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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (76 page)

BOOK: Nueva York
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—No es usted la que se escandaliza con la idea, Mary —dijo—, sino yo.

Después se echaron a reír los dos.

—Y dime, ¿qué es lo que te interesa de tus amigas? —preguntó con atrevimiento Mary.

Antes de responder, él se quedó pensativo, con la vista perdida.

—Para serte sincero —repuso al fin—, yo no voy detrás de las mujeres porque sí, como hacen muchos hombres. Si busco la amistad de una mujer es porque la encuentro interesante.

Después de comer dejaron corretear a los niños por la sala. Algunos de los mayores volvieron a ir a pasear a la playa, mientras otros optaban por jugar a las cartas en el porche. Theodore encendió un puro y se fue al agua. Gretchen y Mary jugaron a las cartas un rato con un agradable señor de Westchester y su esposa, y luego fueron a instalarse en unas tumbonas encaradas en dirección a la playa, mientras se iniciaba el largo crepúsculo de verano.

—Tiene que ser bonito estar casada y tener hijos —comentó Mary—. Me parece que te envidio por eso.

—No está mal, aunque da mucho trabajo —repuso Gretchen.

—Seguro que sí, pero tener un marido…

Gretchen guardó silencio un instante.

—Al cabo de poco te toman como algo que tienen a su disposición —dijo.

—Pero tu marido es una buena persona, ¿no?

—Ah, sí. —Gretchen elevó la mirada al cielo—. No me puedo quejar.

—Y quieres a tus hijos.

—Por supuesto.

—Supongo que me habría casado con Nolan si no hubiera descubierto que era una persona brutal.

—Entonces te alegras de no haberlo hecho.

—Sí, desde luego.

—¿Te sientes sola? —preguntó Gretchen al cabo de un poco.

—No mucho. Bueno, un poco.

Después permanecieron en silencio un momento.

—Supongo que mi hermano sentará la cabeza algún día —señaló Gretchen con un suspiro. Luego se echó a reír—. Cuando cumpla cincuenta años. —Entonces la miró—. Mantente apartada de mi hermano, Mary; has de saber que es peligroso.

Aun sabiendo que Gretchen se preocupaba por ella, Mary consideró que no tenía derecho a decirle aquello, de modo que experimentó un involuntario sentimiento de rencor y rebeldía.

—Ya soy bastante mayor para cuidarme, gracias —replicó.

Cuando Theodore regresó, todos coincidieron en que después de haber estado tomando el aire y haciendo ejercicio ese día, tenían ganas de retirarse al interior.

El cielo estaba aún arrebolado cuando las dos amigas se desnudaron y se metieron en la cama. Mary oía el quedo ruido del mar a través de la ventana abierta. Aún no se había dormido del todo cuando oyó un roce y se dio cuenta de que Gretchen se había levantado. Cuando irguió la cabeza para ver qué hacía, descubrió que estaba a su lado. Con el pelo suelto desparramado sobre los hombros, se inclinó rozándole la cara con ellos y le besó la frente antes de volver a la cama. Mary se alegró de constatar que, aunque se hubiera enojado con Gretchen hacía un momento, ella seguía siendo, como siempre, su amiga.

Sean O’Donnell se levantó esa mañana a las nueve. Su mujer y sus hijos aún desayunaban cuando bajó al bar y encontró a Hudson atareado limpiando los restos de la noche anterior. Antes de salir a mirar a la calle, dedicó al negro un breve saludo con la cabeza.

Era un domingo por la mañana. Aunque la calle estaba tranquila, permaneció un rato en el porche, dando prueba de su habitual prudencia.

Luego se volvió y observó que el joven Hudson tenía un aire pensativo.

—¿Pensabas salir hoy? —preguntó.

—Tengo que ir a la iglesia más tarde —dijo el negro.

La iglesia presbiteriana de Shiloh. No quedaba lejos.

—Avísame antes de irte —indicó Sean.

Habían transcurrido tres años desde que conoció a Hudson. Como la mayoría de los negros de la ciudad, había llegado después de un largo y peligroso viaje a través del ferrocarril subterráneo, cuyo punto de destino había sido la iglesia de Shiloh. Un periodista, amigo del ministro negro de Shiloh, le había preguntado a Sean si podía encontrarle alguna colocación a Hudson. Para complacer a aquel cliente habitual, aceptó ver al joven.

Personalmente, Sean no sentía una inclinación personal por ayudar a los esclavos fugitivos. Como a casi todos los católicos irlandeses de la ciudad, le inspiraban antipatía los privilegiados ministros evangélicos protestantes que predicaban la abolición, y no sentía ningún antagonismo contra el Sur. En los bares de Nueva York había, no obstante, algunos negros que se encargaban de los trabajos más ingratos, y nadie les prestaba mucha atención.

—Nueva York no es un sitio muy acogedor para un negro —advirtió a Hudson.

—Mi abuelo me dijo que él se había criado aquí —explicó Hudson—. Por eso quería quedarme.

Sean se decidió a probar suerte con Hudson, que resultó ser un buen trabajador.

