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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (13 page)

Después de aquello gocé de un favor especial por parte del ama. Yo temía que el Jefe se enfadara conmigo por haber desobedecido sus órdenes yendo al fuerte.

—El ama dice que le salvaste la vida —me comentó al día siguiente.

—Sí, señor —respondí.

Entonces se echó a reír.

—Supongo que debería estarte agradecido —añadió, y no me reprochó nada.

Los holandeses recuperaron Nueva York, y aquella vez le pusieron el nombre de Nueva Orange. Pero esa situación sólo duró un año, sin embargo. Como era de prever, del otro lado del océano nuestros dirigentes firmaron otro tratado y de nuevo pasamos a ser territorio de los ingleses, para gran contrariedad del ama.

Después de eso, la situación estuvo bastante tranquila durante un tiempo. Manhattan volvió a llamarse Nueva York, pero el nuevo gobernador inglés, que se llamaba Andros, hablaba holandés y ayudaba a los comerciantes… a los ricos sobre todo. Él desecó el canal que atravesaba la ciudad. El ama decía que lo hizo porque a la gente le recordaba a Ámsterdam, pero la verdad es que aquella vieja zanja apestaba bastante y supongo que por eso lo hizo. Encima construyeron una bonita calle llamada Broad Street, o calle Ancha.

Fue por aquella época cuando vino a vivir a Nueva York el señor Master, el hombre que habíamos encontrado en Long Island. Él y el Jefe hicieron muchos negocios juntos. Al Jefe le gustaba seguir practicando el tradicional comercio de pieles remontando el río, pero entonces prosperaba el negocio que se realizaba en la costa con las plantaciones de azúcar de las Indias Occidentales y, según aseguraba el señor Master, las buenas ocasiones de hacer dinero se encontraban allí. El Jefe a veces invertía en sus viajes, y también lo hacía meinheer Philipse.

El Jefe tomó una iniciativa que hizo las delicias del ama. Como Jan estaba ya en edad de casarse, el Jefe acordó su boda con una chica de una buena familia holandesa. Se llamaba Lysbet Petersen y poseía una considerable fortuna. Yo la había visto en la ciudad, pero nunca había hablado con ella hasta el día en que vino a la casa cuando se anunció el compromiso.

—Éste es Quash —me presentó Jan, dedicándome una afable sonrisa, tras lo cual la joven dama me saludó inclinando la cabeza.

—Quash ha estado con nosotros toda la vida, Lysbet. Es mi mejor amigo —dijo entonces la señorita Clara.

Yo me alegré mucho con su intervención. Después de eso, la joven dama me dispensó una cálida sonrisa, para demostrarme que había comprendido que merecía que me trataran con consideración.

Fue un placer asistir a la boda y ver al dómine sonriente, y al Jefe y al ama cogidos del brazo con cara de gran satisfacción.

Al año siguiente llegó el momento en que pude prestar al Jefe un servicio que iba a cambiarme la vida.

En el año 1675 se produjo una terrible sublevación entre los indios. El jefe indio que la encabezaba se llamaba Metacom, aunque algunos lo llamaban el rey Philip. No sé muy bien qué discrepancia prendió los ánimos, pero lo cierto fue que en poco tiempo la amargura que habían acumulado en sus corazones los indios contra el hombre blanco por haberles quitado su tierra los llevó a sublevarse en Massachusetts y las partes más alejadas de Connecticut. Al poco tiempo, los indios y los blancos se mataban entre sí en grandes escabechinas.

Los habitantes de Nueva York estaban aterrorizados, y es que esas tribus que habían tomado las armas pertenecían todas al grupo de hablantes del algonquino. Por eso parecía natural que las tribus que vivían en los alrededores de Nueva York se volvieran belicosas también, pues incluso bastante debilitadas aún eran numerosas en la cuenca alta del río y en Long Island.

El gobernador Andros sabía, no obstante, cómo afrontar la situación. Congregó a todos aquellos indios y les hizo jurar que no iban a luchar; y a muchos los llevó a acampar cerca de la ciudad, donde podía mantenerlos vigilados. Después subió por el río hasta territorio de los indios mohawk y les prometió abundancia de comercio y mercancías con la condición de que, si los algonquinos de los alrededores de Nueva York causaban problemas, los mohawks acudieran a destrozarlos. La medida dio resultado, sin duda, porque en las proximidades de Manhattan no hubo ningún alboroto.

Un día, por aquella época, el Jefe me llevó a un lugar del centro de la isla de Manhattan adonde habían ordenado acampar a algunos de los indios. Me dijo que conocía a esa gente desde hacía mucho, desde el tiempo en que comerciaba con ellos. Habían plantado varios tipis junto a un claro, en un sitio donde las fresas silvestres crecían en medio de la hierba. El Jefe pasó un rato hablando con los indios en su propia lengua, y se notaba que estaban contentos de verlo; pero también vi que algunos de ellos estaban enfermos. Más tarde, el Jefe vino a hablarme.

—¿Tienes miedo de las fiebres, Quash?

