Las expectativas de Mary eran simples. Sólo quería salir con la apariencia de una dama, un poco más joven de lo que era. En cuestión de veinte minutos, pudo sacarle un retrato, sentada en una silla tapizada, delante de una cortina de terciopelo y una mesa con un jarrón… una foto de la que sin duda se sentiría muy satisfecha y que entregaría a su familia para que un día alguien pudiera decir: «Mira, ésta es la tía Mary cuando era joven. Era una dama bastante guapa».
El caso de Gretchen era distinto, porque ella ya tenía los retratos que necesitaba. En los últimos años, había observado en ella, no obstante, algunos sutiles cambios de actitud. Éstos se debían en parte, como era lógico, a que ella lo había oído hablar de su trabajo y había empezado a entender la diferencia que había entre lo interesante y lo anodino. Sin embargo, había algo más que últimamente había detectado varias veces: un humor malicioso, un espíritu de aventura e incluso un asomo de anarquía, tal vez, bajo su plácida fachada exterior. ¿Podría ser que Gretchen tuviera unas secretas tendencias ocultas?
—Es hora —anunció— de que compongamos nuestro cuadro.
No habría podido precisar por qué, pero Theodore sabía ahora qué quería. Hacía un tiempo que no utilizaba aquel telón de fondo, que mucha gente habría considerado pasado de moda. En el fondo del estudio encontró lo que buscaba.
Se trataba de una escena campestre dieciochesca, florida, rococó y sensual. Podría haber sido un decorado pintado por Watteau o Boucher para la corte francesa. Delante, colocó un columpio, en cuyas cuerdas anudó unas cintas acordes con el ambiente de la escena pintada. Luego sacó un par de amplios sombreros de paja que les hizo poner.
—Mary, siéntate en el columpio —ordenó—. Gretchen, quédate de pie detrás.
El resultado era bueno, divertido y lleno de encanto. Indicó a Gretchen que fingiera empujar a Mary en el columpio. Le costó un par de minutos cuadrarlo todo, pero al final parecía realmente que el columpio estuviera a punto de salir propulsado al aire. Entonces les pidió que no se movieran y tomó la foto.
—Otra —dijo Mary.
Sin discutir, preparó la cámara y se colocó debajo de la tela negra. En ese preciso instante, Gretchen alargó la mano y dio un manotazo al sombrero de Mary. Ésta se echó a reír y sacudió la cabeza hacia atrás. En el momento en que se le soltaba el pelo, Theodore tuvo un destello de inspiración y disparó la foto.
Al salir de debajo de la tela, observó a las dos mujeres, a su hermana con su sonrisa maliciosa y a Mary con el cabello en libertad, y entonces pensó: «¿Cómo no me había dado cuenta antes de lo hermosa que es?».
Les ofreció limonada y tarta de comino, y se pusieron a charlar de sus familias y de las vacaciones. Él estuvo muy atento con Mary, mientras Gretchen observaba alegremente el estudio. De repente, posó la mirada en el libro de poesía.
—¿Qué es esto, Theodore? —preguntó.
—Es un libro malo, Gretchen —le advirtió con una sonrisa.
—
Hojas de hierba
—leyó ella—. Walt Whitman. Ya he oído este nombre.
—Escribió un poema titulado «¡Batid, batid, tambores!» sobre la guerra, que se hizo bastante famoso hace un par de años. Pero este librito se publicó antes y causó cierto escándalo. Las poesías son interesantes, de todas formas.
Al mirar a Mary, Theodore advirtió con sorpresa que ella se había sonrojado. Puesto que, por lo que él sabía, el contenido de aquellos versos imbuidos de erotismo homosexual nunca había transcendido más allá de los círculos literarios, sintió curiosidad por saber cómo Mary había llegado a saber algo al respecto. De todos modos, prefirió no preguntarle nada. Luego se le ocurrió de repente que tal vez supondría que, si él leía aquel tipo de poesía, era porque él mismo compartía aquellas tendencias.
—Whitman tiene talento, pero yo creo que Baudelaire es aún mejor —dictaminó—. Ahora escuchad esto. Imaginad que estáis en una isla bajo el sol de verano. Todo está en calma y sólo se oyen las olas que lamen la orilla. El poema se titula «Invitación al viaje».
—Pero está en francés —objetó Mary, que ya se había recuperado de su turbación.
—Escucha sólo cómo suena —le dijo, antes de comenzar a leer—: «
Mon enfant, ma soeur, Songe à la douceur, D’aller làbas vivre ensemble…
».
Mary escuchó. Su azoramiento duró sólo un momento, después de que Theodore mencionase a Walt Whitman. Tampoco era que supiera gran cosa de él, pero recordaba el nombre por una conversación que había oído una vez en una cena en casa de los Master. Por eso sabía que el señor Whitman estaba considerado como un hombre indecente y tenía cierta idea de lo que aquello podía significar. De improviso había sentido vergüenza ante la posibilidad de que Theodore pudiera suponer que ella sabía algo sobre esa clase de personas, y por eso se había ruborizado. Decidida a no volver a ponerse en evidencia, se mantuvo muy callada, escuchando.
