—Se podría aducir que toda convicción rígida puede producir una ceguera en la gente que le impide ver otras realidades. La creencia en la bondad de los beneficios en detrimento de otras consideraciones puede ser un referente cruel. No hay más que ver la desgracia que se produjo en la Triangle Factory, por ejemplo.
Rose se lo quedó mirando con incredulidad. ¿Ahora iba a sacar a colación la huelga de aquella fábrica, para recordarle cómo había intentado hacerle quedar mal en aquella comida en casa de Hetty siete años atrás? ¿Tenía la osadía de volver a reanudar aquella discusión sobre las obreras, cuando estaba de invitado en su propia casa? ¿Sería que carecía del menor tacto o que albergaba una agresividad sin límites?
—Aquellas huelguistas las estaban utilizando los socialistas y los revolucionarios —afirmó con contundencia—, cosa que quedó bien clara en la reunión del Carnegie Hall.
Keller pareció desconcertado un momento.
—Ah —dijo—, perdone. No me refería a la huelga, sino al incendio.
Lo cierto era que lo que la mayoría de la gente había retenido en el recuerdo habían sido los acontecimientos posteriores al incendio de la Triangle. El escándalo del juicio celebrado contra Blanck y Harris, los propietarios de la fábrica, había sido mayúsculo. En éste se puso de manifiesto que la salida del noveno piso, donde habían perecido tantas muchachas, estaba cerrada con llave y que las medidas preventivas contra incendios eran totalmente inadecuadas. Incluso después de aquello, las mejoras en las medidas de seguridad para los obreros de la ciudad se habían logrado tan sólo gracias a la presión sindical.
—Lo que yo quería ejemplificar —prosiguió Keller— es que los propietarios de la fábrica estaban tan cegados por la búsqueda de beneficios que no sólo no tuvieron en cuenta la seguridad de los trabajadores, sino que hasta llegaron a perder a algunos parientes en el incendio, e incluso podrían haber fallecido ellos mismos.
—¿El incendio? Ah, ya.
—Fue una lástima lo de aquella muchacha ¿verdad?
—¿Aquella muchacha?
—La chica italiana que llevó a esa comida, Anna Caruso. Yo retuve su nombre entonces.
—¿Qué le pasó?
—Murió en el incendio de la fábrica. Me fijé en su nombre cuando los periódicos publicaron las listas.
—No estaba enterada.
—¡Madre!
Rose sintió que se ruborizaba ante la miraba de incredulidad que le asestó Charlie.
—¿Cómo iba a saber yo algo así? —replicó con irritación.
—Estoy abochornado —dijo Charlie a su profesor.
Rose se quedó mirando a Edmund Keller. Otra vez la había puesto en ridículo, esa vez delante de su hijo. A aquel paso, Charlie iba a empezar a respetarlo más a él que a su propia madre. Si antes le inspiraba pocas simpatías el señor Keller de ideas socialistas, ahora sentía hacia él una clara inquina, que de todas maneras se guardó bien de evidenciar.
—Hábleme un poco, señor Keller, de su labor en la universidad —solicitó, melosa—. ¿Está escribiendo algún libro?
El borgoña era excelente. A mitad del plato principal, el mayordomo había vuelto a llenar más de una vez la copa de Edmund y éste se sentía bastante a gusto hablando de las investigaciones sobre las antiguas Grecia y Roma que llevaba a cabo para su libro. Charlie parecía contento, su padre se había mostrado acogedor e interesando e incluso su anfitriona, acerca de cuya postura mantenía ciertas dudas, escuchaba manifestando un gran interés. Keller tenía la impresión de hallarse entre amigos. Después de marcar una breve pausa, resolvió que sería agradable compartir una confidencia con ellos.
—Entre nosotros —les dijo—, existe una posibilidad de que vaya a Inglaterra el año próximo, a Oxford.
—Ah —exclamó Charlie, con aire decepcionado.
—He oído decir que allí todo está muy apagado —comentó William Master.
—Precisamente por eso —confirmó Keller—. Son tantos los alumnos y profesores que están luchando en la guerra que el centro se ha quedado medio vacío. Podría vivir en una de las universidades, dar algunas clases y trabajar en mi libro. Eso me proporcionaría además la oportunidad de darme a conocer allí. Hasta podría llegar a integrar el cuerpo docente de forma permanente.
—¿Cómo surgió la idea? —preguntó William.
