Las principales facciones de la asamblea provincial habían mantenido durante mucho tiempo las mismas líneas políticas que en Inglaterra. A De Lancey y a sus ricos parroquianos anglicanos los llamaban
tories
. Ellos pensaban que, al ser uno de los gestores de la Trinity y tener un hijo en Oxford, Master era uno de los suyos. Los liberales, liderados por Livingston y un grupo de abogados presbiterianos, pese a su vocación de representar a la gente de a pie y oponerse a cuanto consideraban un abuso por parte de la autoridad real, eran caballeros sensatos. En su posición moderada, no comprometida con ningún bando, John Master tenía muchos amigos pertenecientes a sus filas.
Él creía que si las gentes de bien como él utilizaban el sentido común, podría ponerse orden en los asuntos de las colonias. No había sido así, sin embargo. Los últimos cinco años habían sido desastrosos.
Durante un breve periodo, después de la revocación de la Ley del Papel Sellado, había mantenido la esperanza de que se impusiera la sensatez. Él había sido uno de los que habían exhortado a la asamblea para que se volvieran a suministrar provisiones a las tropas británicas.
—No hay duda alguna —señaló a uno de los liberales de la asamblea— de que necesitamos a los soldados, y hay que alimentarlos y darles una paga.
—No podemos hacer eso, John —le respondió el representante—. Es una cuestión de principios. Ese impuesto lo decidieron sin nuestra conformidad.
—¿Y por qué no la dais ahora? —preguntó.
Él entendía por qué los ministros de Londres consideraban obstruccionista la actitud de las colonias, pero también reconocía que ellos, a su vez, pecaban de arrogancia.
Ciertamente, su siguiente disposición había sido un claro insulto. La había promovido un nuevo ministro, llamado Townshead, y consistía en una serie de impuestos aplicados a un amplio abanico de artículos como el papel, el vidrio o el té.
—A nuevo ministro, nuevo impuesto —se lamentaba Master—. ¿Es que no saben cambiar de táctica?
El error era corregido y aumentado, porque el dinero recaudado no estaba destinado sólo a cubrir los gastos de las tropas. También se iba a utilizar para pagar los sueldos de los gobernadores oficiales y de sus funcionarios.
Los liberales neoyorquinos estaban, por supuesto, indignados.
—Los gobernadores los ha pagado siempre nuestra asamblea de representantes —aducían—. Es lo único que nos proporciona un mínimo de control sobre ellos. Si los gobernadores reciben su paga de Londres, pueden hacer por completo oídos sordos a nuestras peticiones.
—Es evidente —le aseguró un comerciante conocido— que Londres quiere destruirnos. —Luego añadió—: Ya se pueden ir al infierno, en ese caso.
Al poco tiempo, los negociantes volvieron a negarse a comerciar con Londres. Master tenía la impresión de que la asamblea estaba perdiendo el norte. Lo peor de todo había sido, sin embargo, la actuación de los malditos Hijos de la Libertad, de Charlie y sus amigos, que habían tomado las calles prácticamente.
Habían erigido un enorme Mástil de la Libertad, alto como los palos de un barco, en el Bowling Green, justo delante del fuerte, donde mantenían continuas escaramuzas con los casacas rojas. Los soldados abatían el mástil, pero los Chicos de la Libertad volvían a enarbolar otro aún mayor, un desafiante tótem triunfal. Los representantes de la asamblea les tenían tanto miedo que cedían a sus deseos. Algunos de los Chicos de la Libertad se presentaban incluso a las elecciones.
—Si no nos andamos con cuidado —advertía Master—, la chusma acabará gobernando esta ciudad.
Y para colmo de males, habían surgido problemas con los Disidentes.
Master no tenía nada en contra de éstos, que en Nueva York siempre habían sido numerosos. Eran respetables presbiterianos, miembros de la congregación hugonote de la Iglesia francesa y la holandesa, por supuesto. También estaban los luteranos y los moravos, los metodistas y los cuáqueros. Un individuo llamado Dodge había fundado un grupo de baptistas. Aparte de los Disidentes, siempre había existido además la comunidad de los judíos neoyorquinos.
