Después de detener el carruaje y atar el caballo, él cogió el cesto y la manta y enfiló un camino.
—¿Se puede saber adónde me llevas? —preguntó Mary.
—A un sitio que descubrí hace un tiempo —contestó él—. Ya verás. —Pasaron junto a una gran roca medio oculta en la espesura—. Un paso más —indicó mientras la tomaba de la mano para guiarla entre los árboles—. Aquí.
Tuvo que admitir que era un paraje encantador: un pequeño valle tapizado de hierba que, por aquella época del año, quedaba adornado con el color rojo de las fresas silvestres.
—Un sitio perfecto para una comida campestre —dictaminó él.
Había llevado una botella de vino, salmón fresco, pollo en gelatina, un pan que olía como si estuviera recién salido del horno, dulces y fruta fresca. Mary nunca había disfrutado de una comida más deliciosa. Él habló con soltura de cuestiones diversas e incluso contó chistes, cosa que, según había advertido ella, no hacía a menudo.
Por eso cuando la besó, no puso objeción alguna. Y cuando, tumbado junto a ella en la hierba, comenzó a besarla con más pasión, ella correspondió a su ardor. Y cuando comenzó a acariciarla con las manos, ella contuvo el aliento. Pero cuando empezó a ir más lejos y se colocó encima de ella, supo que no deseaba aquello y ofreció resistencia, y le pidió que parase.
Él obedeció, pero estaba claro que no la creía, y de repente volvió a insistir.
—No, Paddy —le pidió—. Por favor. —Incorporándose, lo miró con aire reprobador—. No soy tu esposa.
Entonces él se tumbó de espaldas y se puso a mirar el cielo. Ella se preguntó si iba a pedirle que se casara con él; tenía la impresión de que lo estaba pensando, pero, al cabo de un rato, se sentó sin decir nada, con actitud pensativa.
Sirvió una copa de vino para ella, que aceptó, y otra para él y después sonrió.
—Hace un día muy bonito, Mary —dijo—. No sé qué me ha dado.
Después estuvo bastante callado y al cabo de un rato comenzó a recoger los restos de la comida. Luego señaló con un suspiro que tenía quehaceres pendientes en el bar.
—El deber me reclama.
La condujo pues hasta la calesa y la dejó en casa.
Una vez sola, ella permaneció dos horas sentada en su habitación, mientras trataba de dilucidar lo ocurrido. ¿Qué significado tenía aquello? ¿Acaso no tenía intenciones serias con ella y sólo pretendía seducirla? No intentaría forzarla, estaba segura… sabía que Sean le clavaría un puñal en la espalda si lo hacía. Por otra parte, no habría pasado todo ese tiempo cortejándola cuando podría haber elegido entre muchas mujeres fáciles para conseguir una amante, si eso era lo que quería. No, todo lo que había sucedido entre ellos la inducía a creer que pensaba en ella como en una posible esposa.
Habría querido hablar con Gretchen, pero ésta había ido con su familia a visitar a unos parientes en Nueva Jersey. De todas maneras, se dijo, ella era muy capaz de reflexionar sola.
¿A qué jugaba, pues, Nolan? Probablemente era algo muy sencillo: quería probar la mercancía antes de comprarla. Tampoco podía culparlo por ello. En el campo, se consideraba que una mujer era decente siempre y cuando se casara antes de dar a luz a su primer hijo.
Y ella lo había rechazado. ¿Por qué? ¿Para mantener su reputación? El sitio que había elegido era discreto, en todo caso. ¿Había sentido deseo? Tal vez no, pero, en cualquier caso, no en ese momento. No lo sabía. ¿Era aquello un motivo suficiente para rechazarlo? ¿Estaría decepcionado? ¿O enfadado, tal vez? ¿Lo habría perdido?
La tarde tocaba a su fin cuando salió de la casa. Todavía no se había acabado su día libre. Recorrió la calle Irving hasta la Catorce y después de cruzar la Cuarta Avenida, tomó un tren hasta el ayuntamiento. Desde allí tenía que caminar muy poco para llegar a la calle Beekman.
Aún no había decidido qué iba a decir, o hacer, una vez llegara al bar. En cualquier caso, hablaría con él, le haría saber que lamentaba haberle decepcionado. Aún no sabía si llegaría más lejos. Vería cómo obraba según el recibimiento que tuviera.
Estaba a unos metros de distancia del bar cuando lo vio salir con actitud de enfado. Se detuvo, nerviosa, pensando que probablemente ella era la causante de su mal humor. Él echó a andar por la calle, de espaldas a ella. Aunque no había mucha gente, no quiso alzar la voz para llamarlo, de modo que se puso a caminar deprisa, para alcanzarlo.
