El Jefe y el ama debieron de darse cuenta, pero no dijeron nada.
Era primavera cuando el Jefe me dijo que tenía que acompañarlo en un viaje por el Hudson. Yo siempre había sentido curiosidad por ver aquel gran río, de modo que aunque aquello me supusiera estar separado de Naomi durante un tiempo, me alegré de poder ir. El Jefe debía marcharse unas semanas después, pero como Clara y el ama se habían estado peleando tanto, creo que tenía ganas de alejarse de ellas.
Justo antes de nuestra partida, él y el ama tuvieron una discusión. Al ama nunca le había gustado que él se fuera río arriba, y entonces se puso a echarle las culpas por el comportamiento de Clara. Luego cerraron la puerta para que no pudiera oírlos, pero cuando nos fuimos, el Jefe tenía la mirada gacha y apenas habló.
Llevaba un cinturón de
wampum
. Yo me había fijado ya que siempre se ponía ese cinturón cuando se iba río arriba. Me parece que se lo debía de haber regalado algún jefe indio.
Había cuatro remeros, y el Jefe dejó que me hiciera cargo del timón. Cuando llevábamos una hora navegando, ya estaba más animado. Como teníamos la marea y el viento en contra, ese día avanzamos despacio, pero al Jefe no parecía importarle. Creo que estaba feliz de encontrarse en el río. Aún se veía Manhattan cuando nos paramos para acampar.
A la mañana siguiente, el amo se me quedó mirando un momento.
—Oye, Quash, por lo visto has tomado como esposa a Naomi —me dijo—. ¿No sabías que tenías que pedirme permiso?
—No sé si es mi esposa exactamente, Jefe —respondí—. Para tomar una esposa hay que ir a la iglesia —señalé, para ver qué contestaba.
—Los ingleses tienen una manera de expresarlo —explicó—. Según la legislación inglesa, en la que se supone que nosotros nos debemos basar, puesto que ella vive en la casa contigo como si estuvierais casados se consideraría tu esposa «de hecho». Bueno, pues a ver si eres bueno con ella —me recomendó con una sonrisa.
—¿No estáis enojado conmigo, Jefe? —pregunté. Él negó con la cabeza, sonriendo—. ¿Y el ama? —añadí.
—No te preocupes. —Lanzó un suspiro—. Al menos en eso estamos de acuerdo.
Después se quedó contemplando el río un momento, con la brisa de cara, y yo lo miré para ver si aún estaba de buen humor. Cuando se volvió, me sonrió de nuevo.
—¿Os puedo pedir algo, Jefe? —pregunté.
—Adelante —dijo.
—Bueno, la situación es la siguiente. Un día me dijisteis que yo podría conseguir la libertad. Pero aunque Naomi sea mi esposa de hecho, eso no le servirá de nada a ella. Seguirá siendo una esclava.
El jefe no me respondió.
—Veréis, Jefe, es que estaba pensando en qué pasará si tenemos hijos.
Yo me había esforzado por comprender la ley, y tanto la holandesa como la inglesa coincidían en ese punto: el hijo de un esclavo pertenece al amo. Y si el amo libera al esclavo, el hijo sigue siendo propiedad suya, a menos que lo libere expresamente por su nombre. Eso dice la ley. El jefe permaneció callado un momento y después asintió para sí.
—Bueno, Quash, tendré que pensar en esa cuestión —dijo—, pero no va a ser ahora mismo.
Estaba claro que por el momento no quería volver a hablar del asunto.
Por la tarde nos acercamos a la orilla, junto a un pueblo indio, y el Jefe me dijo que lo esperase en la barca mientras él iba a hablar con los indios. No se quedó mucho rato y al volver, subió a la barca y ordenó a los remeros que remontaran la corriente. Como parecía pensativo, yo guardé silencio, ocupándome del timón.
Proseguimos así hasta que, al cabo de media hora más o menos, después de un recodo del río, me volvió a hablar.
