Una vez terminada la cena, los braceros y el esclavo se retiraron a dormir en el edifico anexo y Tom se fue al pajar. Anochecía ya. Encontró unas balas de paja sobre las que extendió el abrigo. Se disponía a acostarse cuando vio a alguien que se acercaba con una lámpara. Era Annetie. En la mano llevaba una jarra de agua y una servilleta con unas cuantas galletas. Al dárselas, le rozó el brazo. Tom la miró sorprendido. Él había tratado a más de una mujer y no le cupo duda de que aquélla se le estaba insinuando. La observó con la luz de la lámpara. ¿Cuántos años tendría? ¿Treinta y cinco? En realidad era bastante atractiva. La miró a los ojos y sonrió. Después de darle un apretón en el brazo, ella se marchó y él estuvo observando la lámpara mientras cruzaba el patio hasta adentrarse en la casa. Comió las galletas, bebió un poco de agua y se echó. Hacía una noche cálida. La puerta del pajar estaba abierta. Por el hueco vio la luz que se filtraba por los postigos de la ventana de la vivienda. Al cabo de un rato, se apagó.
No estaba seguro de cuánto tiempo había dormido antes de que le despertara un ruido. Provenía de la casa y era estruendoso. El granjero estaba roncando. Seguramente podían oírlo hasta en la otra orilla del río. Tom se tapó las orejas, intentando volverse a dormir y casi logró su propósito cuando tomó conciencia de que no estaba solo. Alguien había cerrado la puerta del pajar y Annetie estaba acostada a su lado. Sentía el calor de su cuerpo. Los ronquidos del granjero seguían llegando desde la vivienda.
Se despertó casi al rayar el alba. Por debajo de la puerta llegaba una tenue claridad. Annetie aún dormía a su lado y los ronquidos habían cesado. ¿Estaría despierto el granjero? Dio un codazo a Annetie, que rebulló. En ese instante, la puerta del pajar se abrió con un crujido dando paso a un fría franja de luz.
El viejo granjero se plantó en el umbral. Llevaba un fusil con el que apuntaba a Tom.
Annetie observaba con cara inexpresiva al viejo, pero éste sólo estaba pendiente de Tom. Le indicó que se levantara. Éste así lo hizo y tras vestirse, recogió el abrigo y la bolsa. El granjero le señaló la puerta. ¿Se propondría dispararle afuera? Una vez en el patio, no obstante, el hombre apuntó hacia el sendero que subía por la cuesta. El mensaje era claro: Márchate.
Tom señaló a su vez en dirección al establo, donde se encontraba su caballo. El granjero amartilló el arma y Tom avanzó un paso. El hombre apuntó. ¿Realmente le iba a disparar el viejo holandés? Se hallaban en medio de la nada, a kilómetros de cualquier población. ¿Quién tomaría represalias si desaparecía allí? Con renuencia, Tom se encaminó al sendero y se alejó por él entre los árboles del bosque.
Una vez oculto en la espesura, se detuvo, sin embargo, y tras esperar un rato, regresó con sigilo a la granja. Todo estaba en silencio. Fuera lo que fuese lo que había sucedido entre Annetie y el granjero, no había señales de actividad. Rodeando la casa, se dirigió a la puerta del establo.
El disparo le dio un susto de muerte. La bala le pasó por encima de la cabeza para clavarse en la puerta que tenía ante sí. Al volverse vio al viejo que, de pie en el porche, volvía a cargar el rifle.
Buscando una escapatoria, Tom echó a correr hacia el río. En el embarcadero encontró la barca y en un minuto soltó la amarra. Gracias a Dios, había un remo adentro. Apenas había saltado a la embarcación cuando sonó otro disparo y por las salpicaduras del agua se dio cuenta de que el viejo había errado por muy poco el tiro. Remando a ritmo frenético, se alejó río abajo. No se detuvo ni volvió la vista atrás hasta haber recorrido casi medio kilómetro. Después se dejó llevar por la marea y cuando ésta cambió de sentido, se paró a descansar en la orilla.
Entonces se puso a pensar que todavía ignoraba si Annetie era la esposa, la hija o pariente del viejo. Sólo de algo estaba seguro: el granjero se había quedado con su caballo, que valía mucho más que la barca que se había llevado.
La idea lo mortificaba.
Van Dyck dejó comer a Tom en silencio. Al cabo de un poco, no obstante, le preguntó si había visto la flota inglesa en Boston. El joven vaciló un instante antes de reconocer que sí.
—¿Y qué hacen allí concretamente? —inquirió Van Dyck.
De nuevo Tom titubeó.
—Estaban ocupados en Boston cuando me fui —repuso con un encogimiento de hombros. Luego cogió un pastelillo de maíz y lo estuvo masticando un buen momento con la mirada fija en el suelo. Van Dyck tuvo la impresión de que sabía más de lo que decía. Los indios le preguntaron si el desconocido era un buen hombre.
—No lo sé —contestó en algonquino—. Más vale no perderlo de vista.