Nadie le había leído un poema hasta entonces, y mucho menos en francés, pero tenía que reconocer que los suaves y sensuales sonidos se parecían bastante a las olas del mar, y supuso que si hablara ese idioma, encontraría aquellos versos tan magníficos como los consideraba Theodore.
—Gracias, Theodore —dijo educadamente, cuando él concluyó la lectura.
—Os enseñaré algunas obras mías antes de que os vayáis —propuso él de repente.
Mary no supo a qué se refería, pero mientras Theodore sacaba unas carpetas de unos cajones, Gretchen se lo explicó.
—Esto supone un gran honor, Mary —le aseguró—. Aunque se gana la vida con los retratos, para Theodore lo importante son las obras que hace por iniciativa propia. Casi nunca habla de eso.
Ya de vuelta, Theodore depositó las carpetas en la mesa y las abrió. Entonces Mary pudo observar unas fotografías radicalmente distintas de los retratos que había visto. Unas cuantas eran imágenes de personas, alguna de las cuales estaban tomadas de cerca. La mayoría eran de mayor tamaño, a menudo en formato de paisaje. Había escenas de las calles de la ciudad y del campo; había estudios de callejones y patios con juegos de luces y sombras; había fotos de golfillos y mendigos, del trajín de los muelles, del puerto, de los barcos en medio de la niebla…
Mary no estaba segura de cómo debía interpretar algunas de ellas, cuyo contenido le parecía un puro fruto del azar. Le bastó lanzar una ojeada a Gretchen y reparar en la manera como las escrutaba con gran atención para comprender que aquello exigía alguna clase de observación especial, alguna organización de la imagen que ella no entendía. También le resultaba extraña la actitud de Theodore. Aunque seguía siendo el mismo joven de ojos separados que conocía desde siempre, la seriedad y el aire abstraído que había encontrado tan graciosos en él en la infancia se habían transformado ahora que ya era un adulto. La concentración y la intensidad de su cara le recordaron la expresión que tenía Hans cuando tocó el piano para ella. Al ver a los dos hermanos juntos apreciando ese arte que ella no entendía, lamentó no poder compartirlo con ellos.
Hubo una foto que le impactó en especial; estaba tomada en el West Side, en el punto donde las vías del ferrocarril bordeaban el río Hudson. Arriba, los relucientes bordes de los densos nubarrones parecían reflejar el apagado brillo de metal de los raíles. Al lado, privado en cambio de todo fulgor, el río era una gigantesca y oscura serpiente. Y sobre las vías, algunas más cerca y otras ya en la lejanía, caminaban dispersas las tristes figuras de los negros que salían de la ciudad.
Aquélla era una escena bastante común, no le cabía duda. El ferrocarril subterráneo, como lo llamaban todos, siempre había traído esclavos fugitivos a Nueva York. Ahora, con la Guerra de Secesión, aquella afluencia había adquirido dimensiones de marea, de tal modo que, al llegar a Nueva York, la gran mayoría de los negros no encontraban ni trabajo ni buena acogida. Por ello, todos los días se los podía ver partiendo por otra clase de raíles, con la esperanza de poder montarse a un tren en marcha o, como mínimo, seguir aquel camino de hierro que conducía al lejano norte, donde quizás alguien los recibiría mejor.
Con su extraña e irreal luz, el duro destello de las vías y la negrura del río, la fotografía captaba a la perfección la desolada poesía de la escena.
—¿Te gusta? —preguntó Theodore.
—Mucho —repuso—. Es muy triste, pero…
—¿Dura?
—No me había dado cuenta de que una vía de ferrocarril como ésa —explicó, esforzándose por hallar la manera de expresarlo— podía ser también hermosa.
—Ajá. —Theodore miró, complacido, a su hermana—. Mary tiene buen ojo.
Tuvieron que irse poco después.
—Ojalá pudiera comprender las fotografías como tú, Gretchen —dijo Mary, mientras iban hacia el sur para tomar el transbordador.
—Theodore me enseñó un poco, eso es todo. Yo te puedo transmitir algo, si quieres.
El trayecto en transbordador, desde Battery Point, duraba un par de horas. En un día soleado, era una delicia cruzar la punta superior de la gran bahía, por donde los barcos entraban en el East River. Desde allí siguieron la enorme curva de la costa de Brooklyn hasta que, cerca del estrecho que separaba Brooklyn de Staten Island, se adentraron despacio en la inmensidad del Lower Bay.
—Ahí está Fort Lafayette —señaló en determinado momento otro pasajero—. Allí tienen a bastantes hombres del Sur, que el presidente retiene sin cargos ni juicio.
No quedó claro, con todo, si aprobaba o rechazaba aquella violación de los derechos de los sureños.