—¿Te acuerdas de esos niños indios a los que salvaste? —me preguntó.
—Sí, Jefe —respondí.
—Pues su madre murió. De fiebres.
La madre no me importaba mucho, pero yo me había esforzado mucho para salvar a los niños, así que le pregunté si estaban todos bien.
—Sí —contestó—, los niños viven.
—Eso está bien, Jefe —dije.
Esa tarde bajamos para acampar. Comimos alrededor del fuego, el Jefe, los cuatro remeros y yo. El Jefe siempre trataba bien a sus hombres. Ellos lo respetaban, pero él sabía sentarse a bromear con ellos, e incluso cuando tenía otros quebraderos de cabeza, siempre les procuraba su tiempo de descanso.
El Jefe había traído buenas provisiones y un barrilete de cerveza. Después de haber comido y bebido un poco, los remeros reían y me tomaban el pelo hablándome de las mujeres con las que, según ellos, yo había estado. Y así, la conversación derivó hacia las mujeres en general. Entonces uno de los hombres dijo, riendo, que le daba miedo el ama.
—No me gustaría tenerla como enemiga, Jefe —dijo.
Yo, que sabía que el Jefe y ella habían tenido una pelea, pensé que más valdría que se hubiera callado. Vi, en efecto, que al Jefe se le ensombreció un momento la cara, pero al final sonrió.
—A mí no me gustaría tener como enemiga a ninguna mujer.
Los hombres estuvieron muy de acuerdo con él.
—Bueno, creo que es hora de dormir —indicó poco después el Jefe.
Al poco rato los remeros dormían, y yo también me acosté.
El Jefe no dormía, sin embargo. Se quedó al lado del fuego observando, meditabundo, el río, y yo supuse que estaría pensando en la riña que había tenido con el ama, de modo que guardé silencio.
Así permaneció largo rato. El fuego se estaba apagando. Las estrellas relucían por encima del río, pero había algunas nubes que corrían por el cielo, y después se levantó una ligera brisa que agitó los árboles, sólo un poco, como un suspiro. Era una apacible canción de cuna que, al poco, me tornó soñoliento, pero el Jefe no se acostaba.
Al cabo de un poco, creyendo que con eso tal vez lo distraería de sus cavilaciones y le ayudaría a dormir, le dije:
—Escuchad la brisa, Jefe.
—Ah ¿aún estás despierto?
—Quizás os ayude a dormir, Jefe —observé.
—Puede que sí, Quash —respondió.
—Esta brisa es tan suave, Jefe, que es como una voz que hablara entre los pinos. Si lo intentáis, la oiréis.
No dijo nada, pero al cabo de un poco vi que abatía la cabeza, de modo que supuse que estaría escuchando. Como se quedó muy quieto, pensé que igual se había dormido, aunque después se levantó despacio y me dirigió una mirada. Yo fingí que dormía.
Entonces se fue a caminar por la orilla del río en medio de la oscuridad.
Yo seguí acostado, esperando a que volviera, y como pasaba el tiempo y no volvía, empecé a preocuparme por si le había pasado algo. En los bosques hay muchos osos, aunque si lo hubieran atacado lo normal habría sido que se oyera algún grito. Aun así, como seguía ausente, al cabo de un rato me levanté y me fui por donde se había ido él, bordeando el río. Avancé con mucho tiento sin hacer ningún ruido, pero no lo veía por ninguna parte. Como no quería llamarlo, seguí caminando, y a cosa de un kilómetro más allá, lo vi.
Estaba sentado en un retazo de hierba que había junto al agua, bajo las estrellas. Le vi encorvado, con los hombros pegados contra las rodillas, llorando. Estremeciéndose con grandes sacudidas, se ahogaba casi con los sollozos. Nunca había visto llorar a un hombre de esa manera. No me atrevía a avanzar, pero tampoco quería dejarlo solo, de modo que me quedé parado un rato y él siguió sollozando como si se le fuera a partir el corazón. Permanecí allí mucho tiempo y aunque la brisa arreció un poco, él no se percató. Luego la brisa paró y se asentó un gran silencio bajo las estrellas. Él se calmó un poco y, como no quería que me encontrara allí, me fui furtivamente.