La fiebre se había declarado de vez en cuando en la ciudad. Cuando tenía dieciocho años recuerdo que fue una epidemia muy mala que mató a más de un niño y anciano. A mí, sin embargo, nunca me había afectado.

—No, Jefe —respondí.

—Estupendo —dijo—. Entonces quiero que te quedes con esta gente un tiempo y procures que tengan cuanto necesitan. Si les falta comida o medicinas, vienes a decírmelo a la ciudad.

Permanecí en ese lugar casi un mes. Varias de aquellas familias padecieron una fiebre grave. Una de las mujeres en especial, que era más pálida que los demás, perdió a su marido, y sus hijos estuvieron casi a punto de morirse. Pero yo la ayudé a llevar a los niños al río, donde les bajaba la temperatura, y después fui a la ciudad a buscar harina de avena y otros alimentos por el estilo. Creo que de no haberla ayudado yo, también habría perdido a aquellos niños. Sea como fuere, se lo expliqué al Jefe, y me dijo que había obrado bien.

No obstante, cuando todo acabó, no bien volví a casa, tuve que sufrir las iras del ama.

—Has estado desperdiciando el tiempo salvando a esos indios —me gritó—. Ahora aplícate en tu trabajo y limpia esta casa que has tenido desatendida durante un mes.

Yo sabía que ella tenía un mal concepto de los indios, pero no era culpa mía el haberlos ayudado. El Jefe me dijo que no me preocupara, pero después de eso pareció que ella se había olvidado de que le había salvado la vida y me dispensó un trato frío durante una buena temporada.

Eso me llevó a caer en la cuenta de que uno puede vivir con una persona toda la vida sin tener la garantía de llegar a conocerla bien.

Lo cierto fue que me granjeé la gratitud del Jefe. Alrededor de un mes más tarde me llamó a la habitación donde solía trabajar y me dijo que cerrase la puerta. Fumando en pipa, me miró con actitud pensativa, y yo pensé que igual se me venía encima alguna complicación.

—Quash, ningún hombre vive para siempre —me dijo en voz baja al cabo de un minuto—. Un día yo moriré, y he estado pensando en qué convendría hacer entonces en lo que a ti respecta.

Pensé que tal vez querría que trabajara para su hijo Jan, pero me mantuve callado, escuchando respetuosamente.

—He decidido que seas libre —añadió.

Cuando oí aquellas palabras, casi no me lo creí. Todos los libertos que había conocido habían trabajado para la Compañía de las Indias Occidentales mucho tiempo atrás. Apenas había oído de algún caso en que los propietarios privados de Nueva York concedieran la libertad a sus esclavos. Por eso, cuando me anunció aquello, me quedé embargado de sorpresa y emoción.

—Gracias, amo —dije.

Él dio varias caladas a la pipa.

—Aunque te necesitaré mientras siga vivo —añadió. Yo debí de reaccionar con una mirada bastante comedida, porque se echó a reír—. Ahora te estás preguntando cuánto tiempo voy a durar ¿eh?

—No, Jefe —aseguré. Los dos sabíamos, de todas maneras, que así era, así que él volvió a reír con más ganas aún.

—Pues que sepas que no tengo ninguna prisa en morirme —advirtió, antes de gratificarme con una bondadosa sonrisa—. Puede que tengas que esperar bastante, Quash, pero no me voy a olvidar de ti.

Parecía que mi sueño de libertad se iba a hacer realidad un día.

Desde luego, no esperaba que justo entonces fuera a producirse otro gozoso acontecimiento en mi vida.

Después de los disturbios de los indios, Nueva York recuperó la tranquilidad. Algunos ricos hacendados habían dejado sus domicilios de las plantaciones de las Barbados y otros lugares parecidos para instalarse allí. La mayoría vivían en grandes casas en primera línea de mar del East River y algunos no se molestaban en hablar holandés. De todas maneras, muchas de las familias holandesas de la ciudad seguían trayendo a sus parientes desde su país, de tal suerte que con todas aquellas casas holandesas y lo mucho que se oía hablar holandés por las calles, cualquiera habría pensado que Stuyvesant seguía siendo el gobernador.

Meinheer Leisler se estaba volviendo una figura relevante de la ciudad, que contaba con el aprecio del pueblo llano holandés. A menudo acudía a ver al ama, siempre muy educado y bien vestido, con una pluma en el sombrero. Sus atenciones complacían sobremanera al ama, porque pese a ser aún una mujer bien parecida, se estaba acercando al final de la edad de tener hijos, y a veces estaba un poco deprimida. El Jefe, que lo comprendía, siempre era muy considerado con ella y procuraba encontrar la manera de darle contento.

No se podía decir lo mismo de la señorita Clara, en cambio. Desde la boda de su hermano, aquella niña a quien yo quería tanto se había convertido en un monstruo, hasta un punto en que me costaba creerlo. Viéndola, era la misma muchacha de expresión dulce y pelo dorado que había conocido. Conmigo era casi siempre buena y con su padre se mostraba respetuosa, pero con su madre era como un demonio. Si el ama le pedía que ayudara a la cocinera o fuera al mercado, le replicaba alegando que sabía perfectamente que había prometido ir a visitar a una amiga precisamente entonces y quejándose de que su madre era una desconsiderada. Si el ama decía algo, la señorita Clara le llevaba la contraria. Si algo iba mal, siempre le achacaba la culpa al ama hasta que a veces ella no podía más. El Jefe trataba de hacer entrar en razón a Clara y la amenazaba con castigarla, pero ella pronto volvía con sus quejas. Por aquella época yo sentía verdadera lástima por el ama.

