—Ah. —Era la voz del Jefe.
—Es lo más apropiado que puede hacer un caballero —opinó Jan—. Tú mismo deberías planteártelo.
Había una gran diferencia entre lo que ocurría entre los ingleses y los holandeses después de morir. Cuando un holandés moría, su viuda mantenía la propiedad de la casa y de todos sus negocios hasta que moría. Entonces se dividía todo entre los hijos, varones y mujeres por igual. Las inglesas no reciben tanta consideración, porque cuando una inglesa se casa, toda su fortuna pasa a pertenecer al marido, como si fuera una esclava. Tampoco se le permite realizar ningún negocio, y si su marido muere, el hijo mayor hereda casi todo, excepto una parte que se reserva para la manutención de la viuda. Los ingleses estaban aprobando, además, una ley que permitía que el hijo expulsara a la madre de la casa en un plazo de cuarenta días.
Los grandes propietarios ingleses apreciaban esta forma de hacer las cosas, porque al mantener entera la propiedad, la familia conservaba su poder. Por el mismo motivo, después de acceder al rango de caballero, algunos holandeses optaban por redactar un testamento inglés, aunque la mayoría de los holandeses no se guiaban por el derecho inglés. Yo creo que sus esposas no lo habrían aceptado y tampoco me imaginaba que el Jefe le hubiera prestado ninguna atención.
—Tenemos un testamento holandés que se redactó en la época de nuestra boda —contestó el Jefe—. Lo tiene el viejo Schermerhorn, el abogado de tu madre. Le daría un ataque si lo alterásemos.
—No tendría por qué saberlo. El nuevo testamento inglés lo sustituiría.
—¿Por qué quieres cambiarlo?
—Sinceramente, padre, no me fío de su buen juicio. La manera como se comportó con la cuestión de Leisler es un buen ejemplo. No creo que sea la persona adecuada para gestionar nuestro dinero. Clara tiene una buena situación; recibió una generosa dote y también heredó de su primer marido, y Dios sabe que a Henry Master no le falta el dinero. De acuerdo con el testamento inglés que dispondrá su padre, casi toda la fortuna de los Master pasará a manos suyas, sin duda. Ella es mucho más rica que yo.
—Entiendo a qué te refieres —dijo el Jefe.
—Ya sabes que yo siempre cuidaré de madre, y Clara también.
—No lo dudo.
—Sólo creo que deberías protegerme a mí y a la familia Van Dyck, eso es todo.
—Lo pensaré, Jan, te lo prometo. Pero es mejor que esto quede entre nosotros.
—Desde luego —aceptó Jan.
Yo me apresuré entonces a trasladarme a la otra punta del huerto, y cuando volví a la casa nunca dije ni una palabra de lo que había oído, ni siquiera a Hudson.
Del año 1696 recuerdo dos acontecimientos. Hacía unos años que se había trazado una nueva calle paralela a la vieja muralla del norte de la ciudad, que se estaba cayendo a pedazos. A esa nueva calle la llamaron Wall Street, o calle del Muro. Ese año, los anglicanos sentaron los cimientos de una gran iglesia en la esquina de Wall Street y Broadway, a la que pusieron por nombre Trinity Church, o iglesia de la Trinidad.
El segundo acontecimiento fue el último viaje del capitán Kidd.
La guerra que mantenía el rey Guillermo contra los ingleses se prolongaba aún. Los franceses y los indios habían atacado un asentamiento holandés situado a unos trescientos kilómetros más arriba siguiendo el cauce del río, y en el océano, los franceses y sus piratas causaban tantas complicaciones que los ingleses rogaron al capitán Kidd que fuera a darles una lección. Éste, como ya he dicho, estaba retirado y era un hombre respetable. De hecho, por aquel entonces estaba contribuyendo a la construcción de la iglesia Trinity de Wall Street, pero de todas maneras aceptó.