De regreso junto al fuego, traté de dormir, pero seguí con el oído alerta, inquieto por él. Era casi el amanecer cuando volvió.
Remontamos el gran río Hudson durante cuatro días y vimos los grandes pueblos de los mohawk, con sus casas y empalizadas de madera. El Jefe compró una gran cantidad de pieles. Cuando llegamos a casa, yo corrí a ver a Naomi y ella me sonrió de una manera curiosa. Después me dijo que esperaba un hijo, lo que me procuró gran contento. Poco después se me ocurrió la idea de que, si era un niño, lo llamaría Hudson, en recuerdo del viaje que había hecho.
Naomi también me contó que el ama y Clara se habían peleado esa mañana y que la señorita Clara se había ido de la casa.
—El ama está de muy mal humor —advirtió.
Yo pasé delante del salón justo después de que entrase el Jefe. Como la puerta estaba abierta, oí cómo el Jefe le hablaba al ama de las pieles que había comprado a los mohawk, pero parecía que ella no decía nada.
—¿Dónde está Clara? —preguntó él.
—Afuera —respondió ella. Después calló un momento y añadió—: Supongo que también pasarías a ver a tus otros amigos indios.
—Sólo un momento —aseguró él—. No tenían pieles.
El ama no respondió.
—Por cierto —dijo él—. Pluma Pálida ha muerto.
Llevaba ya un buen momento escuchando junto a la puerta y pensaba que sería mejor marcharme cuando oí la voz del ama.
—¿Y por qué me lo cuentas? —replicó—. Una apestosa india más o menos, ¿qué más da?
El Jefe guardó silencio unos instantes, y cuando contestó lo hizo con voz calmada.
—Eres cruel —la acusó—. Su madre era mejor mujer que tú.
Luego oí que se encaminaba a la puerta y me apresuré a alejarme.
Después de aquello, tuve la impresión de que entre él y el ama había un ambiente de frialdad, como si se hubiera muerto algo entre ellos.
A menudo pensé en aquellas palabras y creo que entendí su significado. No les presté mucha atención, sin embargo, porque para entonces tenía que ocuparme de mi propia familia.
Según pasaban los años, me daba más cuenta de lo afortunado que era de estar casado con Naomi. Cumplía con todo el trabajo de la casa para el ama, incluso estando embarazada, sin quejarse nunca. Yo, que sabía las muchas obligaciones que debía atender, la ayudaba cuanto podía. Al acabar el día, siempre me ofrecía una sonrisa. Lo compartíamos todo, y el afecto que sentíamos el uno por el otro creció tanto con el tiempo que me costaba imaginar cómo había sido vivir sin ella.
Mi pequeño Hudson era el niño más vivaracho del mundo. Yo adoraba jugar con él y también el Jefe solía acompañarnos. Me parece que durante un tiempo Hudson pensó que el Jefe era su abuelo o algo así. Cuando mi hijo ya había cumplido dos años, Naomi tuvo una niña, pero era débil y murió. Dos años más tarde, sin embargo, tuvimos otra niña, a la que le pusimos de nombre Martha. Tenía la cara redondeada como su madre y, a medida que crecía, mostró que también tenía su mismo carácter.
Casi sin darnos cuenta, Hudson se convirtió en un niño de cinco años. Correteaba por todas partes y el Jefe decía que no podía alcanzarlo. Naomi decía que se parecía a mí. Muchas veces lo cargaba a hombros y me lo llevaba conmigo a hacer recados por la ciudad, aunque si había tiempo, siempre lo llevaba a los muelles, porque le fascinaba mirar los barcos. Lo que más le entusiasmaba era ver cómo desplegaban las velas y oír el golpetazo que producían al chocar con el viento.