El problema se había iniciado a raíz de una simple cuestión legal. La iglesia de la Trinity tenía el estatus de corporación, y gozaba por ello de ventajas legales y financieras. Las iglesias presbiterianas habían decidido pues constituirse también en corporación. El asunto era, no obstante, delicado. El juramento de coronación real y buena parte de la legislación histórica obligaba al gobierno a apoyar a la Iglesia de Inglaterra. La incorporación de una Iglesia Disidente podía representar un problema legal y político. En cuanto los presbiterianos hicieron públicas sus pretensiones, el resto de iglesias quisieron constituirse también en corporaciones. El gobierno se negó y los Disidentes se llevaron una decepción.
Claro, tenía que reconocerlo John Master, que había sido su propia iglesia la que había añadido leña al fuego cuando un exaltado obispo anglicano había declarado públicamente que «los colonos americanos eran infieles y bárbaros».
¿Qué cabía esperar, después de eso? Ultrajados, los Disidentes estaban en completo desacuerdo con la totalidad de la cúpula británica. Los respetables miembros de la asamblea de presbiterianos se encontraron en el mismo bando que los Chicos de la Libertad. Justo cuando se necesitaba serenidad, algunos de los mejores hombres de la ciudad hacían causa común con la peor calaña.
En cuanto a la predicación de ese día, Master comprendía por qué Mercy quería ir. El gran Whitefield en persona había regresado a la ciudad. Corría el rumor de que el predicador estaba indispuesto, pero ya se estaba concentrando una gran multitud de personas para oírlo. No era que John tuviera reparos contra Whitefield ni contra su mensaje; seguramente entre los asistentes habría algunos miembros de la congregación anglicana, personas que, tal como lo expresaría Mercy, acudían al amparo de la luz.
De todas maneras, era un error. Aquellos encuentros no hacían más que exaltar las pasiones. «Dios nos asista —pensó—, ya sólo falta que Charlie White venga a incendiarme la casa alegando que cumple la voluntad del Señor».
Aquellas melancólicas aprensiones ocupaban su pensamiento después de la partida de Mercy y Abigail. Se sentía deprimido y solo.
Cuando el predicador elevaba al cielo su amplio rostro parecía que el sol lo bendijera con un resplandor especial. Pese a que al subir con ayuda al estrado no tenía buena cara, en cuanto comenzó a propagar su melodiosa voz sobre la multitud reunida en el terreno comunal fue como si absorbiera nueva vida e inspiración. El público estaba embelesado.
Mercy no lograba concentrarse, en cambio.
Tenía a Abigail al lado. A sus diez años, ya era bastante mayor para entender las cosas. En ese momento observaba como era debido al predicador, pero Mercy se daba cuenta de que tampoco ella estaba escuchando. La había visto varias veces mirando en derredor.
Había mentido a la niña al decirle que su padre no podía ir, y aun así había advertido su decepción. Sospechaba que Abby los había oído discutir. ¿Qué estaría pensando? Mercy casi lamentó haber ido, pero para entonces era demasiado tarde. Aun cuando se encontraban en el borde del gentío, no podía irse entonces en plena predicación; quedaría muy mal. Además, ella tenía su orgullo.
Pasaron los minutos hasta que, de repente, Abby le tiró del brazo.
—Mira. Ahí viene papá.
Caminaba hacia ella. Jesús, nunca lo había visto más guapo y apuesto. Y sonreía. Le costaba creerlo. Al llegar a su lado, le tomó la mano.
—Una vez fuimos juntos a una predicación —le dijo en voz baja—, y he pensado que podríamos asistir a otra.
Sin responder, Mercy le estrechó la mano, consciente de lo que debía de haberle costado.
—Vámonos a casa, John —le susurró al cabo de un minuto.
Mientras regresaban cogidos del brazo, la pequeña Abby brincaba delante de ellos, contenta de ver a sus padres unidos de nuevo.
—Tengo algo que confesarte, John —anunció Mercy al poco.
—¿Qué es? —le preguntó con afecto.
—Creo que he ido a la predicación porque estoy enfadada contigo desde hace años.
—¿Por qué?
—Porque te culpaba por haber permitido que James se quedara en Londres. Hace cinco años que no veo a mi hijo. Desearía tenerlo aquí.
John asintió y luego le besó la mano.
—Le escribiré hoy mismo y le diré que vuelva de inmediato.