—Aunque no creo que les costara mucho convencerlo —comentó el Jefe—. Los viejos lobos de mar siempre acaban sintiéndose inquietos en tierra firme.
Una tarde, cuando volvía a casa, Hudson vino a mi encuentro. A mí me pareció que estaba algo excitado, pero no me dijo nada. Se puso a caminar a mi lado como para acompañarme, tal como hacía a menudo. Yo le apoyé la mano en el hombro, como solía hacer, y seguimos andando.
—El capitán Kidd quiere llevarme en su barco —me dijo al cabo de un rato.
Yo sentí un vuelco en el corazón, como un barco a punto de naufragar.
—Eres demasiado joven para pensar en eso —repliqué.
—Ya casi tengo dieciséis años. En los barcos emplean a muchachos de menor edad.
—El Jefe no lo va a permitir —afirmé, rogando por que así fuera—. ¿Tanta prisa tienes por dejar a tu padre? —le pregunté.
—No —respondió, rodeándome el cuello con el brazo—. No es eso. Pero en el mar podría aprender el oficio de marinero.
—Podrías aprender el de pirata —contesté.
Yo había visto muchas veces las tripulaciones de esos navíos corsarios y temblaba sólo de pensar que Hudson pudiera vivir entre hombres de tal calaña.
Apenas llegamos a la casa, el Jefe me mandó llamar.
—Mira, Quash —me anunció—, el capitán Kidd quiere comprar a Hudson. Me ha hecho una oferta muy buena.
Me quedé mirándolos a uno y al otro, sin saber qué decir. Después me puse de rodillas, que era lo único que podía hacer.
—No lo mandéis lejos al mar, Jefe —le pedí—. Él es todo lo que tengo.
—Él quiere ir, ya lo sabes —me recordó el Jefe.
—Sí —reconocí—, pero él no comprende. El capitán Kidd es un caballero correcto, o eso espero, pero su tripulación… Algunos de los hombres que está reclutando son vulgares piratas.
—No lo puedes retener a tu lado para siempre, Quash —dijo el Jefe.
Yo traté de pensar qué posibilidades tenía. Aparte de exponer a Hudson a los peligros del mar, lo que más miedo me daba era lo que el capitán Kidd pudiera hacer en caso de convertirse en su propietario. ¿Y si decidía vender a mi hijo en algún lejano puerto? ¿Qué sería entonces de Hudson? Yo todavía mantenía la esperanza de que el Jefe le concediera también la libertad algún día.
—Quizás el capitán Kidd esté dispuesto a pagar por los servicios de Hudson sin comprarlo —apunté—. Podríais alquilárselo. Así el capitán tendría que devolvéroslo. Después de aprender el oficio de marinero valdrá más —aduje.
Era todo lo que se me ocurría, pero vi que el Jefe se había quedado pensativo.
—Está bien, Quash —dijo—. Ahora vete y mañana hablaremos del asunto.
Al día siguiente se decidió que el capitán Kidd alquilaría a Hudson. Yo agradecí el detalle. Faltaban varias semanas para que estuviera listo el barco, y para mí aquél era un tiempo precioso, porque pensaba que tal vez nunca volvería a ver a mi hijo. A él no se lo decía, sin embargo. Estaba tan entusiasmado que siempre que podía separarse de mí se iba al puerto.
Eran muchas las personas que pensaban sacar beneficios de aquel viaje. Además del gobernador, en él habían invertido dinero varios grandes lores ingleses. La gente murmuraba que hasta el rey Guillermo era accionista en secreto. El barco se llamaba el
Adventure Galley
(«la galera aventurera») porque tenía remos, con lo cual podía atacar otros navíos incluso si no había viento. Transportaba ciento cincuenta tripulantes y treinta y cuatro cañones.
Cuando se acercaba el momento en que debía hacerse a la mar el barco, le pedí a Hudson que viniera a sentarse conmigo.