Un día el señor Master vino a la casa acompañado de uno de los hacendados ingleses y se pusieron a hablar en inglés entre ellos. Yo estaba también presente. Para entonces ya había aprendido algunas palabras en esa lengua que me bastaban para entender parte de lo que se decía.

Justo cuando habían empezado, el Jefe me pidió en holandés que fuera a buscar algo, y así lo hice. Cuando lo traje, me mandó a hacer otro recado, que cumplí también con diligencia antes de volver a instalarme en mi sitio diciendo algo que le hizo reír. Entonces vi que el hacendado me miraba con mala cara y luego le dijo en inglés al Jefe que tuviera cuidado, que no debía darme tantas confianzas, porque en las plantaciones habían tenido muchos problemas con los esclavos negros, y la única manera de tratarnos era ir siempre armados y propinarnos unos buenos latigazos si actuábamos con descaro. Yo mantuve la vista fija en el suelo, haciendo como que no entendía, y el Jefe soltó una carcajada prometiendo tenerlo en cuenta.

Resultó que el tema de la conversación eran los esclavos, porque el señor Master acababa de llegar a Nueva York con un cargamento de ellos, algunos de los cuales eran indios. Debido a las quejas expresadas por otros países por haberse apoderado de sus habitantes para venderlos, el gobernador Andros había establecido que sólo se podían vender en el mercado esclavos negros —todas las naciones estaban de acuerdo en que los negros podían serlo—, y eso presentaba un inconveniente para el señor Master.

—Mi intención es vender a esos indios en privado —dijo—. Tengo una estupenda muchacha india y pensaba que quizás os interesaría comprarla.

En ese preciso momento entró el ama que, a juzgar por su cara apenada, debía de haber tenido algún otro altercado con la señorita Clara. El ama muchas veces fingía no comprender el inglés, pero en ese momento no se tomó la molestia.

—No pienso tener ningún indio apestoso en mi casa —se puso a gritar. Luego se volvió hacia el Jefe y añadió—: Aunque sí necesito una chica que me ayude. Podrías comprarme una negra.

El amo estaba tan contento de poder hacer algo para complacerla que al día siguiente fue a comprar una esclava. Se llamaba Naomi.

Yo por entonces tenía unos treinta años. Naomi tenía diez menos, pero era muy sensata para su edad. Era más bien baja, de cara redonda, un poco entrada en carnes, como a mí me gustan. Al principio, al estar en una casa nueva, permanecía callada, aunque conmigo sí hablaba. Con el paso de los días, nos fuimos conociendo mejor y cada uno contó su vida al otro. Ella había vivido en una plantación, pero había tenido la suerte de trabajar como criada en la casa. Cuando el propietario de la hacienda enviudó y se volvió a casar, la nueva esposa dijo que quería esclavos nuevos y que había que vender a los de antes. Entonces su amo la vendió a un tratante que la llevó a Nueva York, donde los precios eran buenos.

Yo le dije a Naomi que en aquella casa eran amables, y eso la consoló un poco.

Nos llevábamos muy bien. A veces la ayudaba si tenía labores duras y, cuando yo estaba cansado, ella me echaba una mano. Cuando estuve enfermo unos días, ella me cuidó. Así, a medida que pasaba el tiempo, fue creciendo mi afecto por Naomi, por lo buena que era.

Empecé a pensar en casarme con ella.

Yo nunca había andado escaso de amistades femeninas. Aparte de las mujeres de la ciudad, había una chica a la que me gustaba ir a ver. Vivía en un pueblecito de la costa del East River, situado justo debajo de Hog Island, y se llamaba Violet. Las tardes de verano en que el Jefe me decía que no me iba a necesitar más, yo me iba discretamente hasta allí. Violet tenía varios hijos, alguno de los cuales podría haber sido mío.

Naomi era para mí distinta de aquellas otras mujeres. Me inspiraba una actitud protectora. Si debía entablar relaciones con ella, sería para sentar cabeza, y hasta entonces nunca me había planteado tal cosa. Por eso durante una temporada procuré ser sólo amigo de Naomi y mantenerla a cierta distancia. Al cabo de un tiempo me di cuenta de que ella estaba extrañada con mi comportamiento, pero nunca me dijo nada y yo tampoco me sinceré con ella.

Una tarde, durante el primer invierno que ella pasó allí, la encontré sentada a solas, temblando. Como siempre había vivido en sitios calurosos, no conocía la clase de frío que llega a hacer en Nueva York. Me senté a su lado y la rodeé con el brazo. Poco a poco, una cosa llevó a la otra, y luego no pasó mucho tiempo antes de que empezáramos a vivir como marido y mujer.

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