Los indios dijeron a Van Dyck que debería volver a finales del verano para participar en la caza. Éste había cazado con ellos en otras ocasiones. Las grandes cacerías eran agradables, pero despiadadas. Tras localizar a los ciervos, una gran partida de personas, cuanto más nutrida mejor, se dispersaba formando un gran arco que luego volvían a estrechar golpeando los árboles, para acorralar a los animales hasta el río. Una vez que los habían conducido hasta el agua, era fácil matarlos. Mientras hubiera ciervos, aquellos algonquinos vivirían bien. Van Dyck les prometió acudir. Luego siguió charlando y riendo con ellos un rato.
Estaba claro que la manifiesta amistad que lo unía a los indios tenía intrigado al joven inglés, porque al poco rato le preguntó si era normal que los holandeses mantuvieran unas relaciones tan cordiales con los indígenas.
—¿A los ingleses no os interesa conocer las costumbres de los indios? —le preguntó a su vez el holandés.
El joven negó con la cabeza.
—Lo que hacen los habitantes de Boston es deshacerse de sus indios. No es difícil. Para eso sólo necesitan una cosa.
—¿Qué cosa?
—
Wampum
. —Tom esbozó una irónica sonrisa—. Los bostonianos obligan a los indios a pagar tributos en
wampum
según la cantidad de hombres, mujeres y niños que haya. Normalmente los indios no pueden elaborarlo tan deprisa como se les exige, por lo cual los obligan a cedernos más tierra. La población india se va reduciendo año tras año.
—¿Y si pagan?
—Entonces los magistrados ingleses les hacen pagar multas por sus delitos.
—¿Qué delitos?
—Depende. —Tom se encogió de hombros—. En Massachusetts cualquier cosa se puede considerar como un delito. Los indios de la zona acabarán por desaparecer un día.
—Comprendo.
Van Dyck observó con repulsión al joven inglés. Le dieron ganas de abofetearlo, y se le ocurrió plantearse si la conducta de sus propios compatriotas holandeses era más loable. El número de algonquinos de los Nuevos Países Bajos menguaba año tras año. Los territorios de caza de Manhattan se habían esfumado ya. En las fincas de Bronck y de Jonker, a los indios los perseguían y expulsaban de sus tierras, y lo mismo ocurría en la isla larga. Con el tiempo, allá arriba en las márgenes del gran río, donde los holandeses disponían por el momento sólo de algunos asentamientos periféricos, los algonquinos se verían sin duda obligados a retroceder. A ello había que sumar los estragos causados por las enfermedades europeas como las paperas o la viruela. No, reconoció con tristeza, venga de donde venga, el hombre blanco tarde o temprano acaba destruyendo al indio.
Pese a que aquellas reflexiones atemperaron su reacción, Van Dyck sentía aún deseos de poner en su lugar a aquel joven. Por ello, cuando Tom comentó que aunque el
wampum
se consideraba adecuado para los indios, a aquellas alturas en Boston todas las cuentas se realizaban en libras, aprovechó la ocasión:
—El problema con vosotros los ingleses es que por más que habléis de libras, no tenéis nada que poner en las manos de nadie. Los indios al menos tienen
wampum
. Yo sostengo —añadió con aspereza— que los indios están más adelantados que vosotros en ese sentido.
Calló para ver cómo encajaba aquello el inglés.
La observación no era errónea. En Inglaterra, uno podía encontrar los tradicionales peniques, chelines y florines de oro, pero había escasez de monedas de valor elevado. Y en las colonias, la situación era francamente primitiva. En Virginia, por ejemplo, la moneda de cambio seguía siendo el tabaco y las transacciones se efectuaban mediante el sistema de trueque. En Nueva Inglaterra, aun cuando los comerciantes efectuaban entre ellos sus cálculos en libras esterlinas y extendían sus propias letras de cambio, no había prácticamente ninguna moneda inglesa de oro o de plata en circulación.
Su intento de abochornar al joven inglés no pareció surtir efecto, sin embargo.
—Eso es algo que no le voy a negar —aceptó, riendo—. Éste es el único dinero en el que tengo confianza.
Del bolsillo del abrigo negro extrajo una cajita plana que entregó a Van Dyck. Era de madera de pino y cabía en la palma de una mano. El holandés levantó la tapa. En el interior forrado de tela reposaba una solitaria moneda que destelló con la luz de poniente. Era el dólar de plata que había robado a su hermano.
«
Daalders
», los llamaban los holandeses, aunque la palabra tenía un sonido más parecido al «
thaler
» alemán… dólar. Los comerciantes venían usando los dólares desde hacía más de un siglo, y eran los holandeses los que acuñaban la mayoría de los que circulaban en el Nuevo Mundo. Los había de tres clases. Estaba el
ducatton
, más conocido como ducado, que tenía un jinete estampado y un valor equivalente a seis chelines ingleses. Después venía el
rijksdaalder
, al que los ingleses llamaban el dólar rix, de un valor de cinco chelines (ocho reales españoles para quien viajara hacia el sur). El dólar más común era, no obstante, el del león. Éste tenía un valor inferior al de los otros dólares, pero era el más bonito, con la cara más grande. En el anverso había un caballero que lucía en su escudo la estampa de un león rampante; y en el reverso, la misma espléndida figura del león ocupaba toda la cara. Aquella moneda tenía un pequeño defecto: no siempre estaba bien acuñada. De todos modos, poco importaba. El lucido dólar del león holandés se utilizaba desde Nueva Inglaterra hasta el Caribe español.
