El barco se acercó aún más, hasta llegar a su altura. Entonces observó con curiosidad al individuo de la popa.
Se topó con una cara de sobra conocida, una cara que instintivamente habría preferido no encontrar. Y además, el hombre lo miraba también a él. Era Stuyvesant. Se apresuró a desviar la vista, pero era demasiado tarde.
—Dirk van Dyck. —La áspera voz sonó atronadora, salvando la distancia.
—Buenos días, gobernador —repuso. ¿Qué otra cosa podía decir?
—¡Daos prisa, hombre! ¿Por qué no os apuráis? —Stuyvesant, que se encontraba ya frente a él, se dirigió sin aguardar respuesta a los remeros de Van Dyck—. ¡Remad más deprisa! —gritó—. ¡Vamos! —Al reconocer al temible gobernador, los remeros obedecieron en el acto, imprimiendo velocidad al barco—. Eso es, muy bien, seguid así. Continuaremos juntos, Dirk van Dyck.
—¿Por qué? —inquirió Van Dyck.
El gobernador ya lo había adelantado, pero sus hombres lograron mantener el mismo ritmo, permitiéndoles proseguir a gritos la conversación.
—¿No lo sabéis? Los ingleses están en la bahía de Manhattan con toda la flota.
De modo que la flota inglesa había acudido al final. Aunque no había oído nada, no le sorprendía. La gente de Nueva Ámsterdam debía de haber enviado un veloz jinete a Fort Orange para prevenir al gobernador, que ahora descendía por el río aprovechando la marea. La noticia también se transmitiría entre los indios, sin duda, pero tardaría un tiempo.
Evidentemente, los ingleses habían mentido. Se acordó del joven de Boston. ¿Estaría al corriente de ello? Era lo más probable. Por eso había titubeado cuando le preguntó por la flota inglesa.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó a voz en cuello Van Dyck.
—Luchar, Van Dyck. Luchar. Necesitamos hasta el último hombre.
Las facciones del gobernador presentaban la misma dureza del pedernal. Erguido en toda su estatura sobre su pierna de madera, ofrecía una indómita estampa digna de admiración. No obstante, si la totalidad de la flota se había desplazado desde Boston, aquello representaría una imponente fuerza. Los barcos llevarían cañones. Pese a las recientes obras de mejora efectuada por Stuyvesant, Van Dyck no creía que las defensas costeras de Nueva Ámsterdam resistieran mucho tiempo. Si Stuyvesant quería oponer resistencia, los conduciría a un sangriento e inútil atolladero.
Como si quisiera confirmar sus negros pensamientos, una nube cubrió el sol y las altas paredes de roca que se alzaban a su lado adquirieron de pronto una sombría y amenazadora tonalidad gris. Dijera lo que dijese, Stuyvesant no pudo impedir que Van Dyck pensara algo más: «Si yo percibo el peligro de esta situación, también lo verán los otros comerciantes de la ciudad». No estaba muy seguro de que los habitantes de Nueva Ámsterdam apoyaran al gobernador para tratar de repeler a los ingleses. En cualquier caso, no lo harían si éstos atacaban en masa. Tampoco era probable que su familia corriera peligro. Él no creía que los ingleses tuvieran intención de destrozar el enclave y granjearse la enemistad de los mercaderes holandeses; a ellos les interesaba tener a su disposición un floreciente puerto, no una ruina impregnada de rencor. Por eso ofrecerían generosas condiciones. Según el parecer de Van Dyck, la política y la religión volvían peligrosos a los hombres, y el comercio los volvía sensatos. Estaba convencido de que, a pesar de Stuyvesant, la población llegaría a establecer un pacto. ¿Le convenía entonces irrumpir en Manhattan con Stuyvesant con actitudes de ángel vengador?
Tendió la mirada al frente. Navegando a esa velocidad, llegarían a la punta septentrional de Manhattan en cuestión de una hora. Miró a sus remeros preguntándose si podrían mantener el ritmo. Seguramente no. Tanto mejor. Si pudiera rezagarse discretamente, entonces tendría ocasión de desprenderse de Pata de Palo antes de llegar a Nueva Ámsterdam. Esperó a que el barco del gobernador se adelantara un par de cuerpos.