Advirtió que en la acera había un golfillo andrajoso, de unos siete u ocho años, que tendía la mano para pedir una moneda. Al aproximarse, Nolan le indicó con un brusco ademán que se apartase. El chiquillo siguió en el mismo sitio, alargando la mano. Al llegar a su altura, Nolan se detuvo; parecía que se fuera a llevar la mano al bolsillo. Luego, sin mediar palabra, de manera tremendamente deliberada, le propinó al niño una bofetada tan violenta que lo mandó rodando a la cuneta. Los viandantes se volvieron al oír el ruido, mientras el chiquillo quedaba tumbado en el suelo, tan conmocionado que ni siquiera había gritado. Nolan siguió caminando como si no hubiera pasado nada.
Ella se paró y se quedó mirando. En condiciones normales habría corrido a auxiliar al niño, pero ya había otras personas que lo hacían y había, además, algo que se lo impedía. Dio media vuelta y mientras comenzaba a alejarse con paso presuroso, le sobrevino una especie de náusea.
Al llegar al ayuntamiento, subió a toda prisa a un tren que estaba a punto de salir. No era sólo porque quisiera sentarse, sino porque deseaba salir de la calle. Mientras el tren circulaba por la Bowery, trató de hallar algún sentido a lo que había presenciado.
Había visto a Nolan cuando él no tenía ni idea de que ella se encontraba allí. Lo había contemplado al desnudo, por así decirlo, enfadado. Ninguna clase de rabia, ni aunque ella misma fuera la causante, le daba sin embargo derecho a hacer aquello. No se trataba sólo de la violencia del golpe… en Five Points se veían cosas peores a diario. Lo que había quedado al descubierto era la fría y deliberada crueldad de Nolan.
Y aquél era el hombre con quien había estado pensando en casarse, al que había besado, aquel que, hacía tan sólo unas horas, había pegado su cuerpo contra el suyo. Por más irracional que fuera, pese a que el que había recibido la bofetada era el niño y no ella, la invadió una sensación repugnante y aprensiva, como si la hubieran violado.
Cuando él volvió a acudir a Gramercy Park la semana siguiente, mandó que le dijeran que no se encontraba bien. Unos días después, solicitó la ayuda de la señora Master. Sin darle muchos detalles, le explicó que Nolan la había estado cortejando, pero que había descubierto algo malo de él. Después de hacer algunas discretas preguntas, la señora Master le había dicho que ella se ocuparía del asunto. El siguiente domingo, cuando Nolan fue a interesarse por el estado de Mary, la propia Hetty Master le dijo sin rodeos que ésta no deseaba verlo más y que era mejor que no volviera a buscarla a la casa.
—No se ha quedado muy contento —le informó después a Mary, con un asomo de satisfacción.
Lo único que temía Mary era que Nolan fuera a quejarse a su hermano y que entonces éste se presentara en la casa, pero, gracias a Dios, no fue así. Al domingo siguiente, cuando se dirigía a casa de Gretchen, no le extrañó ver que Sean la esperaba en la calle.
—¿Qué le has hecho a Nolan? —le preguntó—. Me has hecho quedar mal.
—No puedo soportar más estar con él —dijo.
Luego le expuso con toda crudeza lo que había visto.
—De acuerdo, Mary —aceptó Sean.
A partir de ese momento, no volvió a mencionar a Nolan.
Ese día tuvo, no obstante, ocasión de olvidarse por completo de Nolan. Después de reunirse con Gretchen en la tienda, habían paseado por la calle cogidas del brazo, en compañía de Theodore.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—Ah, a recoger a Hans —había respondido alegremente Gretchen.
El corazón le dio un vuelco, pero no pareció que nadie se percatara.
—Hace una eternidad que no lo veo —comentó.
Recogieron a Hans en la tienda de pianos y caminaron por la orilla del East River hasta Battery Park. Comieron helados junto al gran salón de espectáculos y estuvieron contemplando el puerto y Staten Island. Alguien había preparado una pequeña pista de bolos, que aprovecharon para jugar un rato; Hans era el que más tiros acertaba y ella lo había estado observando con disimulo. Después doblaron la punta de Manhattan y estuvieron mirando el Hudson. En una ocasión en que él le cogió el brazo para mostrarle un barco, Mary se quedó casi sin respiración, pero se contuvo para que él no se diera cuenta.
Durante el trayecto de regreso, él comentó que, la próxima vez que salieran juntos, llevaría a una joven dama que quería presentarles. Gretchen le susurró que ya estaba al corriente de que Hans seguramente iba a casarse con aquella chica. Después de asegurar con una sonrisa que estaría encantada y haber superado el nudo que se le había formado en el estómago, se dijo a sí misma que se alegraba por él.
A corta distancia de la casa de Gramercy Park, advirtió a un hombre que entraba por la puerta principal. Aunque apenas tuvo tiempo de verlo, habría jurado que se trataba de su hermano.
Pero ¿por qué demonios, se preguntó con ansiedad, iría a ver Sean al señor Master?
Después de la perturbadora conversación que había mantenido con su esposa en torno al esclavismo, Frank Master se había retirado con gusto a la biblioteca. Instalado en un sillón de cuero con el
New York Tribune
, encontró un artículo del nuevo corresponsal del periódico en Londres, un individuo llamado Karl Marx, y comenzó a leerlo.