—Ahora has de obedecer al capitán Kidd en todo, porque es tu jefe. Pero algunos de los hombres con los que vas a embarcar son personas muy malas, Hudson. Por eso lo mejor es que te ocupes sólo de tus asuntos y no te inmiscuyas en nada, y de este modo puede que no te molesten. Ten presente siempre lo que tu padre y tu madre te enseñaron y no te ocurrirá nada malo.
Finalmente, en septiembre de ese año de 1696, el
Adventure Galley
zarpó del puerto de Nueva York, y yo me quedé mirando a Hudson hasta que desapareció de la vista.
Pasaron los meses sin recibir noticia alguna. Yo sabía que si no encontraba ninguna presa cerca, el capitán Kidd atravesaría probablemente el océano para ir al sur de África y al cabo de Buena Esperanza, porque al otro lado, donde estaba la isla de Madagascar, encontrarían barcos mercantes y piratas franceses.
Un día llegó al puerto un navío que había estado en aquellas regiones, con noticias de que el capitán Kidd había perdido un tercio de su tripulación a causa del cólera en las proximidades de Madagascar. No tuve manera de comprobar, sin embargo, si aquello era cierto y si mi Hudson estaba vivo o muerto.
Aquella primavera la señorita Clara dio a luz a un niño. Como hasta entonces Jan sólo había tenido niñas, el Jefe estaba encantado con aquel varón. Le pusieron Dirk, como él.
—Tengo un nieto, Quash —me dijo—, y con suerte puede que incluso viva para verlo crecer. ¿No es algo magnífico?
—Sí, Jefe —corroboré—. Sois un hombre afortunado.
Aun así, pese a que la señorita Clara trajo al pequeño para enseñárselo a su madre, el ama no estaba contenta de tener un nieto anglicano.
Entonces, cuando menos lo esperaba, me llegó la noticia que había estado anhelando toda la vida. Un día en que el ama estaba ausente, el Jefe me mandó llamar al salón.
—Quash —me dijo—, ya sabes que te prometí que, cuando muriera, serías un hombre libre.
—Sí, Jefe —respondí.
—Bueno, quizá lo de ser libre no sea lo único que te preocupa, pero de todas formas, en mi testamento se te concede la libertad y también un poco de dinero.
—Yo también me estoy haciendo viejo, Jefe —señalé, rezando para mis adentros—. ¿Podría lograr también Hudson la libertad?
—Sí —confirmó el Jefe—, a él también se le concederá la libertad. Si vive.
—Gracias, Jefe —dije.
—No debes decirle nada de esto a nadie, Quash —me advirtió el Jefe con gravedad—. No le hables de ello a Hudson, ni a nadie de la familia. Por cuestiones que tú desconoces, esto debe quedar entre nosotros dos. ¿Lo entiendes?
—Sí, Jefe —asentí.
De aquello deduje que debía de haber redactado un testamento inglés.
—Otra cosa más —añadió—. Tienes que prometerme que cuando yo haya fallecido, me harás un favor.
Sacó un pequeño hatillo que desenvolvió. Adentro había el cinturón de
wampum
que llevaba puesto cuando hicimos el viaje por el río.
—¿Lo habías visto antes?
—Sí, Jefe —dije.
—Éste es un cinturón muy especial, Quash —aseguró—. Para mí representa mucho. En realidad, para mí tiene más valor que todo cuanto poseo. Lo mantengo envuelto y oculto en un lugar que te voy a enseñar. Cuando yo muera, Quash, quiero que vayas a buscar este cinturón. No le digas nada a nadie, ni siquiera al ama, pero quiero que lleves este cinturón a la casa de la señorita Clara y le digas que éste es el regalo personal que yo le hago al pequeño Dirk. Dile que debe conservarlo y dárselo a su hijo un día, si tiene alguno, o entregárselo a mis descendientes para honrar mi memoria. ¿Me prometes que lo harás, Quash?
—Sí, Jefe, lo prometo —dije.
—Perfecto.