Un día, cuando el señor Master estaba de visita, le preguntó a Hudson qué le gustaría hacer de mayor y Hudson, con su vocecita de flauta, le contestó que quería ser marinero.
—Ajá —dijo el señor Master al Jefe—. Quizá debería venir a trabajar conmigo.
El Jefe se echó a reír pero, pensando en todos los cargamentos de esclavos que el señor Master transportaba hasta Nueva York, yo no deseaba que mi hijo navegara en ningún barco como ése.
Martha, por otro lado, era una niña muy cariñosa. Si yo salía, al volver se arrojaba en mis brazos y se me colgaba del cuello diciendo que no me soltaría si no le contaba un cuento. Como no conocía ninguno me los tenía que inventar, así que empecé a contarle historias de un gran cazador llamado Hudson que vivía en el río del mismo nombre, que era libre y tenía una hermana llamada Martha que era muy afectuosa y juiciosa. Las aventuras que vivían en aquellos salvajes territorios eran prodigiosas.
Durante aquel tiempo, el Jefe también encontró un buen marido para la señorita Clara. Creo que tanto él como el ama se alegraron de que se fuera de la casa. Esa vez el ama quedó muy complacida también con el Jefe por haber elegido una buena familia holandesa, de modo que la casó el dómine en la Iglesia holandesa, igual que a su hermano Jan. Como su marido no vivía en la ciudad, sino en Long Island, no la veíamos con frecuencia. El ama iba de vez en cuando a quedarse unos días en la casa de Clara y ahora que estaba casada se llevaban muchísimo mejor que antes.
En cuanto al Jefe y el ama, vivían juntos y aunque no se peleaban, era como si cada uno siguiera una vía distinta.
El Jefe y el señor Master estaban cada vez más unidos. Éste era de esos hombres que no parecen envejecer. Con su cara alargada y su mata de pelo amarillo, aquellos ojos azules tan intensos y su complexión delgada, apenas si cambiaba, descontando algunas arrugas en la cara. Era de modales agradables y siempre estaba ocupado con algo.
—Buenos días, Quash —me saludaba siempre que venía—. Eres una buena persona, Quash —me decía al marcharse, mirándome rápidamente con esos ojos suyos, tan azules.
—Quash y yo somos muy amigos —le decía a veces al Jefe—. ¿No es verdad, Quash?
—Sí, señor —le respondía yo.
Por aquellos años, deseosos de mantener a las ricas familias holandesas de su parte y sacar provecho de su amistad, los gobernadores ingleses les concedían enormes extensiones de tierra. Los comerciantes ingleses también prosperaban. El señor Master estaba impaciente por que al Jefe le dieran también una propiedad porque, según decía, en Inglaterra nadie era considerado como un caballero si no poseía tierra en abundancia. Los hombres relevantes como meinheer Philipse y los Van Cortlandt, que tenían una gran finca al norte de la ciudad, se estaban convirtiendo en caballeros a toda prisa, y sus mujeres se hacían unos altos peinados y se ponían lujosos vestidos que les ceñían el vientre y les realzaban los pechos.
Al Jefe se le notaba que también le apetecía, lo mismo que a Jan, que a veces le decía que deberían comprar un poco de tierra. A la señora, en cambio, no le parecía bien. Ella seguía llevando un sencillo bonete en la cabeza y un holgado vestido de estilo holandés, como las otras mujeres de su país. Las holandesas, no obstante, tenían una gran afición por las joyas, tanto o más que las inglesas. A ella le agradaba llevar grandes joyas colgadas de las orejas y diría que llevaba un anillo en cada dedo. Aparte, se pasaba casi todo el día dando caladas a su pipa de arcilla. Más que nunca no se dejaba impresionar por nada que guardara relación con los ingleses.