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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (79 page)

BOOK: Nueva York
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Pero ¿por qué era respetable? Sabía por qué lo era en Gramercy Park, ya que quería ser como los Master. También sabía por qué había querido ser respetable de niña, para no ser como la gente de Five Points. Pero si lo pensaba bien, no era ni una cosa ni otra. Allá en aquel lugar, con la sola presencia del océano y el quedo susurro del roce de las olas en la playa, apenas sabía qué era ya. Gretchen todavía seguía alisándole el pelo cuando se quedó dormida.

Sean se levantó temprano el lunes y bajó directamente al bar. Al abrir la puerta de la calle, se asomó un instante a mirar: todo estaba en calma. Después de echar el cerrojo, inició la inspección del local y, al cabo de unos minutos, apareció su mujer.

—Esta noche has estado muy agitado —le dijo mientras le ofrecía una taza de té.

—Perdona.

—¿Sigues preocupado?

—Me acordaba de lo de 1857.

Pese a que la historia de Five Points era de por sí una desgracia constante, sus habitantes se habían superado a sí mismos seis años atrás. Dos de las bandas católicas, los Conejos Muertos y los Tarugos Feos, habían iniciado una batalla campal con sus tradicionales rivales, los protestantes Bowery Boys. Nadie sabía qué les había llevado a ese estado de furia, y de todas formas importaba poco. Lo cierto fue que aquella vez la pelea se desbordó por completo y se extendió a tantísimas calles que Sean temió que llegara incluso al bar. La policía enviada por el alcalde Wood se demostró impotente. Al final, tuvieron que llamar a la milicia y, para entonces, de algunas calles sólo quedaban ruinas. Se ignoraba cuántas personas murieron… pues las bandas enterraron a sus propios muertos. Sean sabía dónde estaban escondidos los cadáveres, en los oscuros recovecos de Five Points.

—¿Crees que podría volver a ocurrir algo así?

—¿Por qué no? Las bandas siguen ahí. —Lanzó un suspiro—. Supongo que yo también era igual de estúpido, hace años.

—No —disintió su mujer—. Tú eras capaz de matar a alguien, pero no dejándote dominar por la rabia.

Sean tomó un sorbo de té.

—¿Sabes quién vino ayer al bar? —dijo—. Chuck White.

Los miembros de la familia White eran muy numerosos. Hacía unos sesenta años habían tenido algo de dinero, pero al cabo de dos o tres prolíficas generaciones, volvían a encontrarse más o menos en el punto de partida. Chuck White conducía un coche de caballos y también era bombero voluntario.

—No está muy conforme con el alistamiento. Según él, tendrían que eximir a los bomberos, pero no le dieron la razón. —Sacudió la cabeza—. No es una buena táctica enfurecer a los bomberos. —Tomó otro trago de té—. Les gustan los incendios; por eso son bomberos.

—¿Se negarán a apagarlos?

—No. Prenderán ellos mismos el fuego.

A las seis y media Hudson apareció y se puso a limpiar en silencio. Sean lo saludó con un gesto.

Poco después de las siete, llamaron a la puerta de la calle. Sean se asomó con cautela: era un estanquero que tenía la tienda cerca. Sean le abrió.

—Por el West Side se ha juntado un grupo de hombres y cada vez son más. Creí que les interesaría saberlo.

—¿Hacia dónde van?

—Todavía no está claro, pero van subiendo en dirección a Central Park. Seguro que después irán a la Oficina de Reclutamiento. Faltan sólo tres horas y pico para que vuelvan a comenzar los malditos sorteos.

Sean le dio las gracias y luego se volvió hacia Hudson.

—Vamos a cerrar los postigos y el bar —anunció.

—¿Crees que podrían venir aquí después? —planteó su esposa.

—Es posible. —Después de inspeccionar los postigos y comprobar que la puerta quedaba bien cerrada, volvió a dirigirse a Hudson—. Tú te vas a ir ahora mismo al sótano y te quedarás allí hasta que yo te diga que no hay peligro.

—¿Qué tiene que ver el alistamiento con Hudson? —preguntó su mujer, una vez que el negro se hubo ido, a desgana, al sótano.

Sean O’Donnell no respondió, sin embargo.

A las nueve, Frank Master tomó conciencia de que debía marcharse. Contempló a Lily de Chantal: se la veía fantástica, sentada en la cama con un vestido de encaje. Antes de irse, necesitaba hacerle un par de preguntas.

—¿Te gustaría ir un día a Saratoga? —inquirió.

A él le encantaba Saratoga, y los viajes al refinado centro de vacaciones se podían realizar con todas las comodidades. Para quienes podían costeárselo, había un lujoso barco de vapor, semejante a un hotel flotante, que subía por el Hudson hasta más allá de Albany. Después uno seguía en carruaje hasta las grandes casas de veraneo y los hoteles del balneario. Para él, aquel viaje por el río seguía teniendo la misma aureola de aventura que cuando era niño.