—A través de Elihu Pusey —explicó Keller—. Quizá lo conozcan ustedes. —No lo conocían—. Es un rico caballero neoyorquino y un notable erudito también. Lo traté gracias a las investigaciones que realizo. Conoce a gente de los dos
colleges
de Oxford, el Trinity y el Merton, y va a expresarles personalmente mi interés en trabajar allí.
—Qué suerte —murmuró Rose.
—Lo único que me retendría es mi padre. Se está poniendo tan débil que no me gusta dejarlo solo, pero él insiste en que debería ir y hasta se ha ofrecido a financiar el viaje.
—Por egoísmo, yo preferiría que se quedara —dijo Charlie.
—No cuenten a nadie lo que les he dicho, por favor —pidió Keller.
—Descuide —lo tranquilizó Rose.
La perspectiva de que Edmund Keller se ausentara de Columbia durante todo el tiempo en que Charlie iba a estudiar allí resultaba de lo más atractiva para Rose. No obstante, pese a todas sus relaciones sociales, no veía qué podía hacer para que aquello se hiciera realidad. Si Elihu Pusey tenía intenciones de recomendarlo a las personas que conocía estaría muy bien, pero ella no tenía medio de ejercer ninguna influencia en la Universidad de Oxford.
Ya casi se había olvidado del asunto cuando, al cabo de una semana, en un encuentro destinado a prestar apoyo a la Biblioteca Pública de Nueva York, vio que el señor Pusey formaba parte de los invitados y pidió que se lo presentaran.
Se trataba de un anciano de aspecto muy distinguido. No le costó mucho hacer derivar la conversación hacia la Universidad de Columbia, para mencionar que su hijo estudiaba allí y que conocía al señor Nicholas Murray Butler.
—Conozco a Butler, por supuesto —dijo educadamente él, aunque Rose no captó mucho entusiasmo en su afirmación.
—Hay un profesor que le gusta mucho a mi hijo llamado Edmund Keller. No sé si lo conocerá.
—¿Edmund Keller? —A Elihu Pusey sí se le iluminó entonces la expresión—. Pues claro que lo conozco. Un historiador muy prometedor. De hecho… —Parecía que estaba a punto de decir algo y que hacía cambiado de parecer.
—La otra noche estuvo cenando en casa —explicó ella, antes de abrir una pausa para observar su reacción—. Él y mi marido comparten una gran pasión por los automóviles Rolls-Royce —añadió—. El señor Keller es todo un anglófilo.
—Ah. —Elihu Pusey la observó con atención y luego calló un instante—. ¿Lo conoce bien?
—No especialmente, pero sí sé mucho respecto a él. Los abuelos de mi marido, Frank y Hetty Master, prestaron un gran apoyo a su padre, el fotógrafo, en los comienzos de su carrera.
—Comprendo. Master. —Calló un momento, como si hiciera memoria—. ¿Entonces es la señora Master que vive al lado de la Quinta Avenida? He oído hablar de sus fiestas y cenas.
—Qué bien. ¿Podría convencerlo para que acuda a una de ellas?
—Desde luego —respondió, mientras se le alegraba de nuevo la expresión. Ya fuera por la perspectiva de la cena, o con mayor probabilidad, porque conocía su fama de persona más bien conservadora, Elihu Pusey parecía predispuesto a confiarle algo más—. Quizás usted pueda darme su opinión sobre un asunto un tanto delicado. Se trata de algo confidencial, claro está.
—Las personas como yo conocen el valor de la discreción, señor Pusey.
—Por supuesto. El caso es que iba a escribir una carta para el joven Keller, una recomendación.
—Ah.
—Pero antes de hacerlo, pensé que debía indagar un poco. Su familia es alemana, según tengo entendido. Hablan en alemán, incluso. Yo me planteaba si, en las actuales circunstancias…
Adivinaba perfectamente los escrúpulos de Elihu Pusey, y los comprendía. «Se imagina el ambiente de esa Universidad de Oxford y el daño que causaría a su reputación que Keller llegara allí recomendado por él y se pusiera a hablar a favor de los alemanes».
—Recuerdo haber oído que Edmund Keller tuvo que estudiar alemán por algo relacionado con sus clases —señaló, como si nada, Rose—. Creo que habla varios idiomas, aunque sí puedo asegurarle que su padre Theodore no habla ni una palabra de alemán. Esa familia es tan americana como, no sé, los Astor, los Hoover o los Studebaker.