—¡Mantened el paso! —gritó Stuyvesant, que se había girado en redondo para mirarlos.
—Enseguida estoy con vos, mi general —contestó Van Dyck.
Al oírlo, sus remeros redoblaron esfuerzos y durante un trecho se mantuvieron a la altura de la otra embarcación. Muy bien. Así se cansarían y mientras tanto, el gobernador quedaría satisfecho.
La proa del barco topó con una ola y, con el cabeceo, lo inclinó hacia delante. Al enderezarse, notó en el muslo el contacto de la bolsa que llevaba colgada del cinturón. Entonces pensó en el dólar de plata que allí reposaba y de repente se dio cuenta de que estaban muy cerca del pueblo de Pluma Pálida. Aquel imprevisto encuentro con Stuyvesant le había hecho olvidarse de su hija, pero el roce en la pierna se la había recordado.
Pluma Pálida. ¿Qué iba a hacer?
Stuyvesant seguía observándolo con fijeza. No era prudente alterar el rumbo para dirigirse al pueblo porque, conociéndolo como lo conocía, el gobernador era muy capaz de retroceder y arrastrarlo por la fuerza río abajo.
Transcurrieron varios minutos. Las dos embarcaciones, soldadas por la invisible fuerza de la voluntad de Stuyvesant, seguían navegando con brío. Estaban pasando ya frente al pueblo, situado en la orilla oriental. Van Dyck vio a algunos indios que pescaban con redes en los bajíos. Otras personas, probablemente mujeres, los observaban desde la ribera. ¿Se encontraría Pluma Pálida entre ellas? ¿Lo estaría mirando? ¿Sabría que estaba circulando delante de ella, sin detenerse siquiera un momento, pese a su promesa? ¿Pensaría que su padre le había vuelto la espalda?
Dejó de mirar hacia tierra. Si su hija estaba allí, no quería que le viera la cara. Fue un gesto inútil, porque ni siquiera con su aguzada vista habría sido ella capaz de distinguir un rostro a aquella distancia. Agachando la cabeza hacia las pieles amontonadas a sus pies, sintió vergüenza. El pueblecito indio comenzaba a quedar atrás, allá en la otra orilla. Volvió a mirar. Todavía divisó la hilera de mujeres, borrosas e indefinidas ya.
Siguieron deslizándose con la corriente un centenar de metros, a los que siguieron otros cien más.
—Volved a remontar —ordenó a los remeros, que se quedaron atónitos.
—Pero, amo… —quiso argüir uno de ellos.
—Remontad —confirmó, señalando la orilla oriental.
Al fin y al cabo, él era el amo, de modo que aunque remisos, lo obedecieron. Cuando el barco comenzó a girar, Stuyvesant se percató de inmediato.
—¡¿Qué demonios hacéis?! —gritó.
Van Dyck titubeó. ¿Debía responder o no?
—Luego os seguiré —aseguró, procurando imprimir convicción a su voz—. Enseguida os alcanzaremos.
—¡Mantened el rumbo! —vociferó Stuyvesant. Al cabo de un segundo, su voz volvió a resonar por encima del agua—. Olvidaos de vuestra bastarda india, Van Dyck. Pensad en vuestro país.
¿Cómo sabía de la existencia de Pluma Pálida? Van Dyck maldijo al gobernador para sus adentros. Había sido un error llevar a la niña a Nueva Ámsterdam. Nunca debió hacer tal cosa.
—Seguidme, Dirk van Dyck —lo conminó Stuyvesant—. Olvidaos de esa mestiza y seguidme. De lo contrario, vuestra esposa se enterará de esto, os lo garantizo.