Después de aquel fin de semana, no tenía la menor duda de que deseaba compartir el viaje con ella. Tendrían que ser discretos, desde luego. No podía mantener un romance público con ella, ni siquiera en Saratoga, puesto que allí habría muchos neoyorquinos. Ese tipo de asuntos podían llevarse con tacto, de todas formas. Conocía a otros hombres que así lo hacían.

La cuestión era si Lily de Chantal querría ir.

—Te gusta mucho el río Hudson, ¿verdad? —dijo ella—. ¿Cuándo fue la primera vez que estuviste allí?

—De niño. Mi padre nos llevó a todos para escapar de la epidemia de fiebre amarilla que azotaba la ciudad. Después, más tarde, me llevó hasta las cataratas del Niágara, para la inauguración del canal del Erie.

—Me imagino cómo serías de niño. Y tu padre, ¿cómo era? ¿Era una buena persona?

—Sí —confirmó Frank con una sonrisa—. Quería mostrarme la majestuosidad de las cataratas del Niágara para compartirlo conmigo y ensancharme el corazón.

—¿Lo consiguió?

—Entonces no. Sólo me fijé en el volumen del agua que caía, pero me quedó grabado en el recuerdo.

—¿Y ahora sientes aquella belleza?

—Sí, creo que sí.

Lily asintió, meditabunda.

—Iré con usted a Saratoga, señor Master, pero primero habrá que esperar un poco. Luego, si el corazón se lo dicta, vuélvamelo a pedir.

—Como desees.

—Eso es lo que deseo.

Frank se echó a reír de improviso.

—Ahora me acuerdo. Ese día me enfadé con él, en el Niágara.

—¿Por qué?

—Bah, por algo que tenía que ver con una niña india, una tontería. Lo importante eran las cataratas.

—Me parece que me quedaré aquí unas horas antes de ir a casa —comentó ella—. Me da pereza. ¿Te importa?

—Quédate en la habitación todo el tiempo que quieras.

—Gracias.

En el vestíbulo del hotel se enteró de las marchas que había en las calles.

—Primero se han reunido en el West Side, después en el East Side —le informó otro cliente—. Van hacia el norte de la ciudad para protestar contra el reclutamiento. Algunas fábricas del East River han cerrado en señal de solidaridad.

—¿Qué clase de gente es?

—Sindicalistas. Irlandeses, claro, pero también hay muchos trabajadores alemanes. Creo que pretenden rodear la Oficina de Reclutamiento.

—¿Son violentos?

—No que yo sepa.

—Hum.

Master se planteó si debía ir a casa. Los sindicalistas no tenían por qué ir a Gramercy Park, con todo, y la Oficina de Reclutamiento se encontraba a más de veinte manzanas de distancia. Por consiguiente, decidió pasar primero por su despacho.

El aire era bochornoso cuando salió a la calle; iban a tener uno de aquellos días sofocantes de julio. Cuando echó a andar por Broadway, a menos de dos kilómetros del ayuntamiento, todo parecía bastante tranquilo. Siguió por el lado de la Trinity y atravesó Wall Street para dirigirse al East River; al cabo de unos minutos se hallaba en su oficina. Su empleado estaba allí, trabajando como de costumbre.

Diez minutos más tarde llegó un joven comerciante.

—Parece que la multitud se está desmandando en el East Side —explicó—. Han arrancado las líneas del telégrafo, han asaltado una tienda y se han llevado un lote de hachas. Si dependiera de mí, hoy no haría el sorteo de los soldados.

Después de informar a su empleado de que volvería al cabo de un rato y recomendarle que cerrase si había indicios de peligro, Master comenzó a caminar por los muelles de South Street. En Fulton Street, encontró un coche de caballos e indicó al conductor que se dirigiera hacia la Bowery para ir a Gramercy Park. Todo se veía tranquilo.

—Suba por la Tercera Avenida —pidió al cochero, pues no tenía deseos de ver a su esposa justo en ese momento.

En la calle Cuarenta, el hombre se negó a seguir adelante.

La multitud, enorme, entorpecía el paso. Algunos llevaban carteles en los que se leía no al reclutamiento. Otros golpeaban sartenes de cobre, que hacían sonar como si fueran gongs. Se veía unas cuantas decenas de policías que custodiaban las oficinas donde estaba previsto proseguir con el sorteo, pero era evidente que no serían capaces de hacer nada si la situación degeneraba. Al ver a un señor de aspecto respetable como él de pie en las proximidades, lo abordó.

—¿Por qué hay tan pocos policías? —preguntó.

—El alcalde Opdyke. Es el típico republicano, que no se entera de nada; espero que usted no sea republicano —añadió, con tono de disculpa, el hombre.

—No lo soy —lo tranquilizó Master.

—Vaya por Dios —exclamó el desconocido—. Fijaos, allí.

La multitud también se había percatado. Un clamor de júbilo brotó de ella cuando, equipada con sus uniformes de bomberos al completo, la compañía número 33 irrumpió por una calle lateral.

—¿Sabe por qué están aquí? —preguntó el hombre a Master, que negó con la cabeza—. El jefe del cuerpo salió en el sorteo del sábado.