—Ah. —Elihu Pusey titubeó un instante—. Hay otra cuestión, además, más grave tal vez. Hablé con Nicholas Murray Butler y me expresó cierta preocupación. Temía que algunas de las opiniones del señor Keller pudieran tener un talante… —al anciano parecía repugnarle incluso pronunciar la palabra— algo socialista.
Aquél era un momento en que valía la pena disimular. Rose puso, por consiguiente, cara de gran estupor.
—¿Socialista?
—Sí.
—Usted conoce al señor Butler, seguro, y sabrá que es un hombre que alberga bastantes prejuicios.
—Cierto.
—Por lo que mi hijo me cuenta de sus clases, yo sé, por ejemplo, que el señor Keller siempre es muy escrupuloso y no deja de presentar las cosas bajo distintos aspectos. Y también me imagino que si al señor Butler no le cae bien alguien, es muy capaz de acusarlo de vaya a usted a saber qué. Yo le puedo asegurar, sin embargo, que si el señor Keller fuera ni remotamente socialista, nunca habría puesto los pies en mi casa.
—Butler puede sostener prejuicios infundados, sí —convino Pusey—. Pero ¿está segura de las opiniones personales de Keller?
—Le contaré algo, señor Pusey. Hace unos años, cuando hubo todos aquellos conflictos con las obreras de la confección, asistí a una comida. En ella oí hablar al señor Keller con gran contundencia en contra de los huelguistas. Advirtió a todo el mundo, sin rodeos, de que los huelguistas se dejaban manipular por los socialistas, los rusos y los anarquistas, y que no había que tener ninguna consideración con ellos. Habló con mucha vehemencia. Me acuerdo muy bien. Luego resultó que tenía toda la razón. —Después de dar por concluida aquella monstruosa y descarada mentira, dedicó un gesto de complicidad al señor Pusey—. No hay que hacerle mucho caso a Nicholas Murray Butler.
—Ah. —Elihu Pusey parecía haberse liberado de un gran peso—. Me ha sido de gran ayuda, señora Master. Se lo agradezco.
Un par de meses más tarde, Charlie le informó de que Edmund Keller iba a irse a Oxford.
—Me consta que es eso lo que quería —dijo ella, sonriente.
A cinco mil kilómetros de distancia de su influenciable hijo no podía desear nada mejor, aunque aquello no tenía por qué saberlo nadie.
—Keller dice que le hablaste bien de él al hombre que lo recomendaba. Nunca me lo comentaste. Te está muy agradecido.
—No fue nada. Conocí por causalidad al señor Pusey en una reunión, eso es todo.
—Sé que antes no te gustaba mucho Keller. Supongo que cambiaste de opinión después de que viniera a cenar.
—Claro.
—Me impresiona que pudieras hacer eso. Cambiar de opinión, me refiero.
—Ah, muchas gracias.
—Te voy a decir una cosa.
—¿Qué, Charlie?
—Te has ganado la amistad eterna de Edmund Keller —afirmó, radiante.
1925
Curiosamente, no fue la muerte de Anna, ni la guerra, ni siquiera aquella extraña nueva ley —incomprensible para alguien proveniente de un país productor de vino como el suyo— que prohibía consumir bebidas alcohólicas a los americanos, ni tampoco el creciente distanciamiento de Paolo con respecto a sus padres, lo que cambió la vida de Salvatore Caruso. El cambio vino a través de su hermano mayor Giuseppe y la compañía del Ferrocarril de Long Island.
Aquella compañía era algo extraordinario. Controlaba una enorme y compleja red de ferrocarriles y líneas de tranvía, algunas de las cuales databan de casi un siglo atrás, y llegaban desde Pensilvania, atravesaban Manhattan y acababan en Long Island. Por la Penn Station de Manhattan y el gran cruce de vías de Jamaica, en Long Island, pasaban a diario millones de viajeros. Naturalmente, la empresa de ferrocarriles hacía lo posible para convencer al mundo de las ventajas de vivir en Long Island, un lugar desde el que uno podía desplazarse fácilmente a la gran ciudad. El caso era que las nuevas vías de tren de la isla las tendían sobre todo los italianos.
Ello dio como resultado que muchos miembros de la comunidad italiana se instalaran en numerosos lugares situados a lo largo de la agradable costa meridional de Long Island.