—¿Es Hudson tu apellido? —le había preguntado.

—Mi padre se llamaba Hudson, señor. Y yo soy Hudson Junior, pero no tengo otro nombre.

—Hombre, necesitarás un apellido —opinó Sean—. Y eso de Hudson Hudson suena un poco mal, me parece. ¿Por qué no adoptas el apellido de River? —propuso tras un momento de reflexión—. Entonces te llamarías Hudson River; a mí ese nombre me suena la mar de neoyorquino.

Al poco tiempo registraron al joven como Hudson River y, gracias a este curioso nombre, acabó convirtiéndose en una especie de mascota del bar.

—Hudson, ven a ayudarme a cerrar estos postigos —pidió entonces Sean O’Donnell.

Juntos cerraron los grandes postigos verdes que cubrían las ventanas del lado de la calle. Después Sean salió y comenzó a mover los postigos, provocando un considerable tableteo. Al entrar, preguntó a Hudson si le había parecido que estaban firmes los pestillos de los postigos y éste respondió que no mucho.

—¿Crees que podrías afianzar los postigos con una barra? —preguntó Sean, porque a Hudson se le daban bien esa clase de trabajos. Hudson contestó que sí—. Lo quiero para hoy —precisó Sean.

—¿Va a haber problemas?

Sean O’Donnell era capaz de oler las complicaciones. Nadie sobrevivía treinta y ocho años en las calles de la zona de Five Points sin desarrollar un instinto especial para el peligro. Desde su juventud, sólo con ver caminar a un hombre podía discernir si llevaba un cuchillo. En ocasiones podía captar el peligro antes de volver una esquina… aunque no era capaz de explicar por qué.

Ahora que era mayor y se había instalado como propietario, aplicaba aquel mismo instinto a sus negocios. Su actitud con respecto a la comunidad financiera era característica.

—Tal como lo veo yo —había expuesto a su hermana—, puesto que la mayoría de los hombres de Five Points van a robarte en cuanto tengan ocasión, y en vista de que yo no conozco a ni un solo concejal en la ciudad al que no se pueda comprar, ¿por qué iban a ser diferentes los comerciantes de South Street o los banqueros de Wall Street? Todos son unos delincuentes, diría yo. —Uno de los motivos por los que nadie sabía cuánto dinero tenía era que se negaba a confiarlo a cualquier institución financiera. Él prestaba dinero a gente que conocía personalmente, con lo que incurría en riesgos. Invertía en numerosas empresas, que podía vigilar por sí mismo y también tenía bonos del gobierno—. Los del gobierno son igual de corruptos que los demás, pero ellos pueden imprimir dinero. —Sus reservas de dinero en metálico las guardaba, sin embargo, en cajas cerradas, que escondía en lugares seguros.

Aunque pudiera parecer primitivo, aquel método lo había salvado de apuros. Hacía unos seis años, cuando después de efectuar toda clase de préstamos arriesgados, el director de la gran compañía aseguradora Ohio cerró las puertas e intentó darse a la fuga con los fondos que quedaban, la mitad de los bancos de Nueva York, que habían prestado a su vez a Ohio, no pudieron satisfacer sus deudas. Como todas las instituciones financieras se habían concedido préstamos unas a otras, sin tener la menor idea de quién los garantizaba, el pánico de 1857 se propagó pronto a medio planeta y, aunque duró poco, fueron innumerables los personajes de Wall Street que lo perdieron todo durante aquella crisis. Un avispado individuo llamado Jerome, que acudía con frecuencia al bar, había visto venir a tiempo la quiebra y apostó fuerte en el mercado desestabilizado.

—He ganado más de un millón de dólares con esta crisis —informó tranquilamente a Sean unos meses más tarde.

En cuanto a éste, había recurrido a su arcón de dólares en billetes y después de comprar algunas propiedades que habían bajado mucho de precio, había seguido sirviendo bebidas a todo aquel que tuviera dinero con que pagarlas.

La noche anterior, no obstante, al escuchar las conversaciones del local, lo que había captado no era una turbulencia financiera. Se trataba de algo más visceral, más relacionado con Five Points que con Wall Street. La multitud que abarrotaba el bar el sábado por la noche era diferente de la clientela que había entre semana. No había casi ningún periodista; casi todos eran irlandeses del barrio.

Y eso es lo que había sentido y percibido: peligro, un peligro de sello irlandés.

La comunidad irlandesa respetaba a Sean. Pese a que en Five Points todavía había quien se acordaba con temor de su navaja, entre los incontables emigrantes llegados a raíz de la Gran Hambruna eran muchos más los que tenían motivos para estar agradecidos con él por haberles proporcionado un sitio donde vivir o un trabajo, y haber facilitado su adaptación a aquella peligrosa sociedad, nueva para ellos.

Aún mantenía el contacto con el alcalde Fernando Wood. El hermano de éste, Benjamin, que era patrono de un periódico y había escrito un libro, acudía de vez en cuando al bar y aunque el alcalde se había distanciado últimamente de los otros miembros de Tammany Hall, Sean seguían teniendo buenas relaciones con ellos.