La carta de James llegó, junto con la de Albion, a primera hora de la tarde. Hudson se las llevó a su patrón a la biblioteca. Dado que Mercy y Abigail estaban en el salón, la leyó solo.
«Aunque los disturbios de las colonias hayan sido violentos, no os podéis ni imaginar lo que hemos vivido aquí en Londres. Tal vez os acordéis de un tal Wilkes, cuyo juicio por libelo contra el gobierno se parecía bastante al del caso Zenger, que tanta polvareda levantó en Nueva York. Desde entonces, mientras permanecía en la cárcel, Wilkes logró que lo eligieran como representante del Parlamento. A raíz de que las autoridades anularan su elección, los radicales de Londres enardecieron a la chusma y casi se han hecho con el control de las calles de Londres. «Wilkes y Libertad», gritan igual que vuestros Chicos de la Libertad de Nueva York. Sean cuales sean los puntos acertados o injustos del asunto, es algo vergonzoso ver a la chusma tan exaltada y fuera de control, y el gobierno no está dispuesto a ceder a estos desórdenes, ni aquí ni en las colonias… ni tampoco los miembros del Parlamento lo aceptarían. El orden y la sensatez deben prevalecer.
»En lo tocante a la colonia americana, la negativa de los negociantes americanos a comerciar con Inglaterra, además de ser desleal, es menos perjudicial para la madre patria de lo que ellos suponen, por dos motivos. En primer lugar, por más que los neoyorquinos y bostonianos respeten estos embargos, las colonias del sur no se pliegan a él. Hasta Filadelfia comercia con Londres. En segundo lugar, los comerciantes como Albion están compensando de sobras ese déficit con el intercambio con la India y los otros países de Europa. En cualquier caso, yo creo que la actual disputa con las colonias acabará pronto. El nuevo primer ministro, lord North, está bien predispuesto hacia la colonia americana y se considera que hará cuanto pueda para poner fin a los enfrentamientos. Lo único que se precisa es un poco de paciencia y sensatez, de las que, sin lugar a dudas, serán capaces de hacer gala las élites neoyorquinas.
»Y ahora, queridos padres, tengo una alegre noticia…».
Al leer el resto de la misiva, Master emitió un gemido. Luego permaneció varios minutos con la mirada perdida. A continuación releyó la carta. La dejó a un lado y cogió la de Albion. Tras exponer distintas cuestiones relacionadas con los negocios, éste pasaba a hablar de James.
«Ya os habrá contado James que se va a casar. En condiciones normales nunca habría permitido que contrajera tal compromiso, viviendo bajo mi techo, sin contar primero con vuestro beneplácito. Pero debo deciros con franqueza que las circunstancias en que se halla la joven dama no permiten tal demora. Este verano va a tener un hijo. Ahora debo explicaros algo sobre su esposa… porque la boda ya se habrá celebrado cuando recibáis esta carta.
»La señorita Vanessa Wardour —yo la llamo así, pese a que estuvo casada un breve tiempo con lord Rockbourne, que falleció en un accidente de caza— es una joven de considerable fortuna. También es, como os interesará saber, prima del capitán Rivers, por la rama de su madre. Posee una bonita casa propia en Mount Street, Mayfair, en la que vivirán ella y James. Como podéis suponer, tiene unos años más que James, pero aparte de su riqueza y lo bien relacionada que está en la alta sociedad, se la considera una mujer muy bella.
»No os ocultaré que tengo alguna reserva sobre el asunto, del cual no fui yo su promotor —tengo entendido que James conoció a la dama en casa de lord Riverdale—. Os puedo asegurar, con todo, que en Londres prácticamente todo el mundo coincidiría en afirmar que vuestro hijo ha encontrado un magnífico partido».
John dejó la carta en la mesa y tardó un buen rato en reunir fuerzas para enseñársela a Mercy.
1773
Nadie guardaba memoria de un invierno peor. El East River estaba completamente helado. No sólo tuvieron que sufrir el frío en sí, sino las penalidades y las muertes que acarreó. Estaba anocheciendo, pero Charlie White se encontraba no lejos de su casa. Llevaba el sombrero calado y la cara envuelta con la bufanda. Había atravesado con el carro el río helado hasta Brooklyn para comprar cincuenta kilos de harina a un granjero holandés amigo suyo. Así, al menos, su familia tendría pan para una temporada.