Cuando yo era pequeño, a la mayoría de los esclavos de la Compañía de las Indias Occidentales los hacían trabajar en la construcción de edificios. Los de los comerciantes se ocupaban sobre todo de quehaceres de jardinería y de cargar y descargar los barcos en el puerto, y a algunos los utilizaban también como tripulación de repuesto en los barcos. También había esclavas, a las que empleaban sobre todo para hacer la colada y las labores más pesadas de la casa, aunque eran pocas las que cocinaban. Los hombres pasaban por la calle y, al caer la tarde sobre todo, era corriente verlos charlando con las esclavas, desde el otro lado de la valla del jardín. Como es de imaginar, a veces de aquellas conversaciones nacían hijos. De todas maneras, pese que aquello era contrario a la religión, los amos no parecían censurar la llegada de aquellos niños, y yo creo que el motivo salta a la vista.
El tráfico de esclavos es un negocio que rinde mucho. Por aquel entonces, el esclavo que se compraba recién salido de África podía venderse a un precio diez veces más elevado si llegaba al puerto de Manhattan, y aún más caro en otros lugares. Por eso, incluso si una buena parte del cargamento se perdía en la travesía, los mercaderes podían obtener unas ganancias extraordinarias con la venta de esclavos. Ése era el motivo por el que tanto el antiguo gobernador Stuyvesant como nuestro nuevo gobernante, el duque de York, tenían tantas expectativas de convertir Manhattan en un gran centro de comercio de esclavos. En los tiempos del gobernador Stuyvesant se llevaron a Nueva Ámsterdam cientos de esclavos y después, algunos fueron traídos directamente de África. Muchos de ellos permanecieron en la región y a otros los vendieron para trabajar en las plantaciones de Virginia y otros lugares. Por eso, si una esclava de Nueva York tenía hijos, su amo podía esperar a que éstos tuvieran cierta edad para venderlos; otras veces se quedaba con los niños y los entrenaba para trabajar, al tiempo que vendía a su madre para que no los malcriara dedicándoles demasiada atención.
Como quiera que en la ciudad había unas cuantas jóvenes esclavas, mi interés por ellas fue en aumento y, por la época en que llegaron los ingleses, estaba ansioso por alcanzar la hombría a ese respecto. Siempre miraba por la ciudad en busca de una muchacha que estuviera dispuesta a procurarme ese tipo de experiencia. Los domingos, cuando el Jefe y todas las demás familias estaban en la iglesia, los negros salían a divertirse a la calle, y en tales ocasiones podía conocer a chicas de otras zonas de la ciudad. Con tres que encontré no fue fácil pasar un rato, sin embargo. En dos ocasiones me vi perseguido por la calle por tratar de entrar en la casa del amo de una de ellas, y a otra la azotaron por hablar conmigo. Me encontraba pues en una situación algo apurada.
En la ciudad, que además era un puerto, había naturalmente mujeres que facilitaban a los hombres cuanto querían siempre y cuando les pagaran. Yo tenía un poco de dinero. De vez en cuando, el Jefe me daba alguna moneda si estaba complacido conmigo. O si me alquilaba durante un día, como se solía hacer, me daba una pequeña parte de lo que recibía. Yo había ido guardando todo ese dinero en un lugar seguro, de modo que estaba pensando que sería necesario gastar una parte en una dama de aquéllas a fin de convertirme en un hombre con todos los atributos.
Una tarde me fui a escondidas en compañía de otros esclavos, que me llevaron por la carretera de la Bowery hasta un distante paraje situado al norte de la ciudad donde se habían instalado la mayoría de los negros libertos. Fuimos a una casa de madera, mayor que las otras, parecida a una posada. El propietario era un individuo alto que nos dio unos pasteles y ron para beber. Había más o menos una docena de negros, algunos de los cuales eran esclavos. Llevábamos poco rato allí cuando reparé en un anciano que dormía en un rincón con un sombrero de paja en la cabeza, y me di cuenta de que era el mismo que había conocido en el mercado siendo un niño, el que me dijo que se podía llegar a ser libre. Entonces le pregunté al hombre alto quién era el anciano y me respondió que su padre. Me estuvo hablando un rato y yo quedé muy impresionado con él. Poseía la casa, algunas parcelas de tierra y también tenía gente que trabajaba para él. Era igual de libre que cualquier blanco y no andaba escaso de dinero. Se llamaba Cudjo.
Después de conversar con él y haber tomado unos cuantos tragos de ron, vi a una muchacha de mi edad que entró en la casa. Se sentó en silencio en el rincón, cerca del viejo que dormía, y nadie dio muestras de haber reparado en ella. Yo, en cambio, la miré varias veces, preguntándome si ella se habría fijado en mí. Al final, volvió la cabeza y me miró de frente. Entonces vi sus ojos, que parecían reír, y su acogedora sonrisa.
Me disponía a levantarme para acercarme a ella, cuando sentí que Cudjo me agarraba por el brazo.
—Más vale que dejes en paz a esa chica —me dijo en voz baja.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Es tu mujer?
—No —contestó.