Se llevó una buena sorpresa cuando el mayordomo le entregó una tarjeta en la que constaba el nombre de Fernando Wood, y su asombro fue aún mayor cuando se enteró de que el caballero que había ido a verlo no era el señor Wood, de Tammany Hall, sino su representante.
Una visita del enemigo, pensó con mala cara. Tras un momento de vacilación, consideró que lo más atinado era averiguar el motivo de la visita, por lo que le pidió al mayordomo que hiciera pasar al desconocido. Al cabo de unos minutos tuvo a Sean ante sí.
Pese a que el irlandés vestía un traje caro, éste le quedaba demasiado ajustado para su gusto, y las patillas se veían un poco ostentosas. Al menos las botas estaban bien relucientes, cosa que suscitó la aprobación de Master, mientras con un gesto invitaba al joven a tomar asiento.
—Le manda el
sachem
en jefe de Tammany Hall, según tengo entendido.
—El señor Fernando Wood —precisó con desenvoltura Sean—. Así es.
Si a Frank Master le hubieran pedido que señalara al mayor bribón de todo Nueva York, no habría dudado ni un segundo antes de dar el nombre de Fernando Wood, pese a que en la ciudad abundaban los truhanes. Nacido en Filadelfia, había cambiado de marco para hacer florecer su talento. En Nueva York, con uno u otro procedimiento, se había forjado una modesta fortuna antes de los treinta años y se había introducido en el círculo de Tammany Hall. Después se había dedicado a la política.
No se podía negar que la sociedad de Tammany Hall era un invento genial. Cincuenta años atrás, aquel miserable de Aaron Burr había constituido Tammany Hall como un poder político con el fin de salir elegido como vicepresidente. Después de que Andrew Jackson hubiera accedido a la presidencia gracias al apoyo de Tammany, la maquinaria del Partido Demócrata se había vuelto terriblemente eficaz.
Tammany había logrado que Wood saliera elegido entre las filas demócratas para el Congreso. Después lo había aupado a la alcaldía de Nueva York y casi lo había conseguido. Pronto aquel condenado personaje se volvería a presentar para el cargo. Mientras tanto, con la ayuda de sus amigos de Tammany Hall, Wood tenía participación en todos los pedazos de tarta de la ciudad.
—¿Puedo saber cómo se llama, señor?
—Me apellido O’Donnell, señor, pero en todo cuanto diga, hablo en nombre del señor Wood.
—¿Y qué clase de asunto le ha traído aquí? —inquirió Master.
—Podría decirse que es un tema político, señor —respondió el irlandés.
Aquel hombre no podía imaginar, sin duda, que él fuera a prestar su apoyo a la candidatura de Wood, pensó Master.
—Supongo que ya sabrá, señor O’Donnell —señaló—, que yo no soy muy amigo de Tammany Hall.
—Sí, señor —confirmó, sin inmutarse, el joven—. De todas maneras, creo que usted y el señor Wood tienen un interés en común.
—¿Y de qué se trataría?
—Las parcelas de terreno de la calle Treinta y Cuatro, situadas al oeste de Broadway.
Master lo miró, sorprendido. Hacía seis meses que había comprado cuatro solares en esa manzana, como terreno urbanizable, y todavía no había decidido qué iba a hacer con ellos.
—Está bien informado —señaló con sequedad.
—El señor Wood también está pensando comprar en esa manzana —prosiguió el emisario—, pero hay un problema. Parece que cierto caballero que posee una propiedad allí desea montar una planta procesadora.
—¿Una planta procesadora?
—Sí, señor. Para moler los restos de animales sacrificados en el matadero, sobre todo de caballos. Es asombroso lo que se puede sacar con eso. Es un buen negocio, por lo que me han contado, pero resulta un poco sucio y desagradable. No es nada conveniente para los propietarios de los terrenos de al lado.
—Seguro.
—No es bueno para usted, señor, ni tampoco para el señor Wood.
—¿Y qué se puede hacer?
—Oponerse, señor. Nosotros creemos que existe un remedio legal, aunque los abogados son caros y los juicios llevan tiempo. Más eficaz sería, por así decirlo, poder convencer a uno o dos concejales para que le denegaran el permiso.
—¿En votación?
—Nosotros creemos que se puede hacer desaparecer el problema.
—Comprendo —dijo Master, pensativo—. Pero eso costaría dinero.
—Ahí está el quid de la cuestión, señor —convino el emisario.
—¿Y a cuánto ascendería mi contribución?
—Mil dólares.
Frank Master echó atrás la cabeza, soltando una carcajada.
—¿Un cigarro, señor O’Donnell?
Frank Master no tenía nada en contra de la corrupción. Si uno le proporciona un empleo al hijo de alguien, esta persona le haría más adelante un favor. Si le daba buenos consejos de inversión al encargado de un teatro, éste le enviaría entradas para el estreno de una nueva obra. Aquel tipo de actos de buena voluntad hacían girar el mundo. Era difícil, con todo, precisar a partir de dónde se transformaba en vicio la corrupción; se trataba de una cuestión de grado.