adquirido las dimensiones de una maldición.

Aquel molesto asunto había empezado de manera discreta, en una serie de entregas en una pequeña revista que sólo leían los abolicionistas, pero luego, el año anterior, un insensato editor lo había publicado en forma de libro, el cual había batido todos los récords posibles. En Estados Unidos se habían vendido ya trescientos mil ejemplares, y la marea no hacía más que crecer. También había oído que en Inglaterra se habían vendido otros doscientos mil. «Los ingleses están encantados con él, no tanto por las cuestiones del esclavismo, sino por ver la pandilla de salvajes que estamos hechos los americanos», le había comentado un amigo que acababa de regresar de Londres. En Estados Unidos, en cualquier caso, no se veía un fin próximo a aquel fenómeno. El editor iba a sacar una edición de lujo, provista de ciento veinte ilustraciones, y la autora publicaba otra obra en la que contaba las incidencias de la redacción de la novela, titulada
Las claves de la cabaña del Tío Tom
, que sin duda también se convertiría en un éxito de ventas.

Y tanto bombo, ¿a qué venía? A la historia de una familia de esclavos, sus peripecias y tribulaciones; aquello no tenía nada de novedoso. Lo que ocurría era que estaba escrito con un tono sentimental, con una abuela negra, unos tiernos niños y una familia de esclavos diseminada, y un Tío Tom muy bueno, un fiel, paternal y sufrido esclavo que al final moría. No era de extrañar que les gustara a todas las mujeres.

—Nuestra familia tuvo un esclavo como el Tío Tom —señaló—. Se llamaba Hudson y mi abuelo lo conoció. Era feliz, creo; como mínimo nunca oí decir que se quejara.

—Él no era un esclavo, era libre —lo corrigió Hetty—. Y perdió a su hijo, al que capturaron y probablemente vendieron como esclavo en el Sur. Tu familia trató de localizar al chico durante años, pero fue inútil. Tu padre me habló de ello.

—Puede ser —concedió—. Pero ese libro no es más que un cuento sentimental sobre un viejo esclavo que quiere a todo el mundo. En la vida real no hay ningún Tío Tom.

—Eso sólo demuestra que no lo has leído, querido —contestó Hetty—. El Tío Tom es tan real como tú o como yo, y no es un tipo sentimental. Cuando es necesario, exhorta a los esclavos a huir; y por lo demás, a éstos los separan de sus hijos, los azotan y los venden a propietarios de zonas alejadas. ¿Me vas a decir que esas cosas no ocurren?

—Supongo que no —dijo Frank.

—Todo el mundo coincide en que se trata de un libro magnífico.

—En el Sur, no. He oído decir que en Arkansas echaron de la ciudad a un hombre por venderlo. Allí aseguran que ese libro es una difamación criminal y están furiosos por ello.

—Pues lo que tendrían que hacer es arrepentirse.

—También es comprensible —prosiguió él—. Al fin y al cabo, el malo de la novela es el típico propietario de esclavos sureño.

—Pues si la hubieras leído —lo contradijo Hetty—, sabrías que es un yanqui que se instaló en el Sur. El caballero sureño del libro es una persona bondadosa.

—Bueno, pues a los del Sur no les gusta, de todas formas.

—La cuestión de fondo no tiene que ver con los individuos, Frank, sino con el sistema.

Habían llegado a la calle Treinta y Seis. Al ver un coche de caballos, Master lo hizo parar, con la esperanza de que con eso interrumpiría la concentración de su esposa; sin embargo, no fue así.

—El sistema, Frank —retomó el hilo ella, no bien se hubieron sentado—, que permite que un ser humano posea a otro como si fuera una mercancía cualquiera. Este libro —lo sacó, con la evidente intención de entregárselo— es una obra cristiana, que plantea un reto para todos sus seguidores. ¿Cómo podemos respaldar tales actos de maldad en nuestra tierra?

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