—Se ofrecen tierras gratuitas y apoyo del gobierno —señalaba Frank con aspereza—. No está mal como incentivo para actuar bien.
Las elecciones fueron muy reñidas, pero Lincoln salió victorioso por un escasísimo margen. La parte norte del estado de Nueva York había votado al candidato republicano, pero no así los habitantes de la ciudad, de tendencia demócrata, que votaron en contra suya.
Fueran cuales fueran los proyectos de Lincoln, era seguro que iba a causar complicaciones con el Sur, y la riqueza de los comerciantes dependía de éste, al igual que los empleos de los trabajadores. La sociedad de Tammany era consciente de ello; el alcalde Fernando Wood lo sabía y lo pregonaba en voz bien alta. Si Lincoln quería poner en peligro los empleos de la ciudad, ya podía irse al infierno.
Por otra parte, los obreros de Nueva York tampoco estaban muy convencidos con el Partido Republicano. Los granjeros libres republicanos, con sus nociones de esfuerzo individual y superación personal, no veían con buenos ojos a los sindicatos de trabajadores, cuyo único poder de negociación radicaba en su número de afiliados. Los obreros también abrigaban otro tipo de sospechas.
—Si Lincoln consigue lo que quiere, habrá millones de negros libres, que trabajarán por una miseria y vendrán al Norte a robarnos los empleos. Esto no nos conviene.
A Hetty Master le repugnaba aquella actitud; Frank, en cambio, la encontraba comprensible. Por otra parte, los hechos acabaron dándole la razón en lo tocante a sus temores de que se produjera una secesión.
El 20 de diciembre de 1860, Carolina del Sur abandonó la Unión y, uno tras otro, los estados del Sur profundo siguieron su ejemplo. En febrero de 1861, formaron una confederación y eligieron un presidente propio. Otros estados sureños se abstenían por el momento de dar aquel drástico paso, mientras los secesionistas veían una interesante oportunidad en todo aquello.
—Si se disuelve la Unión —declaraban—, podemos negarnos a pagar todas las deudas que tenemos contraídas con los ricachones de Nueva York.
Desde allí se enviaron a Washington delegaciones de comerciantes, tanto demócratas como republicanos, con intención de hallar una solución. Lincoln visitó la ciudad, pero no satisfizo a nadie.
El alcalde Fernando Wood planteó una asombrosa amenaza. Si Lincoln quería iniciar una guerra con el Sur y acarrear la ruina de la ciudad, Nueva York tendría que pensar en otras alternativas.
—Deberíamos separarnos de la Unión —anunció.
—¿La ciudad de Nueva York escindida de los Estados Unidos? —exclamó Hetty—. ¿Está loco o qué?
—No del todo —repuso Frank.
La idea de constituirse en una ciudad libre, en puerto franco, no era nueva. En Europa habían sido numerosas las grandes ciudades, como Hamburgo y Fráncfort, que habían funcionado como estados independientes desde la Edad Media. Los comerciantes de Nueva York pasaron varias semanas planteándose si aquello era factible, y en realidad fue la Confederación del Sur la que zanjó las discusiones con la medida que adoptó en marzo: los puertos del Sur iban a bajar los derechos de aduanas.
—Nos van a dejar fuera del negocio y comerciar directamente con Inglaterra —anunció, abatido, Frank a su familia.
A partir de ahí, no se podía hacer gran cosa; de mala gana, la ciudad de Nueva York se situó en el bando de Lincoln. Al mes siguiente, cuando los confederados dispararon contra el fuerte Sumter, comenzó de manera oficial la guerra. Lincoln aducía que si no se sofocaba la insurrección del sur, se disgregaría la unión de estados fundada por los Padres Fundadores. Había que preservar la Unión.
Puesto que los buenos modales son capaces de mantener un matrimonio y, como aún sentía afecto por ella, Frank Master hacía lo posible por ser educado con su esposa y evitaba decir cosas que la contrariasen. Para Hetty, el dilema era más difícil. Ella amaba a Frank, pero ¿qué se podía hacer cuando tu propio marido contempla cada día un gran mal y, pese a toda su cortesía, le da completamente igual? Tampoco ayudó el hecho de que, cuando estalló la guerra y sus previsiones se demostraron acertadas, él no pudiera contenerse y repitiera «Ya te lo decía». Al cabo de un año de guerra, aunque todavía no habían disuelto su unión, Frank y Hetty ya no miraban mapas juntos ni hacían planes de futuro. Antes, solían sentarse por las noches uno al lado del otro en el sofá, pero ahora cada uno se instalaba a leer en un sillón. Aunque se respetasen, los buenos modales no podían sofocar el rescoldo de su ira. Y en ocasiones, hasta los buenos modales fallaban.
Ese día, al tirarle en plena cara la postura de su hijo y la cuestión del reclutamiento, la había contrariado de manera deliberada.
—Tú detestas esta guerra porque sólo piensas en los beneficios —le espetó con frialdad Hetty.