—Tú eres leal a Wood y nosotros respetamos eso —le había dicho hacía poco uno de ellos, conocido con el apodo de Boss Tweed—. Aun así, sigues siendo uno de los nuestros, O’Donnell. Puedes venir a verme cuando Wood ya no esté…

En las elecciones, Sean podía entregar un millar de votos por autoridad propia.

En su bar era el rey. El joven Hudson había sido testigo de ello poco después de haber empezado a trabajar allí. En otoño de 1860, el hijo de la reina Victoria en persona, el príncipe de Gales, había realizado una visita de buena voluntad a Canadá y Estados Unidos. Después de ver al funambulista Blondin atravesando las cataratas del Niágara en una cuerda floja —y de haber declinado educadamente el ofrecimiento de éste de transportarlo sobre esa misma cuerda en una carretilla— el príncipe de diecinueve años había llegado a Manhattan. La ciudad le había dispensado un regio recibimiento, pero para los emigrantes irlandeses, que culpaban a Inglaterra de la Hambruna sufrida por su país, su visita no era de recibo. El 69.º Regimiento Irlandés se había negado en pleno a desfilar ante él y, por descontado, nadie tenía ninguna intención de llevarlo a pasear por Five Points.

La razón por la que a algunas personas bienintencionadas que lo guiaban por el barrio de los periódicos se les ocurrió de improviso enseñarle un bar neoyorquino nadie la llegó a conocer. Sin duda creyeron que, con su habitual clientela de periodistas, el de O’Donnell sería un sitio indicado. Lo cierto fue que ese día, a las nueve en punto, en el salón entró un grupo de caballeros, entre los cuales resultaba fácilmente reconocible el príncipe, aunque fuera de incógnito, y pidieron unas bebidas en la barra.

Como era normal, en el local había en ese momento varios escritores e impresores, pero también debía de haber una veintena de irlandeses. El silencio se instaló en la sala. Los empleados de los periódicos observaban con curiosidad, pero los irlandeses miraban con terrible frialdad y fijeza al joven. Hasta la expresión de las caras del par de policías irlandeses instalados en un rincón daba pie a pensar que, llegado el momento, harían como si no vieran ni oyeran nada. La comitiva real captó el mensaje. Miraban con ansiedad a su alrededor, sin saber qué hacer, cuando la sosegada voz de Sean interrumpió el tenso silencio.

—Bienvenidos al bar O’Donnell, caballeros. —Entonces paseó la mirada sobre todos los presentes—. En este local hacemos gala de la hospitalidad irlandesa a todo viajero que haya venido a parar aquí.

Allí acabó todo y en el bar volvió a sonar el habitual murmullo de voces. La comitiva real tomó lo que había pedido y poco después se marchó, agradecida por el desarrollo del incidente.

Las conversaciones de la noche anterior habían sido de otro cariz. No tenían nada que ver con la Hambruna, ni con el resentimiento irlandés hacia Inglaterra, sino con la Unión y Nueva York. Si su instinto no le fallaba, aquello entrañaba problemas, y, además, graves. Y en aquel caso, no habría ninguna autoridad moral, ni la suya ni la de nadie, capaz de contener la marea.

Todos los políticos saben lo tornadizo que puede ser el sentir de las masas. En ocasiones el cambio en la opinión pública se efectúa de forma gradual; en otras, como el agua contenida por una presa, de repente se desborda y se precipita como una riada, barriendo todo a su paso.

Cuando Fernando Wood había sugerido que la ciudad se separase de la Unión, pecó posiblemente de falta de rigor, pero sus palabras calaron en muchos irlandeses neoyorquinos. No obstante, unas semanas después, a raíz del inicio de la Guerra de Secesión, tanto el alcalde como sus partidarios irlandeses modificaron por completo su postura. ¿Cómo se explicaba aquello?

El Sur había llevado la iniciativa… y había dejado al margen a los consignatarios de Nueva York, negándose a pagar las deudas y atacando el fuerte Sumter. Aun así, la lealtad demostrada por Nueva York había sido extraordinaria. Durante el primer año, había provisto más de sesenta regimientos de voluntarios. Todas las comunidades de emigrantes habían efectuado su aportación: los alemanes de Kleindeutschland, la legión polaca, los guardias garibaldinos italianos y, por supuesto, las poderosas Brigadas Irlandesas. Habían sido innumerables los aguerridos muchachos que, tras recibir la bendición del cardenal Hughes, partían con orgullo a la guerra bajo los estandartes irlandeses. Sus madres y novias habían bordado con amor dichas enseñas; Mary O’Donnell también había cosido una.

Los soldados recibían una paga, desde luego. Después de noventa días en el frente, volvían a casa con dinero en el bolsillo… cosa que tampoco estaba tan mal para los valientes jóvenes desempleados. Si uno odiaba Inglaterra, deducía que al atacar el Sur perjudicaría el comercio de algodón con Inglaterra. Y para aquellos que soñaban con regresar un día para vengar Irlanda y expulsar a los ingleses, aquello suponía un útil entrenamiento militar.

BOOK: Nueva York
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