Van Dyck volvió a soltar una muda maldición. ¿Habrían estado hablando de la niña el gobernador y su mujer? ¿Y qué clase de relación era esa que mantenían ambos? ¿Quién sabía? De todas maneras, la amenaza de hablar con Margaretha iba en serio. Una cosa era dejarla en vilo sobre su paradero, y otra que le llegaran noticias de que había desafiado al gobernador y rehusado acudir a proteger a su familia por aquella hija mestiza, como diría ella… Una acusación así podía acarrearle graves consecuencias; Margaretha no pasaría por alto aquello. El desenlace podía ser desastroso para su negocio y para su vida familiar. Maldito Pata de Palo. Mil veces maldito.
—Los seguiremos —indicó con resignación a sus hombres.
La proa del barco giró en redondo, para volver a encararse corriente abajo.
Van Dyck tendió la vista al frente. ¡Qué fútil maniobra! Ahora estaba condenado a seguir a Pata de Palo hasta el final, a hacer precisamente lo que había querido evitar…
Sus titubeos habían ensanchado la distancia entre su barco y el del gobernador. Pensó en la flota inglesa, en el determinado y obcecado gobernador y en el dolor y la rabia de su esposa. Luego pensó en su inocente e indefensa hija, que estaría esperándolo. La grisácea pared de roca que se elevaba a su lado parecía hacerse eco de la pesadumbre con un mudo lamento. Volvió a mirar atrás. El pueblo había quedado oculto tras los árboles. Había acudido para ver a su hija y después había pasado de largo.
—Volved atrás.
—¿Cómo, amo?
—Vamos a volver atrás. Girad —les ordenó. Los remeros se miraban, dubitativos, entre sí—. ¡¿Es que queréis pelear con los ingleses?! —gritó.
Los hombres volvieron a mirarse, y luego obedecieron. La proa se encaró hacia la orilla oriental del río. Stuyvesant, que seguía vigilándolo, comprendió enseguida. Su voz remontó la corriente en forma de estruendoso grito.
—¡Traidor! —La palabra sonó en los oídos de Van Dyck como el estampido de un trueno. Tuvo la impresión de que se propagaba resonando por el gran río, hasta llegar a su cabecera, en el remoto norte—. Traidor.
Volvió a mirar la chalupa del gobernador, pero no alteró su curso. Ambos sabían que allí divergían sus caminos, mientras el gran río impulsaba a Stuyvesant hacia el sur con su poderosa corriente, él, disfrutando de una tal vez momentánea libertad, desandaba el camino a fin de entregar el reluciente dólar de plata a su hija.
Y
o me llamo Quash. Ese nombre significa que nací un domingo. Según he sabido, en África, la tierra de mis antepasados, a los niños les ponen a menudo el nombre del día en que nacen. Por lo que me han dicho, en África yo me llamaría Kwasi, y si hubiera nacido un viernes, mi nombre sería Kofi, que en inglés es Cuffe. Los hijos del lunes se llaman Kojo, que en inglés es Cudjo; y también hay otros nombres parecidos.
Nací, según creo, por allá en el año de Nuestro Señor de 1650. A mi padre y a mi madre los sacaron de África para trabajar como esclavos en las islas Barbados. Cuando yo tenía cinco años, a mi madre y a mí se nos llevaron para volvernos a vender, y en el mercado me separaron de ella. A partir de ese momento, no volví a a saber nada de mi madre. A mí me compró un marino holandés, y en eso tuve suerte, porque el capitán me llevó a Nueva Ámsterdam, tal como llamaban entonces a este sitio; mientras que si me hubiera quedado donde estaba es muy probable que a estas alturas ya estuviera muerto. En Nueva Ámsterdam, el capitán holandés me vendió, de modo que pasé a ser propiedad de meinheer Dirk van Dyck. Entonces tenía seis años. De mi padre no recuerdo nada, y de mi madre conservo sólo algún vago recuerdo. Lo que es seguro es que debieron de morir hace ya tiempo.
Desde pequeño, siempre he soñado con llegar a ser libre algún día.