—En realidad, gracias a esta guerra me he enriquecido más —replicó él, sin perder la calma.
No era el único. Se había tratado en parte de una cuestión de suerte; después de pasar unos meses terribles en 1861, a consecuencia de la caída del comercio con el sur, el destino le había procurado un inesperado regalo a Nueva York. La cosecha de cereal británica había sido desastrosa… y en el Medio Oeste americano había sido magnífica. Por la ciudad habían circulado cantidades masivas de trigo, con destino a Inglaterra. El ferrocarril del Hudson y el viejo canal del Erie habían demostrado con creces su utilidad. A partir de ese momento, el comercio de cereal gestionado en la ciudad había sido floreciente, y también el de ganado, azúcar y petróleo de Pensilvania para la elaboración de queroseno.
Frank Master había descubierto, en suma, lo que sus antepasados de un siglo atrás conocían ya: que la guerra era beneficiosa para los negocios. Las necesidades de los ejércitos son enormes: las fundiciones de la ciudad trabajaban a pleno rendimiento fabricando barcos de guerra y acorazados; en Brook Brothers producían uniformes por millares. Y aparte de eso, en tiempos de guerra los gobiernos necesitan financiación; en Wall Street se ganaban fortunas con los bonos del gobierno. Hasta la bolsa vivía un momento floreciente.
Hetty continuó en actitud de ataque, sin acusar su réplica.
—Tus amigos esclavistas van a perder.
¿Estaría en lo cierto? Probablemente. Incluso después de que ciertos estados indecisos como Virginia se hubieran decantado por el Sur, la lucha era muy desigual. Analizando los recursos de ambos bandos, el Norte aventajaba al Sur en capacidad de mano de obra, de industria e incluso de producción agrícola. La estrategia del Norte era simple: someter a bloqueo al Sur hasta estrangularlo.
El Sur tampoco carecía de bazas, con todo. Sus soldados eran aguerridos y contaba con unos generales espléndidos. Al principio de la guerra, en Bull Run, Stonewall Jackson había contenido a las tropas de la Unión, que habían regresado derrotadas a Washington; el general Robert Lee era un genio. Por otra parte, mientras que el ejército de la Unión luchaba para imponer su voluntad a sus vecinos, los sudistas peleaban en su propio territorio para defender su herencia. Si el Sur lograba resistir de manera prolongada, no era de descartar que los nordistas acabaran perdiendo ánimos y los dejaran en paz. Lee se había visto repelido, con terribles bajas, en Antietam el año pasado, desde luego, y el general Grant acababa de infligir una terrible derrota a los confederados en Gettysburg, pero el final no estaba aún decidido, ni mucho menos.
—El Norte puede ganar —reconoció Master—, pero ¿a qué precio? La batalla de Shiloh fue una carnicería. Hay miles de hombres que mueren y el Sur se está yendo a la ruina, y ¿para qué?
—Para que los hombres puedan vivir en libertad, tal como Dios manda.
—¿Los esclavos? —Sacudió la cabeza—. Yo no creo que ésa sea la razón. Lincoln no encuentra bien la esclavitud, eso no lo niego, pero si entró en guerra fue para mantener la Unión. Eso lo dejó bien claro. Incluso llegó a decir, en público: «Si pudiera salvar la Unión sin liberar ni a un solo esclavo, lo haría». Ésas fueron sus palabras, no las mías. —Abrió una pausa—. Aparte, no se sabe bien qué quiere Lincoln de los esclavos. Por lo que tengo entendido, la principal idea que tiene es encontrar para los esclavos liberados una colonia libre en África o en América Central, y enviarlos allí. ¿Sabías que hasta llegó a decir, directamente a la cara, a una delegación de negros que no los quiere en Estados Unidos?
Fueran oportunos o no, Frank sabía bien que el hecho de que todos aquellos argumentos tuvieran su parte de verdad sólo serviría para irritar aún más a Hetty.
—¡Ésa no es su intención! —replicó—. ¿Y qué me dices de la Proclamación?
Master sonrió al oír la alusión a la Proclamación de Emancipación. Aquél había sido el golpe maestro de Lincoln. A los abolicionistas les encantaba, por supuesto… tal como había previsto Lincoln. Lo había anunciado a finales del año anterior y repetido en primavera. Había proclamado ante el mundo que los esclavos del Sur serían liberados. Eso parecía al menos.
—¿Has analizado, querida, qué fue lo que dijo exactamente el presidente? —inquirió Frank—. Él amenaza con emancipar a los esclavos de todo estado que se mantenga en rebeldía. Es una estratagema negociadora; lo que realmente les dice a los confederados es: «Más vale que os rindáis ahora, porque si os demoráis, voy a liberar a todos vuestros esclavos». En su Proclamación quedan exentos de manera específica todos los condados esclavistas que ya se han colocado en el bando de la Unión. Sabe Dios cuántos esclavos se encuentran ahora bajo control de Lincoln; pues bien, no está liberando a ninguno. A ninguno. —Le lanzó una mirada triunfal—. Ya ves cómo se comporta tu héroe abolicionista.