—Dinero holandés —recalcó Tom con una sonrisa, mientras Van Dyck extraía la moneda de la caja para inspeccionarla.
Los dólares de león solían estar desgastados, pero aquél no tenía ni un arañazo. Estaba recién acuñado y poseía un espléndido brillo. Mientras lo observaba, el holandés tuvo una idea: se levantó para acercarse a dos niñas indias, que tenían más o menos la misma edad de Pluma Pálida; les enseñó la moneda y dejó que las tocaran. Al tocar el reluciente disco, examinar las imágenes y los reflejos del sol que despedía, a las chiquillas se les iluminó la cara. ¿Por qué sería, se preguntó Van Dyck, que los objetos de oro y plata producían tanta fascinación en hombres y mujeres por igual?
—Es hermoso —dijeron.
—Te lo compro —propuso Van Dyck, devolviéndolo al individuo de Boston.
—Le va a costar —replicó con aire pensativo Tom— un ducado y una piel de castor.
—¿Cómo? Eso es un robo.
—La caja va incluida —añadió alegremente Tom.
—Sois un joven bribón —lo acusó, divertido, el holandés—, pero acepto.
No se molestó en regatear. Acababa de solucionar su problema. La piel no suponía un gran sacrificio porque ahora ya tenía un regalo para su hija.
Esa noche, para asegurarse de que Tom no le robaba nada, durmió en su barco. Tendido encima de las pieles, sintiendo el contacto de la caja con su dólar de plata a buen recaudo en la bolsa del cinto, escuchó la leve brisa que sonaba entre los árboles e imaginó que, tal como su hija le había prometido, oía el sonido de su voz. Se durmió sonriendo.
Van Dyck se despidió del joven inglés por la mañana. Tenía previsto llegar al pueblo de Pluma Pálida esa tarde, quedarse allí con ella todo un día y continuar hasta Manhattan al día siguiente. Hacía calor y llevaba la camisa desabrochada. En torno a la cintura había sustituido su habitual cinturón de cuero por el de
wampum
que ella le había regalado. De éste pendía una bolsita que contenía el dólar de plata.
En el río no había prácticamente tráfico. De vez en cuando veían una canoa india en los bajíos, pero en su descenso impulsado por la marea dispusieron de la gran vía navegable para ellos solos. Las elevadas riberas occidentales protegían el río de la brisa y el agua estaba calmada; parecía como si viajaran en medio de una quietud irreal. Al cabo de un tiempo, doblaron un recodo donde la orilla del oeste despuntaba irguiéndose por encima del agua, como un centinela. Van Dyck, que tenía sus propios nombres para distinguir aquellos puntos de referencia en sus itinerarios, llamaba la Punta del Oeste a aquel lugar. Un poco más adelante, el río trazaba de nuevo una curva para sortear una montaña baja a la que, debido a su achatada cima, Van Dyck llamaba la montaña del Oso. Después el río se ensanchaba, alcanzando una anchura de tres a cinco kilómetros, y así continuaba en su discurrir hacia el sur durante casi treinta kilómetros hasta que se volvía más angosto en el amplio y largo canal que bordeaba Manhattan antes de llegar a la inconmensurable bahía.
Pasaron las horas y se hallaban aún a varios kilómetros de distancia del canal cuando uno de los remeros le hizo una señal y, al volverse para mirar atrás, Van Dyck vio que, a lo lejos, los seguía un barco. Advirtió que éste ganaba terreno velozmente.
—Deben de tener prisa por algo —comentó sin gran interés.
Al cabo de media hora, ya cerca de la entrada del canal, volvió a mirar atrás y descubrió con asombro lo mucho que había avanzado la otra embarcación. Era mucho mayor que la suya, dotada de un mástil con una vela, pero dado que la brisa soplaba desde el sur, la tripulación la impulsaba con los remos. Había mediado la distancia que los separaba y proseguía con gran rapidez. No alcanzaba a distinguir cuántos remos llevaba.
—Esta gente rema como si se los llevara el demonio —observó.
Se encontraban ya en la entrada del canal, y Van Dyck dejó que los remeros avanzaran con lentitud. Arriba, la gran pared rocosa de los acantilados reflejaba los rayos de sol de la tarde. El agua parecía levemente agitada. Se volvió a mirar, pero la curva del río le impidió ver el barco que seguramente debía de dirigirse tras ellos al canal.
Luego, de repente apareció justo detrás, a toda velocidad. Ahora lo veía con todo detalle. Era una gran chalupa de tingladillo con una parte cubierta central, de donde arrancaba el mástil. Contaba con ocho remeros y cuatro pares de remos. De su línea de flotación en el agua se deducía que no iba muy cargada. ¿Para qué iría alguien tan apurado en esa embarcación vacía? En la popa había una persona de pie, pero no la veía bien.