Tampoco en ese momento a Gretchen y Mary les interesaba conocer la suerte de aquellos prisioneros, pues, con la cara rociada por la salobre brisa del Atlántico y mientras el barco comenzaba a cabecear con vigor sobre las agitadas aguas, percibieron el primer atisbo, por el sureste, de las amplias playas adonde se dirigían: Coney Island.
La pelea que tuvo lugar a la tarde siguiente entre Frank Master y su esposa se desarrolló exactamente según lo había previsto él. Eran las cuatro de la tarde cuando llegó a casa y la encontró en el salón.
—¿Está Tom? —preguntó alegremente. Entonces ella le dijo que su hijo había salido—. Bueno, de cualquier manera, todo está arreglado —declaró él con una sonrisa—. No lo van a reclutar. He pagado mis trescientos dólares y me han dado un recibo; después he ido a ver cómo se realizaba el alistamiento y no parece que haya ningún problema.
Hetty recibió aquella información sin formular ningún comentario.
Durante los dos años transcurridos desde el inicio del conflicto armado entre los estados del Norte y del Sur de Estados Unidos, todos los regimientos de la Unión se habían nutrido de voluntarios. Hacía muy poco que el presidente Lincoln se había visto obligado a ordenar un reclutamiento. Los nombres de todos los varones en edad de luchar se ponían juntos y la selección se efectuaba por sorteo.
Si uno tenía dinero podía librarse, sin embargo; el que lo tenía, enviaba a un pobre a luchar en su lugar o pagaba trescientos dólares a las autoridades, que se encargaban de buscar a un sustituto.
Frank Master lo consideraba algo razonable. Y el joven Tom, que no tenía el menor deseo de ir al campo de batalla, lo había encontrado genial.
Mientras que en Europa las clases altas se enorgullecían de sus proezas militares, los ricos de los estados del norte de América no abrigaban tales ilusiones. En Inglaterra, ciertos regimientos estaban llenos de aristócratas, sobre todo los benjamines de las familias, que incluso pagaban por que les nombraran oficiales y se consideraban por encima del común de los mortales cuando desfilaban con sus uniformes. ¿Acaso no eran, al menos en teoría, descendientes de los barones y caballeros de la Inglaterra medieval? La aristocracia no se dedicaba al comercio, ni redactaba testamentos, ni curaba enfermedades. Dios los guardaba de tales menesteres; aquello era para las clases medias. La nobleza vivía en la tierra y conducía a sus hombres a la batalla. En América también, entre las viejas familias terratenientes, desde Virginia hacia el sur, se podía encontrar todavía un eco de aquella tradición, aunque no en Boston, ni en Connecticut ni en Nueva York, que renegaban de tales actitudes. Era mejor pagar y dejar que los pobres murieran en la guerra. Los pobres desde luego que sabían esto.
—Las guerras las deciden los ricos y las pelean los pobres —se quejaban los que no podían pagar para librarse.
Entre las autoridades de la ciudad reinaba cierto temor a que el alistamiento pudiera ocasionar disturbios.
Por ese motivo, aquella mañana de sábado, habían optado por iniciar la selección en los cuarteles generales del distrito Nueve, situados en un edificio aislado rodeado de solares vacíos, entre la Tercera y la Cuarenta y Siete, bien alejado del núcleo de la ciudad. Frank Master había ido a echar un vistazo y había comprobado que se había concentrado una multitud para ver cómo el oficial de justicia iba sacando los nombres de un tonel. No hubo disturbios, sin embargo, y al cabo de un rato, con evidente expresión de alivio, el hombre había dado por terminada la sesión, anunciando que ésta se reanudaría el lunes.
—No pareces muy contenta —señaló Frank a Hetty.
Su mujer se mantuvo en su mutismo.
—¿De veras quieres que Tom vaya a luchar en esa maldita e insensata guerra? Porque si él no lo hace, yo te lo puedo decir.
—Debe ser él quien decida por sí mismo.
—Ya lo ha hecho —declaró Master.
Con el tajante tono que empleó fue como si le dijera: «Ya ves, estás sola».
Si ya en la época en que se celebró la conferencia en el Instituto Cooper, el matrimonio de Frank y Hetty Master padecía tensiones, los acontecimientos posteriores no habían contribuido a mejorar las cosas. Tras ser elegido candidato republicano, Lincoln había organizado una hábil campaña.
—Crea lo que crea tu madre —le había explicado Frank al joven Tom—, la verdad es que la población del Norte está en principio en contra de la esclavitud, aunque no es una cuestión que les apasione. Por más que lo incluya en su programa, Lincoln sabe que con ello no va a ganar.
Antes de las elecciones de 1860, el Partido Republicano creó un lema: «Tierra libre, trabajo libre, hombres libres». Apoyados por el gobierno, los laboriosos norteños debían asentarse en los territorios del Oeste, construir vías de ferrocarril y montar industrias, mientras que los sureños, considerados moralmente inferiores a causa de su respaldo a la esclavitud, quedarían rezagados.