—Espera a que acabe la guerra —contestó ella—. Entonces verás.
—Puede.
—Tú sólo lo detestas porque es una persona de principios.
—¿De principios morales, eh? ¿Qué principios? En Fort Lafayette tiene retenidos a muchos hombres sin concederles derecho a juicio, o sea que eso le tiene sin cuidado. Ha metido en la cárcel a más de una persona por haber escrito algo en su contra. Por lo visto, nuestro presidente abogado tampoco ha oído hablar nunca del juicio contra Zenger. Te voy a decir lo que es tu amigo Lincoln: un cínico tirano, eso es lo que es.
—¡Vendido!
—Si te refieres a que pienso que esta guerra podría haberse evitado —respondió con una peligrosa calma en la voz— y a que me gustaría que se negociara la paz, igual tienes razón. Y no soy el único. Si te interesa pensar que por eso soy malo, adelante. —Abrió una pausa, ante de elevar el tono—. Pero yo al menos no pretendo enviar a nuestro hijo a una muerte inútil. No es ése tu caso. —A continuación le dio la espalda.
—Eso es injusto —gritó ella.
—Me voy a la oficina —replicó, gritando—. No me esperes despierta.
Al cabo de un momento, abandonó a grandes zancadas Gramercy Park. Hasta que no hubo llegado a mitad de Irving Place, no se permitió aminorar el paso y esbozar una sonrisa.
Todo había salido tal como había planeado.
Mary tendió la mirada sobre el océano. La brisa susurraba entre las matas y le alborotaba el cabello. Las olas acudían a lamer la orilla emitiendo un tenue susurro.
A muchos kilómetros de distancia, por el oeste, se divisaba la orilla meridional de Staten Island. Al frente, entre los dos brazos de la Lower Bay, comenzaba la vasta inmensidad del Atlántico.
—Vayamos a la Punta —propuso Gretchen.
Era sábado por la mañana. La mayoría de turistas de fin de semana no habían llegado aún y en la larga extensión de playa había pocas personas. Desde 1820, cuando se creó un camino de conchas que comunicaba Coney Island con el continente, mucha gente acudía los domingos a caminar por sus largas dunas y playas. Aun así, seguía siendo un lugar tranquilo.
En el centro de Coney Island, una aldea de pequeños hoteles y posadas ofrecía alojamiento para las familias respetables que venían a disfrutar durante una o dos semanas de la calma y del aire del mar. Aunque eran varias las personas famosas que habían estado, como Herman Melville, Jenny Lind y Sam Houston, la alta sociedad no se había enseñoreado aún del lugar, que conservaba un discreto encanto. Cuando alguien descubría Coney Island, solía volver. La media docena de familias que se hospedaban en la posada donde se encontraban Gretchen y Mary iban allí todos los años.
Antes de salir a pasear, habían tomado un copioso desayuno compuesto de huevos, tortas y salchichas en el porche que bordeaba el establecimiento.
La punta occidental de la isla era el único sitio de Coney Island donde comenzaba a despuntar la vulgaridad. Unos años atrás, un par de avispados señores habían decidido abrir un pequeño pabellón allí para ofrecer refrescos y diversión a las personas que llegaban en el transbordador. Para entonces, en verano el local se llenaba de una serie de tahúres, timadores e indeseables de toda suerte. Los clientes del hotel hacían como si no existiera y, de hecho, desde la aldea no se oía ni se veía nada. Gretchen y Mary se entretuvieron, no obstante, durante más de media hora mirando a los hombres que vendían caramelos o a los trileros.
Después, dieron un rodeo por el lado interior de la isla para llegar al camino de conchas.
Visto desde el East River, por aquella época se apreciaba ya una gran actividad en Brooklyn. Junto al mar había los astilleros, los almacenes y las fábricas, y, en Brooklyn Heights, se había desarrollado una zona residencial. Cuando los chaquetas rojas habían acampado allí en 1775, Brooklyn contaba con menos de dos mil habitantes. Para entonces, el número había ascendido a cien mil y hasta se hablaba incluso de acondicionar un elegante espacio público, que se llamaría Prospect Park, en la zona alta. No obstante, detrás de los Heights, se llegaba a una gran extensión de campo abierto, de unos veinte kilómetros de largo, salpicado de pueblos y aldeas fundadas por los holandeses que apenas habían cambiado desde el siglo XVIII.
«Es como si estuviéramos en otro mundo», pensaba Mary al contemplar las largas franjas de dunas, pantanos y terrenos de cultivo azotados por el viento que se prolongaban más allá de la invisible ciudad.
A continuación, volvieron al lado del océano, donde estuvieron paseando por la gran playa de Brighton y aspirando el aire del mar durante más de una hora. Cuando regresaron a la posada, pasadas las doce, estaban hambrientas.
—No comas mucho —aconsejó Gretchen—, porque si no te va a dar sueño.