—¿Eres su padre?
—No. Soy su amo. Es mi esclava.
Al principio no lo creí. No sabía que un negro pudiera tener esclavos. Además, me parecía extraño que un hombre cuyo padre había obtenido la libertad poseyera a su vez esclavos. Pero era verdad.
—¿Estás buscando una mujer, joven? —me preguntó entonces Cudjo.
Yo le respondí que sí.
—¿Has estado alguna vez con una mujer? —me preguntó.
Yo le contesté que no.
—Entonces espera aquí —me dijo, antes de salir.
Al poco volvió con una joven. Debía de tener entre veinte y veinticinco años, calculé. Era casi tan alta como yo y por su manera lenta y desenvuelta de caminar parecía indicar que, se sintieran como se sintiesen los demás, ella se encontraba muy a gusto con el mundo. Vino a a mi lado y me preguntó cómo me llamaba. Charlamos un rato, bebimos. Después miró a Cudjo y le dirigió un gesto.
—¿Por qué no vienes conmigo, cariño? —propuso.
Me fui con ella pues.
—Te va a tratar bien —me dijo al pasar Cudjo, sonriendo.
Esa noche me convertí en un hombre.
Durante los años siguientes trabé amistad con diversas esclavas de la ciudad. El jefe me dijo varias veces que uno de los meinheers se quejaba de que su esclava estaba embarazada por mi culpa. Algunos de los vecinos aconsejaban al Jefe que me enviara a trabajar a una granja fuera de la ciudad, pero nunca lo hizo.
Yo siempre tuve como objetivo complacer al Jefe y al ama por igual, pero a veces no era fácil, porque ellos no siempre se ponían de acuerdo entre sí.
El ama, por ejemplo, no siempre encontraba de su agrado a los amigos del Jefe. El primero al que le tomó inquina fue a meinheer Philipse. En principio cabía esperar que le gustara, porque era holandés, y su esposa y el ama siempre habían sido amigas. Además, eran ricos. Pero el ama decía que meinheer Philipse se estaba volviendo demasiado inglés y que se olvidaba de que era holandés. El amo no veía, por su parte, ningún defecto en él.
El segundo blanco de antipatía del ama llegó a nuestras vidas de la manera siguiente:
Al amo le gustaba ir a navegar. Siempre buscaba una excusa para ello. A veces llevaba a la familia en barca a algún sitio. En una ocasión fuimos a la islita que queda justo delante de la punta de Manhattan, a la que llaman Nut Island, con un gran cesto de comida y bebida, y pasamos toda la tarde allí. En otra ocasión fuimos más lejos, hasta el lugar denominado Oyster Island.
Un día el Jefe dijo que iba a trasladarse a un sitio situado en la isla larga, y que Jan y yo debíamos acompañarlo.
Salimos del muelle y subimos por el East River. Al llegar al punto donde el río se divide, y entrar en el canal que sigue hacia el este, el agua comenzó a agitarse y a correr con tal violencia que yo pasé mucho miedo. Hasta Jan se puso pálido, aunque no quiso que se le notara. El Jefe, en cambio, se echó a reír.
—Esto es la Puerta del Infierno, chicos. No os asustéis.
Una vez hubimos pasado la confluencia, las aguas recobraron la calma.
—Esto es el Estrecho, Quash —me dijo al poco rato—. En este lado —añadió, señalando a la izquierda—, la costa sigue hasta Connecticut y Massachusetts. En el otro, Long Island se prolonga durante más de cien kilómetros. Y ahora ¿estás contento de haber venido?
La verdad es que aquél era el lugar más bonito que había visto en toda mi vida. El cielo estaba despejado y sentía el sol en la piel. Dondequiera que mirase, el agua estaba tranquila y la tierra tenía una suave elevación, con playas y grandes cañaverales, y las aves planeaban sobre las olas. Para mí era como estar en el paraíso.
Seguimos navegando durante horas hasta que llegamos a un pueblecito situado en la orilla de la isla, en el estrecho, en cuyo embarcadero subimos a bordo unas mercancías que el Jefe iba a vender después en la ciudad. Cuando estábamos a punto de acabar, llegó un hombre a inspeccionar la operación. Era un mercader inglés. Pronto se quedó mirando al Jefe con aire pensativo, y el Jefe lo observó también a él.
—¿No os vendí hace tiempo un dólar de plata?
—Creo que sí —respondió el Jefe.
Después estuvieron conversando durante media hora. Yo no lo oí todo, pero me encontraba cerca de ellos cuando el inglés dijo que se había casado hacía un par de años y estaba muy satisfecho de haber vuelto desde Londres. Al final, cuando ya nos íbamos, oí que el Jefe le decía al hombre que debería irse a vivir a Nueva York, que allí le iría bien; y el inglés dijo que seguramente así lo haría.
Ese hombre, que se llamaba Master, iba a causarle muchas complicaciones al ama.
En una ocasión se me presentó la oportunidad de complacer mucho al ama.