Este anhelo lo empecé a concebir gracias a un anciano negro al que conocí cuando tenía ocho o nueve años. Por aquel entonces en los Nuevos Países Bajos había sólo unos seiscientos esclavos, la mitad de ellos en la ciudad. Algunos eran propiedad de familias particulares y otros de la Compañía de las Indias Occidentales Holandesas. Un día, en el mercado vi a un anciano negro. Sentado en una carreta, con un gran sombrero de paja en la cabeza, sonreía con aire de satisfacción. Con el atrevimiento de la corta edad, me acerqué a hablarle.
—Se os ve muy contento, anciano. ¿Quién es vuestro amo?
—Yo no tengo amo —respondió—. Soy libre.
Me explicó cómo podía ser aquello. Después de haber traído remesas de esclavos años atrás y haberlos empleado en muchas obras públicas como la construcción del fuerte o la pavimentación de las calles, la Compañía de las Indias Occidentales había entregado tierras a quienes habían trabajado mejor y durante más tiempo, habían asistido a las ceremonias de su iglesia y, a continuación, si también cumplían otras condiciones de servicio, los habían liberado. Yo le pregunté si había muchas personas así.
—No —reconoció—, sólo unas pocas.
Algunas vivían un poco más al norte de la muralla, otras un poco más lejos, en la parte oriental de la isla, y algunas al otro lado del río del norte, en la zona denominada Pavonia. Aunque veía pocas posibilidades de que yo lo lograra algún día, me pareció algo bueno que una persona recobrase la libertad.
No obstante, tuve suerte de haber ido a parar a una casa donde me daban un trato correcto. Meinheer Van Dyck era un hombre enérgico a quien le gustaba comerciar y viajar río arriba hacia el norte. Su esposa era una mujer recia, bien parecida, ferviente seguidora de la iglesia reformada holandesa, de los dómines y del gobernador Stuyvesant. Tenía un bajo concepto de los indios y le causaba disgusto que su marido se ausentara y estuviera con ellos.
Cuando yo llegué a esa casa, había una cocinera y una criada contratada como aprendiz que se llamaba Anna. Le habían pagado el viaje para cruzar el océano, y a cambio de eso ella tenía que trabajar para ellos siete años, después de lo cual debían darle cierta suma de dinero y dejarla libre de ir adonde quisiera. Yo era el único esclavo.
Meinheer Van Dyck y su esposa siempre eran muy considerados con su familia. Si algunas veces discutían, nosotros raramente lo veíamos, y su mayor placer era tener a los suyos reunidos a su alrededor. Al trabajar en la casa, yo estaba a menudo con sus hijos y por eso llegué a hablar el holandés casi tan bien como ellos.
Su hijo Jan y yo teníamos más o menos la misma edad. Era un niño guapo con una espesa mata de cabello castaño. Se parecía a su padre, pero tenía una corpulencia mayor que había heredado, creo, de su madre. De pequeños, a menudo jugábamos juntos, y siempre fuimos amigos. En cuanto a su hermanita Clara, era la niña más bonita que había visto nunca, de pelo dorado y relucientes ojos azules. Cuando era pequeña la llevaba a hombros y ella siguió reclamándomelo incluso hasta los diez u once años, y no paraba de reír para molestarme, según decía. Yo adoraba a esa niña.
Siempre fui muy rápido corriendo. A veces, meinheer Van Dyck organizaba una carrera entre los tres. A Jan lo ponía muy por delante de mí y a Clara cerca de la línea de llegada. Normalmente yo pasaba a Jan, pero al llegar cerca de Clara me rezagaba justo detrás de ella para que pudiera ganar, con lo cual quedaba encantada.
Algunos amos holandeses eran crueles con sus esclavos, pero meinheer Van Dyck y el ama siempre fueron buenos conmigo en esos años. Durante la infancia sólo me dieron labores poco duras, y cuando me hice un poco mayor, meinheer Van Dyck me encomendó muchas tareas; siempre parecía que tenía que ir a recoger o a carretear algo. Aun así, la única vez que me azotó fue después de que rompiera el cristal de una ventana con Jan, y entonces descargó la correa por igual contra los dos.