Después me enseñó el escondrijo, donde guardamos a buen recaudo el cinturón de
wampum
.
En la primavera siguiente volvieron a circular rumores sobre el capitán Kidd. Al puerto llegaron barcos cuyos tripulantes afirmaban que en lugar de perseguir a los piratas, se había convertido en un navío pirata también. Entonces le pregunté al Jefe qué opinaba.
—¿Quién sabe lo que ocurre en el mar? —contestó, encogiéndose de hombros.
Yo pensaba en Hudson, pero no dije nada más. Los rumores continuaron, aunque hasta el año siguiente no supimos nada concreto. En la primavera del 1699 oímos que los barcos de la Marina inglesa se habían hecho a la mar para buscarlo. Al final, el capitán Kidd apareció ese verano en Boston, y nos llegaron noticias de que lo habían detenido.
Fue entonces cuando el Jefe mostró su mejor cara. Así al menos me pareció a mí, porque no había pasado una hora después de recibir aquella noticia y ya se había puesto en camino hacia Boston para averiguar algo de Hudson. Yo intenté darle las gracias cuando se iba, pero él me sonrió diciéndome que sólo iba a interesarse por el estado de su propiedad.
Ese día salía hacia Boston un rápido navío. Luego transcurrieron dos semanas, y después, una tarde, vi a dos hombres caminando por la calle en dirección a la casa. Uno era el Jefe. El otro era un negro, un poco más alto que yo, un tipo con aspecto fuerte. Entonces vi con sorpresa que se puso a correr hacia mí y cuando me estrechó entre sus brazos, supe que era mi hijo Hudson.
Durante los días siguientes Hudson me contó toda suerte de cosas sobre el viaje, sobre el cólera y lo que les costó encontrar barcos franceses. Explicó que el capitán seguía las instrucciones, pero que como entre los miembros de la tripulación eran tantos los piratas, a duras penas podía impedirles que atacaran hasta los navíos holandeses. Eran personas malas, me dijo. Al final capturaron un barco francés, pero resultó que el capitán era inglés, y allí empezaron los problemas.
—A mí también me detuvieron, en Boston —reconoció Hudson—, pero cuando vino el Jefe y les dijo que yo sólo era un esclavo que había alquilado al capitán Kidd creyendo que éste era un corsario, dedujeron que yo no tenía ninguna responsabilidad en nada y me soltaron. Me parece que el Jefe también debió de haberles pagado algo.
El capitán Kidd no tuvo, en cambio, tanta suerte. Después de retenerlo un buen tiempo en Boston, lo mandaron a Inglaterra para someterlo a juicio.
De lo único que se siguió hablando en Nueva York fue del dinero que debía de haber ganado el capitán Kidd en ese viaje. Los que habían invertido en él nunca vieron ni un céntimo… excepto el gobernador. El capitán Kidd había enterrado un tesoro en un lugar llamado la isla Gardiner’s, pero como le dijo al gobernador donde estaba, éste lo fue a recoger. La gente aseguraba, sin embargo, que había más riquezas enterradas en algún sitio, en Long Island quizá. Yo le pregunté a Hudson si era cierto y él sólo negó con la cabeza. De todas maneras me quedé pensando que igual sabía algo que no me quería decir.
A mí, la verdad sea dicha, me interesaba bien poco aquella cuestión. Lo único que me importaba era que mi hijo había vuelto y que un día obtendría la libertad. Yo obedecí, empero, las instrucciones del Jefe y nunca le hablé de eso.
Había algo más de lo que también me congratulaba. Después de estar con aquellos piratas durante un tiempo, mi Hudson no demostró tantas ganas de volver a embarcar. Se conformaba con estar en la casa conmigo, y así vivimos contentos durante muchos meses. Nueva York era un lugar bastante tranquilo. El Jefe iba a menudo a la casa de Jan y a la de la señorita Clara, y estaba muy claro que disfrutaba mucho con su nieto Dirk.