En las colonias americanas, todo el mundo sabía que nuestras vidas dependían del desarrollo de las disputas que mantenían nuestros amos del otro lado del océano. Cinco años después de que se acabara la última disputa mantenida entre los ingleses y los holandeses, volvieron a surgir conflictos. Aquella vez, sin embargo, se trató de una cuestión de familia.
El rey Carlos II de Inglaterra mantenía cordiales relaciones con su primo, el rey Luis XIV de Francia, y no había olvidado la humillación que le infligieron los holandeses. Por eso, cuando en 1672 el rey Luis atacó los Países Bajos, el rey Carlos se unió a él. Las cosas no les salieron del todo bien, no obstante, porque cuando los franceses llegaron con todas su tropas a los Países Bajos, los holandeses abrieron los diques e inundaron la tierra para impedirles el paso. Durante el verano siguiente nos llegaron noticias de que los barcos holandeses subían por la costa, prendiendo fuego a los barcos ingleses cargados de tabaco de Virginia y causando toda clase de dificultades. A finales de julio, vimos los navíos de guerra holandeses fondeados cerca de Staten Island.
Por aquel entonces en la ciudad había un joven caballero apellidado Leisler. Era alemán, creo, pero se había instalado en Manhattan, se había casado con una rica viuda holandesa y había prosperado en sus negocios. Era prácticamente holandés, y el ama le tenía por ello bastante aprecio. Mientras el Jefe estaba fuera, vino a la casa, y yo oí que le decía al ama que mucha gente se planteaba si debían acoger a los holandeses y pedirles que echaran a los ingleses de Manhattan si querían.
—Algunos comerciantes piensan que habría que enviar una comisión a Staten Island —aseguró—, pero a mí me preocupan los cañones del fuerte. Allí hay cuarenta y seis que podrían causar daños a la flota holandesa.
Una vez que se hubo ido Leisler, el ama se quedó pensativa. Cuando volvió el Jefe, le repitió lo que le había dicho Leisler. El Jefe, que ya conocía los rumores, aconsejaba a todo el mundo que se quedara en su casa. Entonces salió afuera para averiguar más datos. No debía de haber llegado muy lejos cuando el ama me llamó.
—¿Tienes un martillo, Quash?
Sí tenía uno, en el taller de atrás. Cuando fue a mirar allí, reparó en unos grandes clavos de metal que el Jefe había utilizado para sujetar una tienda.
—Cógelos —me indicó—. Vas a venir conmigo.
Yo temía ir, por lo que había dicho el Jefe, pero no me atreví a decirle que no a ella, de modo que nos fuimos al fuerte.
El sol se ponía ya, pero había mucha gente afuera. El capitán del fuerte se encargaba de la vigilancia. Disponía de algunos soldados pero trataba de reunir a los voluntarios, que se encontraban en su mayoría en la zona a la que llaman el Bowleen Green, situada delante del fuerte. Sin parar mientes en el capitán, el ama caminó directamente hacia el fuerte conmigo y llamó a unos cuantos voluntarios para que la acompañaran. Seríamos unos veinte los que entramos. Entonces el ama fue hasta donde se encontraban los cañones y antes de que nadie se diera cuenta de lo que hacía, me quitó un clavo y el martillo y se puso a introducir el clavo en el orificio por donde se pone la pólvora de uno de los cañones, para que no se pudiera disparar. Al verlo, algunos de los soldados se pusieron a gritar y trataron de impedírselo, pero ella no les hizo caso y siguió remachando el clavo, hasta dejarlo encajado en el cañón. Ésa es una maniobra que se emplea para inutilizarlos.
Los soldados, que no estaban muy entrenados, se estaban poniendo muy nerviosos. Vinieron corriendo hasta nosotros y reclamaron a gritos a los voluntarios que detuvieran al ama. Pero como eran holandeses, aquellos voluntarios no les obedecieron, y el ama ya se había trasladado hasta el siguiente cañón.
Justo entonces, uno de los soldados llegó y quiso golpear al ama con el mosquete. A mí no me tocó más remedio que abalanzarme hacia él y, antes de que la alcanzara, lo abatí y le golpeé la cabeza contra el suelo con bastante fuerza, de modo que no se volviera a levantar. Para entonces había llegado otro soldado, que me apuntaba con una pistola. Cuando apretó el gatillo, pensé que iba a morir, pero por suerte para mí, la pistola no estaba bien cebada y no se disparó. El ama se volvió, y al ver lo ocurrido llamó para que los voluntarios mantuvieran a raya a los soldados, y así lo hicieron.
Bueno, después todo fue muy confuso, con los soldados que no sabían qué hacer y la llegada de otros voluntarios más que acudían a ayudar al ama, y luego el capitán se puso hecho una furia cuando averiguó lo que pasaba. El ama siguió taponando los cañones hasta que no le quedaron más clavos. Después dejó el martillo a los voluntarios y les ordenó que prosiguieran con la labor.
Al día siguiente, los holandeses desembarcaron con seiscientos soldados más allá de la muralla. Siguieron hasta el fuerte, suscitando sólo algunos vítores entre la población, y el capitán inglés tuvo que rendirse. No podía hacer otra cosa.