—Mala suerte.

—Diría que sí.

—¿Qué van a hacer?

—Ahora que lo pienso —dedujo, sin inmutarse, su compañero—, las listas de reclutamiento siguen en el interior de ese edificio. Si se destruyeran, por consiguiente, esos papeles…

—Le van a prender fuego.

—Lógicamente…

Los bomberos no perdieron el tiempo. Al cabo de un momento, apedrearon las ventanas con ladrillos y adoquines, después de apartar a los policías. Luego entraron en el edificio y una vez localizaron el bombo del sorteo, lo rociaron todo con trementina y, tras prenderle fuego, salieron. Actuaron de una manera muy profesional; el gentío lanzó un rugido aprobador.

Entonces, de algún lugar, surgió un disparo.

—Mejor será que nos vayamos —opinó el desconocido, antes de escabullirse a toda prisa.

Frank Master no imitó su ejemplo. Encontró una caseta de venta situada a un par de manzanas de distancia y se quedó mirando desde allí. La multitud, desenfrenada, arrancaba adoquines para arrojarlos al edificio en llamas. Al cabo de un rato, por la avenida apareció una tropa de soldados. Cuando los vio acercarse, Master dio un respingo.

Se trataba del Cuerpo de Inválidos, los soldados heridos que aún se recuperaban de su estancia en el hospital, los pobres. A todos los que se hallaban en condiciones de luchar los habían enviado a Gettysburg dos semanas antes. Los inválidos se aproximaban armados de valor.

A la multitud, no obstante, le importaba bien poco la valentía de los inválidos y sus heridas. Con un bramido se precipitó hacia ellos, arrojando adoquines y todo aquello que encontraba a su alcance. Superados en número, los inválidos retrocedieron.

La turba había probado el sabor de la sangre. Mientras de la Oficina de Reclutamiento seguían brotando las llamas, comenzaron a desparramarse por la ciudad, destrozando los cristales de las casas a su paso. Frank los siguió: vio a algunas mujeres que llevaban unas palancas, con las que arrancaban las vías del tranvía. En la avenida Lexington se oyó un clamor: habían descubierto al jefe de policía, al que golpearon la cara hasta aplastársela. De los edificios de apartamentos salía gente a sumarse a la muchedumbre. Un nutrido grupo se encaminó a la Quinta Avenida y empezó a avanzar hacia el Sur. Luego, mientras Master se planteaba qué iba a hacer, oyó otro grito.

—¡Armas, chicos! ¡Armas!

—¡El arsenal! —vociferaron otros un momento después.

Un numeroso grupo se separó del resto para cruzar la ciudad. En la Segunda Avenida, junto a la calle Veintidós, había un arsenal. Quedaba sólo a una manzana y media de Gramercy Park.

Master dio media vuelta y echó a correr.

El joven Tom nunca había visto a su madre en semejante estado. Una hora atrás, había estado a punto de ir a la oficina de su padre, pero al final había optado por quedarse en casa. Que se fuera al infierno su padre si quería quedarse escondido allí, pensó. Su obligación era velar por la seguridad de su madre.

Hetty Master apenas dormía desde hacía dos noches. La primera, le había explicado con calma a Tom que su padre había tenido que ausentarse por una cuestión de negocios. La segunda, había reconocido que se habían peleado. «Seguro que volverá mañana», añadió con serenidad. Al observar el pálido y demacrado rostro de su madre, Tom admiró la dignidad de que hacía gala.

Lo sucedido aquella mañana había sido demasiado, sin embargo, incluso para su temple. Primero, habían oído el tumulto de la gente que caminaba por las avenidas, aunque no habían pasado por Gramercy Park. Tom había salido a ver qué ocurría y había encontrado un vecino que acababa de llegar de South Street.

—Van hacia el norte de la ciudad para protestar contra el reclutamiento —explicó—, pero en South Street todo está calmado. En el centro tampoco hay alborotos, ni siquiera en Five Points.

Aquella noticia los había tranquilizado, y Tom había resuelto no preocuparse por su padre.

Desde que se habían enterado de que había habido disturbios en la Oficina de Reclutamiento, a su madre le había invadido la ansiedad. De pie junto al ventanal, miraba la plaza y murmuraba: «¿Dónde puede estar?».

—Saldré a buscarlo —propuso Tom.

Ella le rogó que se quedara.

—Ya es bastante angustia saber que tu padre está allá afuera —dijo.

Sintiendo que tal vez valía más que permaneciera allí para protegerla, él no insistió. Subió a lo alto de la casa; desde la ventana del desván se veían las llamas que subían de la Oficina de Reclutamiento, situada a veinticinco manzanas. Estuvo observándolas un rato antes de bajar.

Al llegar al salón, no vio rastro de su madre. En vano la llamó, hasta que acudió la doncella.

—La señora Master se ha ido —le informó. Al parecer, su madre había visto un coche de caballos que se había parado delante de la casa de los vecinos y había salido corriendo a cogerlo—. Ha dicho que usted debía quedarse a cuidar de la casa —añadió la criada.

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